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    Kafkarudos

    Por E.A.L.

    Pasó un siglo de la muerte de Franz Kafka y nada ha cambiado. El agrimensor sigue sin llegar al castillo, Josef K. no sabe ni sabrá por qué lo han juzgado, pululan los artistas del trapecio y del hambre, los monos hablan como hombres —que a su vez hablan como los monos— y nos rodean los insectos. La base esencial del aminoácido parlante sigue intacta. Por eso Kafka anota en su diario: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”. Mucha gente toma esto como la apatía de algunos escritores o su falta de compromiso político. ¿Qué pretendían que hiciera? ¿Que fuera corriendo a la primera plaza de Praga y rasgándose las vestiduras gritara de horror? ¿Que montara el numerito hipócrita de negar las guerras y las injusticias, que siempre están y estarán porque es precisamente condición esencial del aminoácido parlante? ¿Que se enrolara de inmediato en el ejército? Kafka, que era checo de nacimiento, judío culturalmente y escribía en alemán, ¿de qué lado de la trinchera debía estar? Me parece bárbaro que haya ido a nadar y después a escribir. Y que Kafka, el amo de las pesadillas y del absurdo sin fin, lo haya formulado de un modo tan poco kafkiano. Al fin y al cabo el mundo gira así. El señor del jopo oxigenado puede ser el nuevo presidente del Norte, los chinos siguen en el mismo lugar y un eslavo con mirada de tártaro se mantiene al mando del Este, entonces… por la tarde mandé un WhatsApp con alguna estupidez. Seguimos intentando construir, generación tras generación, la Torre de Babel, la que tocará el cielo, aunque en nuestro escudo de la patria haya un puño, que es el que nos destruirá con cinco golpes consecutivos, como lo expone Kafka en El escudo de la ciudad.

    Mucho se ha hablado del significado de su obra literaria, de lo que esconden sus metáforas y alegorías, de todo el psicoanálisis y la psicofantasía que se le pueda agregar, pero me parece que para disfrutar de sus cuentos y novelas tal vez habría que tomar las cosas un poco más directamente. Al fin y al cabo, ese es el encantamiento de la literatura. Si Kafka escribe al comienzo de La metamorfosis que Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño inquietante “convertido en un monstruoso insecto”, es que debemos tomar el asunto por las antenas. Efectivamente, el tipo se convirtió en un monstruoso insecto. No me vengan con la fácil de que el insecto representa todas las porquerías del inconsciente o la tragedia del hombre alienado, eso ya lo sabemos, es de perogrullo. Todos portamos alguna porquería encima y nos creemos más o menos algo que no somos. Lo que debemos aceptar es que nuestro hermano o nuestro hijo se hayan transformado en una cosa con exoesqueleto, antenas, alas y patas peludas, y así nos lo cruzamos cuando va al cuarto de baño a lavarse los dientes. Es un poco como en las películas de clase B: si el héroe se encogió, ahora debe enfrentarse con hormigas y arañas gigantes, no porque las hormigas o las arañas hayan mutado su esencial condición, sino porque están en la misma escala que nosotros. Y Kafka nos pone a los seres vivos en la misma escala, nos guste o no.

    Otro aspecto imprescindible de su literatura, más allá del estremecimiento que pueda provocar, es el humor, tan imprescindible para respirar. Si el aminoácido parlante no es consciente de su pequeñez y finitud, al menos debe cubrirse con sentido del humor, que por cierto sigue siendo una de las principales cualidades de la inteligencia. Según relata su amigo y albaceas Max Brod —a quien debemos agradecer que no haya quemado semejante obra como era intención del escritor después de su muerte—, un día llegó el tranquilo, escuálido y vegetariano Franz a su casa. El padre de Brod, como era su costumbre, dormía la siesta en un sillón. Por algún motivo la conversación entre Kafka y Brod despertó al padre. Antes de que el viejo pudiera reaccionar, a punto de bufar o verbalizar cualquier queja, en ese limbo de la difusa vigilia que se apresta a volver a las percepciones compartidas, Kafka fue en puntas de pie hasta el sillón y le dijo con una sutileza que no tiene parangón: “Discúlpeme, considéreme un sueño”. Genial por todos lados, y así sus historias.

    La vida es sueño y el sueño una zona de imprecisa gravidez. A debe encontrarse con B en un punto C pero nunca llegan a hacerlo por una décima de segundo. Esa décima de segundo es el mundo que nos propone el checo. La confusión no es cotidiana sino universal. En ese círculo absurdo de fulminante opacidad estamos metidos. Solo nos queda agradecer a la literatura cuando además de generar placer también hechiza al pensamiento. Hayamos leído a Kafka o no, todos somos kafkarudos.