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    Haced que los pobres vengan a mí

    No es sencillo para algunos entender ya no las causas sino la pobreza como un estado o como una “cultura”

    Columnista de Búsqueda

    Los pobres son pobres porque quieren; son vagos; no quieren trabajar sino vivir de los que trabajan; gastan el dinero de la ayuda social en cosas superficiales.

    ¿Cuántas veces hemos leído o escuchado críticas así? No hay que ser aporofóbico, odiar a los pobres, para pensar así de ellos y sentir, o no sentir, que somos en parte responsables de su situación.

    No es sencillo para algunos entender ya no las causas sino la pobreza como un estado o como una “cultura”, como la definió hace ya 60 años el historiador y antropólogo estadounidense Oscar Lewis.

    La definición de cultura de la pobreza de Lewis señala que esta se caracteriza por el divorcio de los valores de la clase media, el rechazo a las instituciones relacionadas a las clases dominantes, un sentido fatalista de la vida y una tendencia a vivir el presente sin una idea de futuro. Y que, como cultura, se hereda de padres a hijos.

    En Uruguay los primeros cantegriles datan de la década de los 60 y desde entonces miles no han podido salir del rancherío y, en los márgenes de la sociedad, fueron heredando de padres a hijos formas de sobrevivencia que solo resultan efectivas si difieren de las que aplica la clase media.

    El psicólogo social y arquitecto argentino Alfredo Moffatt sostenía que buena parte de los comportamientos de los pobres, que las clases acomodadas no entienden o rechazan, tiene relación con esa desesperanza de haber visto que bisabuelos, abuelos y padres nacieron y murieron en la miseria, y que para ellos el futuro no les deparará nada diferente. Por eso, decía Moffatt, las decisiones que adoptan los pobres reposan en la necesidad del placer inmediato, ya que, sin una idea de futuro, para ellos solo existe el presente.

    A esto hay que sumarle la cultura consumista de las sociedades modernas, que ofrece bienes a los que no todos pueden acceder por la vía que acceden las clases medias y altas. “Si ellos tienen lo que la cultura del consumo ofrece, ¿por qué no puedo yo?”, seguramente se preguntan muchos pobres. Y así utilizan para ello el dinero de la ayuda social o recorren el camino corto de incurrir en negocios ilegales, como el narcotráfico, un “trabajo” en el que no tienen que presentarse con su ropa raída ni ocultar su dirección por temor a ser rechazados, sin necesidad de padrinos o contactos que sí tienen algunos como única carta de presentación o sin la preparación suficiente para conseguir el empleo.

    Lewis sostenía que forman parte de la cultura de la pobreza los “esfuerzos para detener los sentimientos de desesperación y desesperanza que surgen al hacerse notoria la improbabilidad de alcanzar el éxito en términos de los valores y las metas de una gran sociedad”.

    Mientras que los miembros de la clase media integran una cultura en la que se reconoce como lo normal en la peripecia vital pasar de la lactancia a la niñez y luego a la pubertad, la adolescencia, la adultez y la vejez, en la cultura de la pobreza lo común es tener una primera infancia cuyas privaciones condicionarán el cerebro para el resto de la vida, y luego de una breve niñez pasan rápidamente a la adultez, ya sea porque hay que salir a buscar el sustento por la vía que sea o porque hay que asumir el papel de madre de forma temprana, en un sector donde abundan las jefas de hogar.

    En Uruguay la pobreza tiene cara de niño y de mujer. Y aunque la estadística indica que tenemos un 10% de pobres, todos sabemos que esa pobreza medida por ingreso está muy lejos de la realidad. La pobreza desde una mirada más compleja, multicausal, multifacética y multidimensional, parece un hecho que supera con amplitud ese porcentaje.

    Hace un tiempo visité un asentamiento en el que había una especie de carpa, un tenderete con una lona blanca y un palo, dentro del cual no había baño ni cocina sino un ambiente con una cama. En la entrada había una mujer de una edad indefinible, porque en esos lugares los de 30 parecen de 50, con un bebé en brazos. “Yo no soy pobre, ¿sabías?”, me dijo con ironía, y añadió: “Mi esposo trabaja en la construcción y por su ingreso no entramos en la estadística de pobres”.

    Esta visión economicista de la pobreza excluye situaciones como esa. Como excluye el estado de la vivienda, la calidad de la alimentación, del saneamiento, de la salud, de la educación, de la violencia en todas sus representaciones.

    En una monografía, la trabajadora social Ana Invernizzi señala cómo el antropólogo estadounidense Charles Valentine fue un severo crítico del concepto de Lewis sobre la cultura de la pobreza, porque consideraba que era una mirada que atacaba a la víctima, ya que se centraba en el concepto de cultura más que en el de pobreza. Lewis “está diciendo que los supuestos patrones culturales de la clase baja son más importantes en sus vidas que la condición de ser pobre y, consecuentemente, que es más importante para los que detentan el poder de la sociedad abolir estos modos de vida que acabar con la pobreza”, sostiene Valentine.

    Según este antropólogo, no es esa “cultura de la pobreza” la que debe desaparecer, sino que hay que dar a los pobres “lo que todos los demás ya poseen y muchos de nosotros damos por sentado” porque “el plan de vida que reciben los pobres es el mismo del resto de la sociedad, pero el problema radica en la necesidad de adaptarlo a su realidad, ya que las condiciones de privación y discriminación en que se encuentran no les permiten llevarlo a cabo”.

    Nadie duda ya de que en Montevideo hay dos poblaciones que viven en un mismo y pequeño territorio. Una tiene expectativas de movilidad social, la otra no las tiene porque sus antepasados nunca la alcanzaron y ellos nacieron y viven en condiciones aún más deplorables. Para un sector de la población, sus actos de hoy tendrán repercusiones en el futuro; para el otro, el futuro es una utopía y por eso hay que vivir la vida como se pueda hoy. Un sector de la sociedad accede al consumo por una vía, y el otro por otras.

    A un lado de la grieta los problemas no son ajenos: un día se hace difícil pagar el alquiler; al otro resulta costoso acceder a la salud; al siguiente puede pasar que haya que reducir el gasto en el supermercado; un hijo se metió en problemas; hay fracaso escolar; los puede alcanzar el desempleo, y así.

    Al otro lado de la grieta, todos esos problemas, agravados, se dan todos juntos a la vez y todo el tiempo, y así por años y años.

    A un lado hay gente con problemas de salud mental y otros tienen estrés porque no pueden mejorar sus condiciones de vida.

    Al otro lado, la abrumadora mayoría de los niños atraviesa una primera infancia que, según la ciencia, sus problemas emocionales, de conducta, adicciones y depresión están casi asegurados para el resto de sus días. Y las excepciones que sortean esas deficiencias sufridas antes de los tres años viven en el estrés cotidiano de conseguir alimento para sus hijos, rezando para que no se enfermen porque no tienen para el boleto o que un viento no les vuele las chapas del rancho.

    Es imposible comprender las condiciones de vida en los márgenes de la sociedad, de la misma forma que es difícil comprender sus técnicas de supervivencia, que en ocasiones chocan con la cultura dominante.

    Pero el hecho de que sea difícil de comprender no implica liberarse de la doble condena ética que recae sobre quienes tienen el poder económico y político. Por un lado, la condena ante la falta de empatía o ante la añeja ineficiencia política, que no ha generado las condiciones para que esa población pudiera moverse socialmente. Y, por otro lado, una condena ética, al pretender que quienes viven con reglas distintas a las nuestras se avengan a ellas, cuando parte de esas reglas son responsables de la pobreza. Porque lo que les estamos diciendo cuando condenamos su forma de vida es: “Deberían comportarse y actuar como nosotros, que somos los integrados y que por desidia o ineficiencia los hemos condenado a la pobreza. Vengan, súmense a esta cultura, carente de empatía, impune y repleta de peleas políticas menores entre gente que siempre lo tuvo todo, mientras ustedes comen salteado. Vengan, desclasados. Vengan y compórtense de una vez”.