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Es como si las herramientas que nos dimos para expulsar a la religión de nuestro espacio común y tratar de acceder de manera analítica a los hechos (ciencia, periodismo, etc.) las hubiéramos marinado en una salsa ideológica tan espesa y condimentada que les haya hecho perder su utilidad; y eso solo tiene un beneficiario: el statu quo
El bombardeo es constante. Cada ciudadano es, o puede ser, una usina de ruido o de información, depende de sus intenciones. O, directamente, de la posibilidad de tomar distancia crítica respecto de la propia ideología. Pero de lo que no hay duda es de que el bombardeo es constante. Como si todos estuviéramos leyendo un periódico en el que cada lector reescribe los contenidos de manera permanente, todo el día, los 365 días del año. Nos prometieron la era de oro de la comunicación y lo que tenemos es una cacofonía infernal, en la que cada quien es su propio editor. Y en la que las campanas de eco logran que todos se terminen agrupando (y manijeando) solo con aquellos que repican en la misma frecuencia. Así, la radicalización de los puntos de vista es natural e inevitable. Allí no hay comunicación ni intercambio constructivo, solo ruido.
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Corremos, entonces, como pollos sin cabeza, en cualquier dirección. Y esto es así porque, contrariamente a lo que se podría pensar, informarse de manera veraz nunca fue tan difícil. Porque al amateurismo que caracteriza a la mayor parte de la “información” que circula, con todos los sesgos que ello implica, se agrega el activismo de los periodistas, quienes hasta hace no tanto entendían que su función esencial era informar de unos hechos.
Avasallado por el ruido de la época, según la estupenda definición de la escritora argentina Ariana Harwicz, sostenido económicamente por su afinidad ideológica (cada vez es más evidente cuánto importa la pauta pública), el periodismo se ha ido alejando de su función de contrastador de hechos para convertirse en un promotor y perfilador de narrativas. En un apuntalador del “relato” antes que en un verificador de su veracidad. Así, a una parte importante del periodismo actual le importa más ser parte de una ola que verificar si esta efectivamente trae agua. Los resultados para la ciudadanía son catastróficos: el cuarto poder ya casi no cuestiona al statu quo que, de manera inteligente, lo coopta para que este le escriba el “relato”. Ese borroneo del periodismo como cuestionador es una de las mejores noticias que ha tenido el poder en los últimos tiempos.
Pero, claro, la ciudadanía tampoco cree que eso sea un problema porque hace rato que los hechos le importan poco y nada. En el mundo en donde vivimos nuestra “vida después de Dios”, al decir del escritor canadiense Douglas Coupland, las ideologías han tomado el relevo de los grandes relatos religiosos. Al menos en Occidente, claro. El mundo musulmán es otro cantar, con sus teocracias y sus sharias. Sin embargo, en Occidente pareciera que separamos religión de Estado solo para terminar usando esa herramienta, el Estado, como brazo mecánico de los “relatos” ideológicos. Ojo, siempre es mejor tener ideologías en una democracia, por densas que sean, que vivir en una sociedad en donde lo religioso es compulsivo para todos y define cada aspecto de nuestra vida, incluso la privada. De hecho, se podría decir que en una teocracia no existe la idea de “vida privada” tal como se la entiende en Occidente. O tal como se la entendía: desde que se proclamó que lo personal es político, hemos asistido a una erosión constante de lo que entendíamos como privado y aceptamos, casi gustosamente, que en nombre de un supuesto bien superior (hoy, la Justicia; antes, estar en la gracia de dios) se controle cada aspecto de nuestra vida privada. Así, pasamos de estar tutelados en nombre de una deidad a estar tutelados en nombre del bien. Y ese es, justamente, uno de los relatos ideológicos que la mayor parte del periodismo ha comprado mansamente, sin contrastar datos ni resultados.
De esa forma, se pueden votar leyes en nombre del bien sin mirar si efectivamente producen el efecto benéfico que se les atribuye. Y cualquiera que se digne a hacer la pregunta ¿qué tanto bien nos ha traído? es considerado un hereje, alguien que atrasa porque no sigue las últimas tendencias ideológicas dominantes sobre lo que es bueno y malo. El problema, claro, es que los hechos son tercos y, sobre todo, son los que son. Ponernos una venda ideológica, por muchos colores que esta tenga, no impide que las cosas materiales sigan ocurriendo. Y no, no somos “espíritus en el mundo material”, somos personas con cuerpo y materialidad. De alguna forma, y parafraseando al querido y fallecido Gonzalo Curbelo, sacamos la religión por la puerta y, de la mano de la academia, se nos coló por la ventana. Porque, más allá del periodismo y sus veleidades narrativas antes que informativas, el sustento de esas modas ideológicas suele ser la academia, que provee munición tanto a la ciudadanía (a través de los partidos) como a los nuevos periodistas gonzo (que también son susceptibles a lo que dicen partidos y academia).
Es como si las herramientas que nos dimos para expulsar a la religión de nuestro espacio común y tratar de acceder de manera analítica a los hechos (ciencia, periodismo, etc.) las hubiéramos marinado en una salsa ideológica tan espesa y condimentada que les haya hecho perder su utilidad. Y eso solo tiene un beneficiario: el statu quo. Esto es, aquellos que ya detentan alguna clase de poder, que ven con alegría cómo un posible debate sobre el poder que ellos detentan es suspendido en nombre de las nuevas herejías que venimos construyendo. El resultado es que el poder —los poderes— se mantiene intocado, como intocada era la vieja casta de sacerdotes. Los que diseñan el tablero sobre el cual nos sacamos los ojos en nombre de tal o cual idea no son jamás cuestionados. Se gestiona mejor o peor lo que ya existe, sin jamás cuestionar el tablero en sí. Y eso también es parte del relato: usemos el tablero, discutamos sobre el bien y el mal sin jamás cuestionar la casilla que se nos asigna. El pensamiento crítico, que es el motor que impulsa y ordena la curiosidad humana, viene siendo expulsado de la charla común en nombre de un nuevo y todopoderoso relato del bien. Exactamente como antes de la Ilustración se imponían las religiones en Occidente, exactamente como se impone hoy el islam.
Si tuviera un deseo para el año que comienza, una cartita para los Reyes Magos, digamos, sería pedir el muy improbable regreso de la distancia critica a la ciencia (la social, sobre todo, que anda en cualquiera) y de la búsqueda de los hechos al periodismo. Porque en el borroneo ideológico, en el ruido que ese borroneo genera, se nos va yendo la posibilidad de vivir unas vidas autónomas, sin neoherejías aplastantes en el horizonte. La posibilidad de ser uno mismo al tiempo que se camina junto a otros seres autónomos en pro de unas ideas que siempre puedan ser contrastadas. Que no respondan a bloques ideológicos que, de tan rígidos y radicalizados, resulten indistinguibles de un credo. La posibilidad de que nuestras democracias sigan siendo eso, democracias, y no una multitud de sectas que sueñan con borrar del mapa a las otras. La posibilidad, en fin, de escapar al ruido de la época.