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    El ‘scroll’ infinito

    Hablamos con la gente y miramos el aparato de reojo; en los ómnibus, en las salas de espera, hasta en los bancos de los parques ya no se ven los ojos de las personas: estamos inclinados sobre nuestros móviles, pendientes de…, ¿de qué, exactamente?

    Columnista de Búsqueda

    Esta semana me resulta particularmente difícil decidir sobre qué voy a escribir, más por exceso que por defecto. Sí, ya sé, las dudas y los bloqueos sobre la hoja en blanco no son una opción: la literatura uruguaya ya ha dado cátedra mundial sobre el tema. Entonces, tengo que decidirme y hacerlo rápido porque el jueves avanza en el calendario. Leo en el teléfono y trato de seleccionar, escroleo y escroleo noticias: el increíble tablado de Donald Trump, Volodímir Zelenski y James Vance; fotos de la toma de posesión de Yamandú Orsi; el inminente nacimiento del estado druso (seguro que no va a ser muy abordado); el castigo de los Premios Oscar a Karla Sofía Gascón. Hoy es un día de esos en que nada me mueve el emocionómetro.

    Celular en mano, rechazo posibilidades y paso pantallas, ¿buscando qué? Un video con una receta sin gluten y sin azúcar; la foto de un famoso haciendo tirolesa; el meme sobre un archifamoso que no identifico; una noticia de esta guerra, otra noticia de otra guerra: la red social me advierte que contienen escenas que pueden herir mi sensibilidad. No, hoy no quiero herir mi sensibilidad, paso. Next!

    Hace rato que ya ni sé qué busco, entré en el scroll infinito, en la técnica de diseño web que permite continuar viendo contenido sin interrupciones desplazándonos hacia abajo en una página. Y ese hábito, el de deslizar el dedo por la pantalla buscando más, forma parte de la vida cotidiana de todos nosotros. A veces lo hacemos por unos segundos mientras viajamos en un ascensor o de pie esperando que nos atiendan frente a un mostrador, a veces lo hacemos durante horas antes de dormir o mientras viajamos. Hablamos con la gente y miramos el aparato de reojo; en los ómnibus, en las salas de espera, hasta en los bancos de los parques ya no se ven los ojos de las personas: estamos inclinados sobre nuestros móviles, pendientes de…, ¿de qué, exactamente?

    Dicen que es un mecanismo evolutivo, que los seres humanos estamos diseñados para querer saber qué está sucediendo, y que el celular y las redes están pensados para darnos eso que queremos. Éilish Duke, profesora sénior de psicología en la Universidad de Leeds Beckett, explica que el impulso de agarrar el móvil y hacer scrolling es automático, un hábito del que no somos del todo conscientes. Señala que la búsqueda de la novedad y el placer están relacionados y que nuestro cerebro reacciona ante la recompensa: busca la novedad, porque con ella se desatará el próximo golpe de placer. Así, los niveles de dopamina se disparan justo antes de encontrar la recompensa y caen abruptamente después de recibirla. Cualquier parecido con una droga es mera coincidencia.

    Hoy me enteré de que este mes usé el teléfono 2,23 horas más que el mes anterior. Y qué hice, me pregunto. No recuerdo nada en especial, un poco de redes sociales para ver las noticias (¿antes no entraba en los medios de prensa directamente?), listas de correos electrónicos, asuntos que Google decidió que me interesarían (¿antes no los buscaba yo misma?). Sí, 2,23 horas más que el mes anterior, se me hace un nudo en el estómago pensando en toda la vida que perdí.

    El ingeniero y diseñador Aza Raskin es el culpable de todo. Fue el inventor del scroll infinito o navegación persistente, el acto de deslizar las pantallas; después, cuando se demostró que esa simple acción había cambiado los hábitos de millones de personas que convirtieron el uso de las redes sociales en una adicción, declaró haberse arrepentido. Raskin hizo cálculos del impacto de su invento y descubrió que pasamos un 50% más de tiempo que si no existiera este patrón de interacción. Pero cuando lo advirtió ya era tarde, y estábamos todos dándole al dedito, derecha-izquierda, arriba-abajo, porque escrolear, o to scroll en inglés, se trata de eso, y es la operación paradigmática o estrella de relación con las redes sociales.

    Kim van Sparrentak, que desarrolló un reporte sobre la necesidad de combatir el diseño adictivo de los smartphones para el Parlamento Europeo, nos da malas noticias: “No hay autodisciplina que pueda superar el diseño adictivo al que todos estamos sujetos hoy. El uso problemático de los teléfonos inteligentes afecta a la capacidad de atención y al desarrollo del cerebro desde una edad temprana. Este es uno de los desafíos de nuestro tiempo. Si no intervenimos ahora, esto tendrá un enorme impacto en las generaciones venideras”.

    Los expertos dan consejos sobre cómo manejar estos impulsos primarios, nada que uno no pueda imaginar, pero conviene repasarlos: planificar tiempos lejos de la pantalla, establecer reglas de no uso en determinadas circunstancias (tiempo de comidas, de ejercicio); interactuar con el mundo físico y leer libros en papel o usar relojes analógicos; tratar de ser conscientes del impulso; relacionarnos con él de la mejor forma posible (no sé muy bien qué significa esto, creo recordar que cuando dejé de fumar hice exactamente lo contrario: intenté relacionarme de la peor manera posible con el cigarrillo, de detestarlo; pero yo no soy coach de nada).

    Cuando apareció el scroll infinito en las redes nadie le prestó demasiada atención, nadie pensó en la inflexión que iba a resultar de ese pequeño cambio, ni siquiera su inventor. Lo que fue concebido para evitar interrupciones, con la finalidad de brindar una experiencia continua y fluida al usuario, se ha convertido en un infierno que nos expone a una sobrecarga de información, a enormes pérdidas de tiempo y, por supuesto, a una potencial adicción.

    Algunos se inclinan por lo fácil, por la receta de siempre: echar mano de las prohibiciones y salvarnos del mal. En esa línea parecen encaminarse algunas opiniones dentro de la Unión Europea, por ejemplo. Seguramente deberán tomarse medidas para proteger a los más vulnerables, niños y jóvenes, pensar en una educación tendiente al consumo responsable de las tecnologías.

    Pero, vamos, yo soy adulta, no me gustan las limitaciones a mi libertad de elegir en qué pierdo mi tiempo, ¿y qué si paso la tarde divagando sobre qué escribo, si Orsi o Trump, si Karla Sofía Gascón o el propio escroleo? A estas alturas nadie niega que esto, la navegación persistente, sea una fuente de dopamina, pero es una fuente más entre tantas otras: las redes sociales, la comida, el consumo de alcohol o tabaco o pornografía. Las adicciones siempre tendrán el alimento asegurado porque nosotros, al final, solo somos una cascada de reacciones químicas con conciencia.