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    El justo equilibrio

    Terminar con los premios consuelo, con los juntavotos que utilizan el Estado solo para beneficio propio o de su grupo y con los que son designados al frente de cientos o miles de funcionarios públicos y no saben ni de qué se trata lo que tienen que hacer sería toda una revolución

    Director Periodístico de Búsqueda

    Son tiempos de anuncios. Una vez cada cinco años, cuando se dispone a asumir un nuevo gobierno después de ganar las elecciones nacionales, la atención pública se centra en los nombres que empiezan a circular como eventuales integrantes del futuro gabinete ministerial. También se manejan otros como posibles responsables de la conducción de las principales empresas públicas o de otros lugares considerados claves en la estructura estatal.

    Los presidentes suelen tomarse un tiempo para definir quiénes serán sus secretarios de Estado, y el caso de Yamandú Orsi no es la excepción. Orsi adelantó durante la campaña electoral solo al que será su ministro de Economía: Gabriel Oddone. Cinco años antes, el actual mandatario Luis Lacalle Pou había anticipado tres ministros: Azucena Arbeleche (Economía), Pablo da Silveira (Educación) y Pablo Bartol (Desarrollo Social).

    Igual, esos anticipos son solo pequeñas muestras de lo que puede llegar a venir, movimientos electorales para dar determinadas certezas a los votantes en algunas áreas centrales. El grueso de los nombramientos llega después y con ellos la primera señal importante de lo que podemos esperar del futuro gobierno.

    En todos los gabinetes desde la restauración democrática hace cuatro décadas hasta ahora, la gran mayoría de los cargos fueron para dirigentes políticos que habían tenido un rol protagónico en las anteriores elecciones. Algunos más y otros menos, pero todos eligieron a políticos por encima de técnicos. Y durante ese lapso gobernaron blancos, colorados y frenteamplistas, a veces en soledad y a veces mediante alianzas o en coalición.

    La próxima administración no parece que vaya a ser la excepción, por lo menos por lo que se conoce hasta ahora. De todas formas, todavía está por verse cuánto espacio otorga el presidente electo a los políticos y cuánto a los técnicos en los lugares de decisión más importantes dentro del Estado. Eso dice mucho también de la forma en la que el Poder Ejecutivo de turno concibe la administración pública.

    Porque es lógico que muchos ministros (o casi todos) sean políticos. Para poner un ejemplo, durante el primer gobierno del Frente Amplio, encabezado por Tabaré Vázquez, la opción elegida por el presidente fue nombrar como ministros a los principales líderes de los distintos sectores de la coalición de izquierda. Fue la manera que encontró de equilibrar las fuerzas internas de su colectividad política para poder gobernar mejor.

    Los dos mandatos siguientes del Frente Amplio, el primero encabezado por José Mujica y el segundo otra vez por Vázquez, adoptaron caminos distintos en la conformación del gabinete. Mujica eligió principalmente a dirigentes políticos representativos de los sectores mayoritarios pero puso de viceministros a integrantes de otros grupos como forma de que se controlaran entre ellos. Vázquez optó por repetir muchos de los que habían sido sus ministros y que eran de su confianza, generando muy pocos cambios y un poco de fastidio al final del mandato. Lacalle Pou debió contemplar a todos sus socios de la coalición republicana y también dio espacio a algunos ministros por fuera del sistema político. A los que ya había anunciado en la campaña, Arbeleche, Da Silveira y Bartol, sumó a Omar Paganini, un ejemplo de cómo da buenos resultados recurrir al talento y no solo a la cantidad de votos.

    Más allá de esas cuestiones lógicas de estrategia política, que cada gobierno define a su mejor saber y entender, es evidente que adoptar una actitud pragmática y apostar por la designación de las personas más preparadas para algunos de los puestos importantes puede hacer la diferencia. Ninguno de los anteriores gobiernos lo hizo a cabalidad. Lo intentaron, sí, pero de una forma tímida, no como si en cada una de las designaciones trascendentes se jugaran realmente la suerte y el futuro de ellos mismos y del país.

    Porque el éxito o fracaso de un gobierno se logra, además de por la actuación del presidente de la República o sus dirigentes más cercanos, por la capacidad que tenga de elegir bien a su equipo, de saber delegar y después de exigir determinados resultados. Eso se consigue colocando a los más talentosos junto con los que mejor manejan la comunicación pública y el liderazgo político y hacerlos trabajar de la mejor manera juntos.

    En definitiva, de eso se trata, del justo equilibrio entre los encargados de juntar los votos y los que saben cómo gerenciar grandes oficinas o empresas con miles de funcionarios, como existen en el Estado. Y todo esto debe incluso estar por encima de los partidos políticos y los sectores dominantes de turno.

    ¿El canciller tiene que ser un político? ¿Y el ministro del Interior? Probablemente. ¿El de Economía o el de Turismo? No necesariamente. ¿Y el presidente de Antel o el de UTE o el ministro de Industria? Definitivamente no. Eso es lo que podría establecerse con base en la lógica y el sentido común, pero hasta esas premisas pueden ser salteadas.

    Otro tema relacionado: el próximo será un gobierno sin mayoría parlamentaria, así que definitivamente tendrá que ser de diálogo. A su vez, muchos de los principales dirigentes políticos actuales, presidente incluido, son líderes emergentes, así que para ellos será fundamental trabajar en equipo. Esto implica contemplar a la oposición en la distribución de los cargos, especialmente intermedios, y pensar la nueva estructura gubernativa como un espacio de intercambio fluido, muy distinto a lo que se viene haciendo hasta ahora.

    Apostar al conjunto, incluir al adversario, planificar en función del equipo y no solo de las personas, distribuir más el poder y dejarles aunque sea una parte, pero importante, a los que más saben, ese es el camino que suena más lógico, aunque mucho les cueste recorrerlo a los políticos, en especial a los que asumen grandes responsabilidades.

    Terminar con los premios consuelo, con los juntavotos que utilizan el Estado solo para beneficio propio o de su grupo y con los que son designados al frente de cientos o miles de funcionarios públicos y no saben ni de qué se trata lo que tienen que hacer sería toda una revolución, lo que no ha ocurrido desde la restauración democrática hasta ahora.

    Hoy, las condiciones para hacerlo parecen ser las mejores. Lo que estaría faltando es primero la voluntad y después estar dispuestos a asumir los costos. Seguramente son mucho menores que los beneficios, pero para comprobarlo primero hay que hacerlo.