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    Encuestas, pronósticos, probabilidades

    Una cosa es usar datos de intención de voto para realizar ejercicios prospectivos y otra muy diferente es asumir que esos datos por sí solos constituyen un pronóstico

    Colaborador de Búsqueda

    Desde hace al menos 35 años, las encuestas de opinión pública constituyen una herramienta central de información y toma de decisiones en los ciclos electorales del país. Además, gracias a los fructíferos intercambios entre periodistas y consultores de opinión pública, han mejorado notablemente el modo de comunicar sus resultados, sus fortalezas y sus limitaciones. Sin embargo, en este ciclo electoral, quedaron en evidencia algunas oportunidades de mejora en lo que refiere a la interpretación, la difusión y la utilización pública de las encuestas.

    Un primer problema relevante es que todavía es extendida la concepción de que una encuesta de intención de voto equivale a un pronóstico electoral. Esta falsa equivalencia es particularmente utilizada al referirse a las encuestas realizadas en fechas cercanas a la elección de interés. Una simple búsqueda de prensa por Internet revela que muchos análisis periodísticos realizan aseveraciones del tipo: “Las encuestas pronostican que…”, reproduciendo un problema también muy presente en el conjunto de la ciudadanía.

    Stricto sensu, las encuestas son fotografías del ayer, algunas más nítidas, otras más borrosas, según la calidad de la “cámara” (es decir, de los métodos y decisiones técnicas empleados para relevar la información). Por sí solos, por tanto, los números de intención de voto de una encuesta únicamente informan de un estado de la opinión pública en determinado punto del pasado, un estado que puede o no coincidir con el existente el día de la votación.

    Al mismo tiempo, las encuestas pueden ser un insumo valioso para calcular probabilidades de ocurrencia de diferentes eventos futuros. En los Estados Unidos, por ejemplo, son habituales los análisis estadísticos que calculan las chances de victoria de los diferentes candidatos en las primarias partidarias y en las elecciones presidenciales, usando como fuente principal el conjunto de encuestas de opinión pública disponibles. Sin embargo, lo que nunca debe perderse de vista es que para predecir primero es necesario analizar e interpretar los datos sobre los que uno basará su predicción. Es decir, son las personas (sean analistas políticos, periodistas, políticos o simples ciudadanos) quienes a partir del análisis de las encuestas realizan sus pronósticos electorales.

    La clave, entonces, es enfatizar que una cosa es usar datos de intención de voto para realizar ejercicios prospectivos y otra muy diferente es asumir que esos datos por sí solos constituyen un pronóstico. La prueba más fehaciente de que los datos (y por tanto las encuestas) no tienen boca propia es que a partir de ciertas cifras de intención de voto a veces se realizan pronósticos diferentes. Pensemos en un ejemplo ficticio pero familiar. Imaginemos un plebiscito que a pocos días de la elección tiene un 55% de intención de voto. Para algunos, este dato podría indicar perspectivas altas de aprobación, en la medida que la intención de voto supera el umbral requerido. Para otros, en cambio, esta cifra podría ser interpretada como indicativa de mayores probabilidades de fracaso que de éxito de la iniciativa bajo el argumento de que muchos electores olvidan ensobrar la papeleta del plebiscito si la misma no viene incluida con la lista de su partido.

    Quizá parte de la confusión surgida tenga que ver con el doble rol de quienes nos desempeñamos simultáneamente como encuestadores y analistas políticos. Como encuestadores, nuestro objetivo debe ser presentar información lo más confiable y representativa posible sobre el estado de la opinión pública durante el período de medición. Como analistas, en cambio, nuestra función se extiende también al análisis prospectivo: presentar los escenarios más probables de ocurrencia de distintos eventos políticos en función de la información disponible. Para esta segunda función, dicho sea, las encuestas no son la única fuente de datos disponible. Para los análisis prospectivos, también tienen sumo valor los estudios cualitativos, los patrones de votación en ciclos anteriores y los indicadores económicos, entre otros.

    La conclusión precedente se entronca con otra muy relevante: cuando el resultado de una elección diverge de los datos de una encuesta cercana a la misma, esto no significa necesariamente que “la encuesta se equivocó en su pronóstico”. Naturalmente, si una encuesta mostrara a 48 horas de una elección 15 puntos de ventaja para un candidato y luego este candidato fuera derrotado por 15 puntos, se trataría de una medición muy mal realizada, puesto que es irrealista suponer un cambio de preferencias electorales de tal magnitud en tan corto período de tiempo. Pensemos, sin embargo, en escenarios más complejos. Luego del balotaje de 2019, se asumió que las encuestas no reflejaron correctamente el clima de opinión pública existente porque mostraron, antes del comienzo de la veda, una diferencia de Lacalle Pou sobre Martínez superior a la que finalmente se reflejó en las urnas. Sin embargo, los datos de opinión pública relevados durante la veda en aquel entonces son consistentes con la hipótesis de que en los días previos a la elección hubo un corrimiento del electorado en favor de Martínez, que achicó la diferencia con su par nacionalista, aunque sin que se alterase el ganador. Este es un buen ejemplo para ilustrar lo problemático e injusto que resulta exigir a las encuestas que sean un pronóstico quirúrgico del resultado de una elección.

    El segundo punto que quisiera abordar tiene que ver con la noción de probabilidad. Creo que es necesario y saludable en cada análisis prospectivo insistir en su naturaleza probabilística. Se trata, en otras palabras, de convertir algunas preguntas “binarias” en preguntas probabilísticas. En lugar de utilizar los datos de una encuesta para intentar responder contundentemente quién ganará una elección, el objetivo debería ser más humilde pero más preciso: determinar quiénes tienen mayores y quienes tienen menores probabilidades de triunfo y, si fuera posible, establecer cuáles son exactamente esas probabilidades diferenciales. A simple vista, este cambio de chip parece tan solo un matiz. Sin embargo, si nos detenemos en las implicancias, comprenderemos que se trata de un ajuste decisivo. Solo cuando se piensa en forma probabilística, se visualiza que asignar a un candidato mejores probabilidades de ganar una elección no es lo mismo que pronosticarlo como seguro ganador.

    Pensemos en el reciente balotaje. Vistos los resultados de la primera vuelta y los datos por entonces disponibles: ¿quién era el más probable ganador? Desde Opción, nuestra respuesta fue continuamente que la fórmula Orsi-Cosse tenía probabilidades bastante superiores de triunfo que la fórmula Delgado-Ripoll, sin que por ello el resultado estuviera “cantado”. Es decir, la victoria de Orsi era el escenario más probable, pero la victoria de Delgado no era un escenario imposible o impensable.

    En el ámbito deportivo, estamos muy habituados a pensar probabilísticamente. Les asignamos continuamente mejores chances a Peñarol y Nacional cuando enfrentan al resto de los equipos uruguayos y así lo hacen también las casas de apuestas deportivas, cuyo negocio justamente consiste en estimar mejor las probabilidades de ocurrencia de un evento que el conjunto de los apostadores. Al mismo tiempo, estamos preparados para, de vez en cuando, asistir a un resultado deportivo inusual. En política, cuando realizamos ejercicios prospectivos, deberíamos pensar de este mismo modo y asumir que en muchas situaciones los escenarios raramente son de probabilidad nula versus probabilidad perfecta de ocurrencia. Al mismo tiempo, siempre debemos tomar en cuenta que las probabilidades en política son dinámicas. Así como en el fútbol las chances de los equipos cambian en función de una lesión o de una tarjeta roja, en política las chances de los candidatos pueden mejorar o empeorar en función de las novedades de la coyuntura, algo que las series de intención de voto de las encuestas habitualmente se encargan de mostrar.

    Si pensamos probabilísticamente, estaremos mejor equipados para usar, interpretar y divulgar apropiadamente los datos de las encuestas. Y, en relación específicamente con el rol prospectivo de las encuestas, debemos abandonar por completo la noción de que son o pretenden ser pronósticos de un evento electoral. Dar este paso implica estar en condiciones de aprovechar a las encuestas en su justa dimensión: como un insumo relevante para estimar qué eventos políticos de interés tienen mayor y menor probabilidad de ocurrencia.