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En 1968 los uruguayos éramos más pobres que en 1956. Al terminar 2023, los argentinos también lo eran respecto a 2014. Ello se debió a que la variación anual acumulada del Producto Interno Bruto (PIB) per cápita en Uruguay entre 1956 y 1968 fue negativa (-0,8%) al igual que en Argentina entre 2014 y 2023 (-1,1%). En los mismos períodos, la inflación anual promedio de Uruguay fue 43% (con un pico en junio de 1968 de 183%), mientras que la de Argentina fue 50% (habiendo alcanzado 210% en diciembre pasado). En breve, al igual que Uruguay hace más de medio siglo, la economía argentina está sumergida en una estanflación desde hace una década, un fenómeno complejo y difícil de resolver.
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¿Qué lecciones es posible extraer de ambos procesos? Primero, que entre sus causas destacan desaciertos de política económica asociados a un menosprecio de la importancia de los equilibrios económicos para la cohesión social y la estabilidad política. Segundo, que el descontento ciudadano asociado a una estanflación habilita ajustes económicos que tienen efectos severos sobre la población, en especial de la más vulnerable.
Entre 2014 y 2023 Argentina y entre 1956 y 1968 Uruguay mantuvieron elevados y persistentes déficits fiscales que fueron financiados con emisión monetaria, algo que provocó aumentos sostenidos de la tasa de inflación, elevada volatilidad cambiaria y pérdida de ingresos de los hogares.
En ambos casos la incertidumbre asociada a este tipo de situaciones alentó bajos niveles de inversión, afectando el crecimiento de la economía. La contracción de la actividad dio lugar a deterioros fiscales adicionales, los que, en ausencia de otras fuentes de financiamiento, requirieron mayores tasas de inflación.
Así el círculo perverso de la estanflación se instaló promoviendo efectos colaterales de larga duración, como, por ejemplo, licuación de activos financieros (típicamente fondos de pensiones o depósitos bancarios), acortamiento de horizontes de decisión de los agentes (su tasa de descuento), indexación de precios (salarios y otros contratos) y desmonetización de la economía (dolarización). En las dos experiencias, lo anterior dio lugar a tasas de ahorro e inversión nulas (a veces negativas), inflación crónica y escasez de divisas.
Ante semejantes dificultades, los gobiernos de Uruguay de los años sesenta y de Argentina de los últimos años aumentaron impuestos internos y al comercio exterior, recurrieron a tipos de cambios múltiples y fomentaron la represión financiera (tasas de interés reales negativas).
Como era de esperar, este tipo de respuestas no solo no resolvieron los problemas, sino que los agravaron reforzando el estancamiento y la inestabilidad de precios. Debido a ello, el descontento de la ciudadanía se agudizó, lo que se manifestó de diferentes maneras. En Argentina, eligiendo un gobierno que durante la campaña electoral prometió un ajuste económico tan profundo y radical, como confuso y extravagante. En Uruguay, agudizando tensiones que facilitaron el camino para que un gobierno ilegítimo y autoritario terminara accediendo al poder.
Como Uruguay lo sabe bien, enfrentar una estanflación es política y socialmente difícil. Lo es porque las medidas que son necesarias tienen efectos severos sobre las condiciones de vida de la población, en especial las de los más débiles. Los ajustes fiscales y las contracciones monetarias, porque provocan recesiones severas y pérdidas de empleo. Las liberalizaciones de los mercados de cambios, porque traen consigo depreciaciones agudas de la moneda local, algo que provoca transferencias de ingreso regresivas. Esto último debido, entre otras cosas, a la caída de salario real que está asociada a los aumentos de precios que ocurren inmediatamente después de la depreciación.
Llegados a un cierto punto, como en el que se encontraba Uruguay a comienzos de los años setenta o Argentina el año pasado, los ajustes como los descritos suelen ser muy difíciles de evitar. Ello porque para salir del estancamiento se requiere despejar la incertidumbre que restringe la inversión y raciona las divisas. Lo son también porque para reducir la inflación se requiere dejar de emitir y no impedir que una recesión tenga lugar. Todo ello hace de la mejora de la situación fiscal una prioridad porque la estabilización de las cuentas públicas reduce las necesidades de aumentos futuros de impuestos y de emisión monetaria, dos aspectos clave para influir positivamente en las expectativas y las decisiones de inversión.
Por tanto, como lo muestran las experiencias de Argentina y Uruguay mencionadas, llevar adelante una política económica que alienta un nivel y una trayectoria de gasto púbico insostenible, por más justo que parezca, puede provocar situaciones económicas complejas e inequitativas. Cuando eso ocurre, gobiernos conservadores (cuando no autoritarios) terminan teniendo legitimidad para llevar adelante ajustes duros cuyos efectos sobre la población vulnerable son más severos de los que habrían tenido lugar bajo una política centrada y preocupada por la estabilidad macroeconómica. Ello es así por muchos motivos, pero sobre todo porque los ajustes necesarios para superar una contracción cíclica profunda (como la de 2001 en Argentina o la del 2002 en Uruguay) o una estanflación (como la de Argentina luego de 2014 o la de Uruguay de los años sesenta) siempre tienen efectos muy negativos sobre la equidad.
Por eso, procurar la estabilidad macroeconómica es el principal desafío para la política económica siempre. Sin ella, no es posible contar con los recursos suficientes para sostener las políticas de equidad y de justicia social que son claves para la cohesión social, la estabilidad política y la convivencia democrática.
No perder de vista estas experiencias es muy importante en un momento en el que en Uruguay se está promoviendo una reforma constitucional sobre el sistema previsional que afectará severamente la sostenibilidad de las finanzas públicas. Ello es producto de que los recursos necesarios para hacerla efectiva sencillamente no están disponibles. Así, a pesar de las intenciones de sus promotores, las consecuencias negativas de su eventual aprobación harán inevitable un ajuste cuyos efectos dejarán a la mayoría de la población, especialmente a los más vulnerables, en una situación peor a la actual. Ello supondrá una gran desilusión para todos los ciudadanos, en particular para quienes la hayan apoyado.
Naturalmente, lo anterior no supone desconocer que la estabilidad macroeconómica es una condición necesaria pero no suficiente para la calidad de vida de las personas. Por eso, debe reconocerse que el sistema previsional tiene oportunidades de ser mejorado en aspectos clave relacionados con la equidad. Avanzar en ellos sin comprometer el equilibrio de las finanzas públicas es posible. La historia reciente nos enseña que ese debe ser el camino.
* El autor es economista, doctor en Historia Económica e integrante del centro de análisis Ágora.