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    El padre de la criatura

    Cuando Ridley Scott leyó el Necronomicon de H. R. Giger, de inmediato detectó el poder estremecedor de su imaginario; los ejecutivos de la Fox se opusieron, pero entre ambos les torcieron el brazo y las estrellas se alinearon para hacer historia con el alien creado por Hans Ruedi Giger

    Columnista de Búsqueda

    Fui al cine a ver el alien de Fede Álvarez. Fui porque quería ver a nuestro uruguayo en Hollywood y porque soy de la generación que vio el alien de Ridley Scott hace 44 años y quedó sin habla. La recompensa fue una película (Alien: Romulus) que se suma con respeto y comodidad a la saga, superando el estándar de una franquicia que va en la novena entrega; ha contado con varios directores-estrella y, mal que les pese, no siempre han dado la talla.

    Llegué a casa y no pude reprimir el impulso de buscar en una aplicación el alien original, el de Scott (Alien: el octavo pasajero, 1979) y me atreví a adentrarme en el túnel del tiempo. Ya no tenía 15 años sino casi 60, ya no estaba en la platea del Cine Trocadero, sino en el sillón de mi casa. Sin embargo, todo seguía tan aterrador como en 1980. Volví a sentir el pánico claustrofóbico en la nave Nostromo, la poderosa energía de la teniente Ellen Ripley en la piel de la magistral Sigourney Weaver y, por supuesto, volví a quedarme sin habla ante el alien del gran maestro del realismo fantástico: H. R. Giger.

    Nada más simple que la trama: siete tripulantes de una nave espacial se desvían en su regreso a la Tierra respondiendo a un llamado de auxilio. El mensaje era en realidad una advertencia para que no tomaran contacto con quien a la postre se convertiría en el octavo pasajero. La adrenalina que genera la presencia-ausencia del xenomorfo, nombre oficial de la criatura extraterrestre, sigue intacta y sus contadas apariciones dejan a los efectos especiales de hoy en mero cotillón para adictos al vértigo superfluo. Es que esta es una película en la que el arte toma el timón estético; Giger no solo imaginó, dibujó y creó físicamente el alien, sino que su obra fue la inspiración para gran parte de la atmósfera oscura y aterradora del diseño escenográfico.

    Para mediados de los años 70, H. R. Giger tenía en su haber una sólida carrera como dibujante, ilustrador, escultor y diseñador con exposiciones en Zurich, Berlín y Viena, varias publicaciones y hasta una colaboración en el diseño del frustrado film Dune del director Alejandro Jodorowsky. El delirante proyecto del chileno contaba con la adaptación de Dan O’Bannon, el guion de Jean Giraud (alias Moebius), la música de Pink Floyd y la actuación de Salvador Dalí, entre otras luminarias. Fue precisamente a través de Dalí que Giger se integró a la que sería una de las más recordadas no-películas de la historia.

    La cuestión es que su reputación seguía siendo la de un artista de culto, hasta que en 1977 durante la preproducción de Alien: el octavo pasajero O’Bannon, que era su guionista, entró en acción. Es que tras conocer la obra de Giger en la frustrada Dune, prácticamente había escrito la historia con sus imágenes en la cabeza. No lo dudó, le mostró a Scott el libro Necronomicon de H. R. Giger y este de inmediato detectó el poder estremecedor del imaginario de Giger. Los ejecutivos de la Fox se opusieron, pero entre ambos les torcieron el brazo y las estrellas se alinearon para hacer historia.

    Hans Ruedi Giger había nacido en 1940 en la alpina ciudad de Chur, capital del cantón suizo de los Girones. Se había formado en la Escuela de Artes Aplicadas de Zurich y tras un breve pasaje como diseñador su carrera artística comenzó a tomar fuerza. Dotado de un virtuosismo asombroso —sobre todo en el uso del aerógrafo—, Giger fue perfeccionando un estilo propio, dominado por una imaginación desbordante de aire fantástico y fuerte acento surrealista. Su iconografía humanoide es intimidante y perturbadora, orgánica, mecanicista y erótica a un mismo tiempo; un universo poblado de seres tan repulsivos como atractivamente bellos. Un tándem de opuestos que es tradición milenaria en la historia del arte, desde la etrusca Quimera del siglo V antes de Cristo hasta las bestias fantásticas de la Edad Media, desde Brueghel hasta Doré, Füssli, Bacon, y la lista podría seguir. Las criaturas de Giger penetran en nuestra psiquis por el poder de su técnica realista y por la fuerza de su doble naturaleza biológica y tecnológica. Sus curvas sensuales, sus formas eróticas y sus texturas aceradas y viscosas son una visión disonante que repudia lo evidente y trasciende nuestros sentidos para volverse pesadilla, confirmando, una vez más, que la atracción por lo subconsciente puede ser una categoría visual tan rotunda como escurridiza.

    Para 1980 Giger era una celebridad, había ganado el Oscar por los efectos especiales de Alien y su obra tenía una popularidad inconcebible. Mas en lugar de comprarse una mansión en Hollywood se compró un castillo medieval en el cantón suizo de Friburgo, en la aldea de Gruyères. Así nació el Museo Giger, para el que diseñó un laberinto de salas en las que se exhiben sus pinturas, esculturas y muebles y donde reina cual amo y señor su alien. El mismo que a más de cuatro décadas sigue aterrándonos como el primer día.