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Más de una vez me he preguntado por qué todos los políticos de todas partes se desesperan por estar en el centro, por apiñarse a los codazos en un punto en el que se oscurecen todas las diferencias y quedan mezclados en un único y excluyente discurso
El mito de la igualdad ha suscitado tanto o más daño que la creencia en la planicie de la Tierra. Desde Tiberio Graco hasta Rousseau y Marx se ha ido formando una pléyade de interventores y planificadores estatales que dieron por resultado cierto, en todos los casos, la desnaturalización de las funciones de gobierno y de los fines de la legislación. En efecto, pretendiendo ser consustancial a la persona lo de revistar igual a sus semejantes, se ha emitido sin parar la moneda falsa de la justicia como requisito de la legislación en materia económica. Esta confusión de fuente ideológica traspasó a los pensadores hasta somatizarse en los cuerpos de todos los sistemas políticos contemporáneos al punto tal que hoy luce como casi un delito cuestionar la pertinencia de tal dislate. Más de una vez me he preguntado por qué todos los políticos de todas partes se desesperan por estar en el centro, por apiñarse a los codazos en un punto en el que se oscurecen todas las diferencias y quedan mezclados en un único y excluyente discurso, aunque la respuesta siempre la tuve a la vista: se trata de la fábula de la igualdad, el relato de tonos pastel de una sociedad donde el Estado virtuoso hace justicia con la misma idoneidad con la que un artista como Turner pinta un agonizante atardecer o un grupo de ingenieros levanta el puente de Brooklyn, es decir, conociendo profundamente su giro profesional y teniendo derecho y capacidad para hacerlo. Solo que hay un detalle: no es lo mismo recrear la naturaleza o hacerla más asequible, que violentarla. Esto último es lo que hacen los parlamentos y los gobiernos cuando abusan de su poder para ir contra el derecho de las personas.
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Lo expresa con insolente claridad Bastiat en uno de los memorables pasajes de La Loi, en los que aborda precisamente la inmoral desmesura de las legislaciones en uso:
“El saqueo legal tiene dos raíces: una de ellas, como he dicho anteriormente, es la codicia humana; la otra es la filantropía falsa (…). Cuando una parte de la riqueza se transfiere de la persona que la posee —sin su consentimiento y sin remuneración, y ya sea a la fuerza o por fraude— a cualquiera que no la posea, entonces yo digo que la propiedad ha sido violada; que se ha cometido un acto de saqueo. Yo digo que tal acto es exactamente lo que la ley se supone que suprima, siempre y en todas partes. Cuando la misma ley comete este acto que se supone que suprima, yo digo que aún se comete saqueo, y agrego que, desde el punto de vista de la sociedad y el bienestar, esta agresión en contra de los derechos es todavía peor. En este caso del saqueo legal, sin embargo, la persona que recibe los beneficios no es el autor del acto de saqueo. La culpabilidad por este saqueo legal yace en la ley, el legislador, y la sociedad misma. Ahí es donde está el peligro político. (…) No dudamos la sinceridad de aquellos que defienden el proteccionismo, el socialismo, y el comunismo. Un espíritu político o miedo político debe ejercer influencia sobre el escritor que haga eso. Les señalo, sin embargo, que el proteccionismo, el socialismo, y el comunismo son básicamente la misma planta en tres etapas diferentes de crecimiento. Lo único que se puede decir es que el saqueo legal es más obvio en el comunismo porque éste es saqueo completo; y en el proteccionismo porque el saqueo está limitado a ciertos grupos e industrias. Entonces, pues, de los tres sistemas, el socialismo es el más vago, el más indecisivo, y, consecuentemente, es la etapa más sincera de la evolución”.
La creatividad puesta al servicio del mal ha discernido diversos instrumentos para organizar y darle respetabilidad al expolio; solo con la mención de algunos de ellos entenderemos cuán cerca estamos de figurar en la situación irrecuperable de la víctima y, por ende, cuán lejos de la verdadera esfera de la libertad y de la plenitud de los derechos individuales: reglamentos que estropean la competencia, control de precios y salarios, impuestos, redistribuciones, subvenciones, prohibiciones, censuras, políticas aduaneras, restricciones de mercaderías, operaciones comerciales del Estado. Cada uno de estos elementos, y todos en su conjunto, son los clavos de la cruz en la que las personas son diariamente condenadas en nombre de la igualdad y de la justicia social, dos eufemismos de la grosera opresión con los que la moderna política paga a los indefensos ciudadanos que la sostienen.