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    El peso del Estado y el letargo

    Columnista de Búsqueda

    Es imposible captar el significado de la idea de moneda sana si uno no percibe que fue diseñada como un instrumento para la protección de las libertades civiles frente a los avances despóticos por parte del Estado. Ideológicamente pertenece a la misma clase que las constituciones políticas y las declaraciones de derechos.

    Ludwig von Mises

    El crecimiento del Estado, que pasó de consumir típicamente menos de 10% del Producto Bruto Interno (PBI) a principios del siglo XX a casi 50% actualmente, hubiera sido imposible sin la estatización del sistema monetario internacional y los cambios consiguientes de la industria bancaria y financiera.

    El Estado tiene cuatro formas de financiar el gasto: los impuestos, el endeudamiento, la venta de activos y la inflación. La primera, por ser explícita, es la más difícil una vez que la carga fiscal sobre los contribuyentes se ha vuelto considerable. El endeudamiento es más fácil desde el punto de político porque el gasto de hoy se financia con los impuestos que se recaudarán en el futuro. La venta de activos es una forma de financiamiento limitada, ya que no son muchos los activos que posee el Estado. Finalmente, la inflación resulta el más fácil desde el punto de vista político por tratarse de un impuesto que no requiere aprobación parlamentaria. Sin embargo, es la más regresiva de las formas de financiamiento porque recae especialmente sobre las personas de menores ingresos. En el caso uruguayo, se debe agregar como forma de financiamiento: los ingresos de las empresas estatales que superan los costos razonables y lo necesario para mantener el capital invertido.

    Durante el apogeo del liberalismo, el sistema monetario estaba basado en la moneda que se impuso tras siglos de evolución de las sociedades: el oro. El oro aseguraba una muy baja inflación, ya que la cantidad producida anualmente era normalmente inferior al 2% de su stock total. En realidad, dados los avances de la productividad promovidos por la libre empresa, los precios de los bienes de consumo bajaron levemente durante el último cuarto del siglo XIX. Los Estados no podían usar la inflación como forma de financiamiento porque no controlaban la emisión de dinero. Esto cambia con la aparición de la banca central monopólica, por ejemplo, en Inglaterra a mediados del siglo XIX y con más fuerza a partir de principios del siglo XX. Hoy, la inflación es la forma de financiamiento por excelencia si uno analiza los balances de la Reserva Federal de Estados Unidos y los principales bancos centrales.

    En el sistema del Patrón Oro, cada país tenía sus propias monedas físicas con distintos tamaños y peso de oro, y los billetes se emitían por el sistema bancario y debían ser convertibles en oro físico. El sistema tenía en dicha convertibilidad una válvula de ajuste automático frente a los desequilibrios creados por la expansión del crédito bancario sin respaldo en ahorros previamente depositados. La expansión del crédito llevaba a un déficit de balanza comercial que generaba una salida de dinero convertible. Al ser convertido a oro, el sistema bancario perdía reservas y aumentaban los riesgos de liquidez y solvencia del sistema. Para corregir la situación, el sistema debía contraer ahora el crédito. Bajo este sistema existía una especie de regla de oro: el total del crédito al Estado, a las empresas y a las familias no superaba 150% del PBI en forma agregada. Este límite se hace a un lado en los períodos de inconvertibilidad a partir de la Primera Guerra Mundial y es eliminado en forma definitiva a partir del 15 de agosto de 1971, cuando termina el sistema de Bretton Woods que regía desde fines de la Segunda Guerra Mundial.

    La regla de oro quedó pulverizada y, hoy en día, el crédito agregado, usando a Estados Unidos como ejemplo, está alrededor de 350% del PBI. Tanto el Fondo Monetario Internacional (FMI) como el Banco de Pagos Internacionales (BIS, por sus siglas en inglés) han advertido recientemente sobre los peligros de estos niveles de deuda y, si el pasado sirve de guía, ante las dificultades para colocar más deuda se recurrirá a la inflación como forma de licuarla y llevarla a niveles más manejables.

    El déficit fiscal de los Estados Unidos está rondando los US$ 2.000.000.000.000. El PBI mundial de US$ 100.000.000.000.000 (redondeando) crece en términos nominales al 5%. Esto quiere decir que 40% del crecimiento del PBI mundial será absorbido para financiar el déficit fiscal de los Estados Unidos. El efecto será un aumento del dólar que llevará a los bancos centrales a liquidar activos de reserva en dólares. Esta dinámica agrava el problema, y, ante el dilema entre defender el mercado de bonos o la moneda, Estados Unidos elegirá el mercado de bonos.

    Este panorama debería encender alarmas en Uruguay, ya que será más difícil obtener financiamiento y, de obtenerse, será a tasas más altas. El Banco Central también debería tener en cuenta la posible depreciación del dólar frente a otras alternativas de reserva y en especial frente al precio de nuestras importaciones esenciales.

    Todos estos signos indican que el actual sistema está llegando al límite de su capacidad para financiar el crecimiento del Estado. Este es el verdadero problema. Un Estado tan grande deja de atender las funciones básicas correctamente y genera una enorme cantidad de intereses en su seno, cuyo impulso natural es a seguir creciendo en términos de funciones y presupuesto. Su peso sobre la sociedad la vuelve letárgica, y la tasa de crecimiento lo evidencia.

    Para poder atraer inversiones, el Estado tiene que ofrecer exenciones fiscales y desregulación que no ofrece al empresario local. La sociedad uruguaya está atrapada en un juego de resultado moderadamente negativo, pero en equilibrio de Nash (en teoría de los juegos, cuando ningún participante en el juego tiene incentivos para cambiar su estrategia dadas las estrategias de los demás participantes). El desafío es romper ese equilibrio perverso para que Uruguay vuelva a crecer a tasas que permitan ocupar a todos, hacer crecer la inversión y, con ella, el salario real y atender adecuadamente los fines básicos del Estado. Esto no será posible sin una disminución sustancial del peso del Estado sobre la sociedad.