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    El discreto encanto de apostar por los artistas

    La revista The New Yorker está cumpliendo 100 años, sigue vendiéndose en papel, su edición digital tiene 1,3 millones de suscriptores y ha recibido 11 premios Pulitzer desde que en 2014 se incluyó la categoría de revistas

    Columnista de Búsqueda

    No es novedad que nos han tocado en suerte tiempos efímeros. Una fugacidad que ha conseguido dejar obsoleto todo a su paso, incluso a los tan mentados 15 minutos de fama de Andy Warhol. Pero no todo se disuelve en el variopinto maremágnum de lo instantáneo porque, por más paradójico que parezca, la revista The New Yorker está cumpliendo 100 años.

    Cabría imaginar que se trata de un absurdo, algo así como una falla de la “matrix”, al fin de cuentas The New Yorker es una revista literaria y periodística, sus textos son largos, a tres columnas, y se ilustran con viñetas. Casi no tiene fotos, sus páginas no son brillantes y no hablan de moda ni de tendencias ni de deportes. Para colmo, su fetiche de portada es un dandy snob de galera que con aire displicente observa con su monóculo una bella mariposa. Nada más fuera de nuestro tiempo. Sin embargo, The New Yorker ha conseguido sobrevivir a guerras y vendavales económicos, a la crisis de los medios y a la avalancha digital. A sus 100 años sigue vendiéndose en papel, su edición digital cuenta con 1,3 millones de suscriptores y ha recibido 11 premios Pulitzer desde que en 2014 se incluyó la categoría de revistas.

    ¿Cómo lo hace? No lo sé, esa es la pregunta del millón, pero somos libres para especular y decir que The New Yorker es una revista en la que las esencias valen más que las apariencias. No busca venderte nada —es más, casi no tiene anuncios—, en sus páginas solo se cuentan historias y en ellas reinan los artistas en una mezcla inusual de escritores, ilustradores gráficos y periodistas. El corazón es su contenido y su sistema nervioso son sus portadas. Fue así desde el principio, desde aquel 21 de febrero de 1925 en el que salió a las calles casi como un suicidio comercial. Y lo digo así porque aquello fue un extraño abanico cargado de sátira y humor que buscaba reflejar los matices culturales de la cosmopolita Nueva York. El tono lo dio su primera portada con el desenfadado snob de galera, obra del ilustrador Rea Irvin, personaje que fue cobrando vida propia y hasta tiene nombre y apellido. Se llama Eustace Tilley y está inspirado en el decimonónico conde Alfred d’Orsay, un aristócrata francés reconocido por su elegancia y su amistad con lord Byron. Irvin fue también el creador de la refinada tipografía del nombre y de los títulos y fue el autor de 169 portadas, todas mordaces, pero su Mr. Tilley fue único. Por eso, en cada aniversario regresa a la tapa en reinterpretaciones que lo transforman y travisten, y así ha sido mujer, gay, negro, hippy, punk; su monóculo se ha convertido en smartphone y hasta le ha pedido prestado rostro a Vladímir Putin.

    Fiel a su tradición, las portadas de The New Yorker suelen ser autónomas a su contenido, hablan por sí mismas —al mismo nivel que las palabras— y nunca son fotografías; quizás por eso, han podido llevar la realidad al límite de la ironía. Es el caso de la del 3 de marzo de este año, obra del multipremiado Barry Blitt en la que se ve a los padres fundadores de la democracia expulsados de la Casa Blanca cargando las cajas con sus enseres de escritorio. Ni que hablar de la portada del 11 de setiembre, más conocida como “la portada negra”, obra de Françoise Mouly, editora de arte de la revista desde 1993, y su célebre esposo Art Spiegelman, dibujante y rey del cómic. Si tuviera que definirla, diría que esa tapa es un Rothko; toda la superficie parece a primera vista totalmente negra, pero al fijar la mirada se revelan las siluetas fantasmales de las torres, a la manera de los efectos plásticos del gran pintor expresionista Mark Rothko.

    La iconicidad de sus portadas compite en calidad con sus textos y sus autores, muchos de los cuales eran aún desconocidos cuando publicaron en la revista. Es el caso de Vladímir Nabokov, quien antes de la publicación de Lolita en 1955 sobrevivió con sus colaboraciones semanales. Imposible no recordar que en 1963 The New Yorker publicó en cinco entregas el reportaje de Hannah Arendt sobre el juicio de Eichmann, el mismo que alumbró el concepto filosófico de “la banalidad del mal”. O que en 1965 publicó también por entregas A sangre fría de Truman Capote y la lista podría seguir con nombres de la talla de George Steiner, J.D. Salinger, Norman Mailer, Raymond Carver, Susan Sontag, Woody Allen, Alice Munro y, no olvidemos, las maravillosas notas autobiográficas de Jorge Luis Borges, dictadas en inglés en los años 70 a Norman Thomas di Giovanni.

    A lo largo de estos 100 años, The New Yorker tuvo muchos altibajos y no menos críticas, como cuando Tom Wolfe calificó a sus integrantes de “las momias de la calle 43”. Pero ese es precisamente el punto, cuando se apuesta a los artistas la clave es la inclemencia y, cuanto más cambia el mundo que nos rodea, más valor tienen sus afiladas miradas.