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    El orden del amor

    Columnista de Búsqueda

    En su libro Ordo amoris nos dice Max Scheler que San Agustín considera el surgimiento de la imagen y el conocimiento de un objeto no solo en el plano intelectual-sensual y no solo como resultado de la actividad del sujeto. Esto es en todo punto decisivo para la experiencia fenomenológica. Según Agustín, sostiene Scheler, en un acto emocional, especialmente en un acto de amor, hay una “reacción de respuesta del objeto mismo, dando por él, a quien se conoce a sí mismo, la autorrevelación del objeto, es decir, su verdadera autorrevelación”. Esta es, en un sentido específico, una cuestión de amor a la que el mundo responde, y solo en tal acto adquiere él mismo su existencia y valor pleno y definido. Scheler ve también el gran mérito de Agustín en el hecho de que en virtud de su mirada el conocimiento natural adquiere el carácter de revelación y se sumerge en profundidades metafísicas.

    “El amor humano es una variedad especial, una partícula de una fuerza universal que actúa en todas partes. El amor es siempre dinámico, es la formación y el crecimiento de las cosas en pleno apogeo” (connotaciones teístas especialmente en el período clásico). El amor humano en su esencia oculta es “amor imperfecto a Dios, como dormido en su lucha”, escribe en su libro sobre el orden del amor. Al ser una etapa en el camino del mundo hacia Dios, el amor es también un “aumento del valor de las cosas”. En el acto de amar, las personas, sin dejar de ser ellas mismas, pasan a participar de la existencia de otro ser y con ello amplían sus fronteras. Como “experiencia de contacto con el mundo”, el amor es el acto primario que excita el conocimiento y dirige la voluntad y, por tanto, es “la madre del espíritu y de la razón misma”. Determina la conexión entre la conciencia y el ser, la contemplación y el pensamiento y la actividad del espíritu humano. Fue en esto que el pensador vio el alto significado moral y metafísico del amor y sus leyes.

    Según Scheler, el hombre se distingue de los animales por el “espíritu” como principio extranatural de la personalidad, que introduce en el mundo patrones poéticos de orden superior y opone toda la esfera de lo físico y lo psicovital. Es como persona que el hombre es el centro de actos emocionales y valorativos superiores, el único ser en el universo que no es indiferente a las llamadas provenientes del “reino de los valores”. Como personalidad, una persona es ante todo ordo amoris, y este hecho, desde el punto de vista de Scheler, determina la esencial “cuestión de personalidad”. El ordo amoris se concibe como el núcleo más íntimo de la personalidad, como si fuera la principal “fórmula de valores” según la cual se desarrolla su vida espiritual y moral. “Como concentrado de vida espiritual”, cree Scheler, “ordo amoris tiene para el sujeto el mismo significado que la fórmula de un cristal para un cristal, porque abre las principales líneas de sentimientos que son para una persona como su espíritu, siendo más su núcleo que el intelecto y la voluntad”.

    En cuanto orden puro, el orden del amor establece jerarquías. Según Scheler, un signo esencial de la altura de un valor es el grado de su relatividad con respecto a la esfera de lo absoluto, dado directamente en el amor y el sentimiento, en las profundidades ocultas del espíritu humano. El valor absoluto de Dios es la base última de todos los valores, y la actitud hacia él es el criterio más alto de su jerarquía, en el que se asientan todas las demás dependencias esenciales dadas a priori que caracterizan el “reino de los valores”.

    Vivimos a condición de los valores, son nuestra relación con el mundo, con nuestros semejantes, con Dios. Dice Scheler en un momento magnífico de su libro: “El hombre está encerrado, como si fuera una ostra, en la clasificación particular de los valores y cualidades de valor más simples que representan el lado objetivo de su ordo amoris, valores que aún no han sido plasmados en cosas y bienes. Lleva este caparazón consigo a donde quiera que vaya y no puede escapar de él por muy rápido que corra. Percibe el mundo y a sí mismo a través de las ventanas que le permite su encierro, y no percibe más del mundo, de sí mismo ni de nada más que lo que estas ventanas le muestran, según su posición, tamaño y color. La estructura y el contenido total del entorno de cada hombre, que en última instancia está organizado según su estructura de valores, no vaga ni cambia, aunque él mismo vaga cada vez más en el espacio”.