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En el pozo profundo que diseñó David Lynch caí por primera vez cuando en la serie Twin Peaks aparece sorpresivamente, en el borde de la cama de la difunta Laura Palmer, el rostro de un indio que se carcajeaba y más tarde supimos que se llamaba Frank Silva y andaba por ahí, realizando tareas con los decorados y la cámara lo captó de pura casualidad y Lynch decidió incluirlo en la trama. La secuencia era tremenda: la madre que intentaba recordar algo que arrojase luz sobre quién podría haber asesinado a su hija, el ventilador de techo que daba vueltas, otra vez el rostro de la madre cada vez más cerca de quemarse, hasta que surge esa fantasmagórica aparición. Un efecto aterrador, como pocas veces —muy pocas veces— se consigue en cine. Después estaba todo ese rollo extraño del agente Cooper (Kyle MacLachlan) hablándole a la grabadora, el siniestro pueblo de leñadores, el enano contra la cortina roja y la música… la música de Angelo Badalamenti. Entonces, el señor Lynch ya no era aquel realizador naturalista de El hombre elefante sino otra cosa más temible: un cineasta que te podía poner los pelos de punta.
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Allí, en el pozo profundo, conocí Cabeza borradora, que es el eje, el corazón a partir del cual laten las imágenes del Lynch que amamos, sin desmerecer, por ejemplo, Una historia sencilla, que es maravillosa y demuestra el espectro que es capaz de tocar y pintar, también bueno y amable. Ver a Jack Nance con los pelos batidos y las lapiceras en el bolsillo del saco ir y venir por ese infernal paisaje industrial, entrar y salir de la pesadilla, es lo más lyncheano que pueda haber, y también lo más adictivo. Lynch no nos hizo temer a las pesadillas, nos volvió adictos a ellas, porque las diseña con una fórmula que incluye elementos ominosos, plásticos e intuitivos, en una proporción que solo él manejaba. Si aparece una apertura, túnel, agujero o incisión, no tengan dudas: por ahí se colará la cámara de Lynch.
Allí, en el pozo bien profundo y cada vez más atractivo, Lynch nos enseñó que no es necesario comprender racionalmente sus películas para disfrutarlas. Existe todo un entramado de emociones e imágenes puras que muchas veces es superior a cualquier intento de la razón por ordenar el argumento, por aclarar las situaciones. Me pasó la primera vez que vi Carretera perdida y Mulholland Drive: antepuse la comprensión al disfrute del enigma, pedí que Lynch me esclareciera las cosas antes que rendirme a que las cosas —o ciertas cosas— no se pueden jamás esclarecer. Como en Terciopelo azul, quería ser como Kyle MacLachlan el voyeur en el ropero, que mira por las rendijas un mundo descarnado y terrible, pero comprensible al fin. Dennis Hopper fajándose con el gas y golpeando a Isabella Rossellini es el mal clavado, no hay otra posibilidad. Pero en Carretera perdida y Mulholland Drive, ¿dónde está el mal? Mejor aún: ¿qué es cierto y qué no?
Allí, en el pozo bien profundo, no quería ir más allá. Quería quedarme con las pesadillas pero que al menos tuvieran el césped bien verde de los jardines cuidados y las cercas bien blancas y recién pintadas, el bombero sonriente y amigo que pasa a nuestro lado, el sol radiante en el vecindario, aunque hubiese una oreja cortada en mi camino. Pesadilla sí, pero con las botas de piel de víbora de Nicolas Cage o los dientes podridos de Willem Dafoe como el mítico Bobby Peru. Y Lynch me plantó otro indio al borde de la cama: a un siniestro como nunca Robert Blake que te dice a los ojos que en este momento está entrando en tu casa, o a un cowboy aterrador que no sé qué advertencias nos hace.
Con paciencia de buen espectador me di cuenta de que el pozo era mucho más profundo de lo que imaginaba. La primera vez que vi Inland Empire me pareció larga y antojadiza. ¿Y esos personajes con cabeza de conejo de qué van? Pobrecito yo. Hace un tiempo me asaltaron ganas de ver una película de Lynch, miré el menú y dije: Inland Empire, algo me pide darle otra oportunidad. Granulada, ojerosa, terrible y exitosamente dispersa en pequeñas partículas de historias, es una puta obra maestra. Atesoro varios momentos y primeros planos y ya tengo ganas de verla de nuevo. Lo siniestro hecho arte. Y con una actuación monumental de Laura Dern.
No todo es alegría en el profundo pozo que nos abrió David Lynch. Allí está Duna, fracaso total y aborrecida por el propio director, quien no tuvo el corte definitivo de la película. También hay muchos trabajos experimentales, algunos interesantes y otros muy aburridos. Porque Lynch, además de cineasta, era pintor, músico, diseñador de muebles, ceramista y actor. Y además practicaba la meditación trascendental.
Y si algo no hay en el pozo de Lynch es corrección política, ese veneno que hoy abunda en altas dosis. No hagas chistes con el ciego; no digas “enano”; no estigmatices al que le gusta vestirse de mujer o al que se autopercibe como un molusco. “Muy pronto no va a ser posible hacer cine”, dijo Lynch. “Hay demasiados grupos diferentes allá afuera que se van a molestar por algo”. Y resalto “allá afuera”. Yo, en la casa de Lynch, por supuesto.
Tengo la solución para todos esos grupos: arrojarlos al pozo.