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    La frontera interior

    “Una lengua sigue siendo siempre la misma lengua. Aunque los descendientes después de varios siglos no comprenden la antigua lengua de sus antepasados, porque para ellos las transiciones han desaparecido, sin embargo, desde el principio permanece una transición continua, imperceptible en el presente, sin saltos, que se hace perceptible por la adición de nuevas transiciones y se manifiesta como un salto”, postuló Johann Gottlieb Fichte

    Columnista de Búsqueda

    Desde su cátedra de conferencias en la joven Universidad de Berlín, postuló Johann Gottlieb Fichte que la educación y la crianza son las bases primordiales que definen la existencia y la continuidad de una nación. A diferencia de muchos pensadores que abordaron el tema en cierto modo enigmático de la aparición o sustento de las naciones, este filósofo central del romanticismo alemán recurre a lo extrapolítico, a algo mucho más importante que los decretos, las normas, los discursos oficiales: el lenguaje. Dice que las personas que hablan el mismo idioma están inicialmente unidas por la propia naturaleza mediante conexiones invisibles, se entienden entre sí y a sí mismos más claramente y deberían formar, o forman, un todo inseparable. Afirma esto en pleno esplendor del Imperio napoleónico, cuando los más de 30 estados alemanes veían la oscura noche de la incertidumbre y la opresión, y se echaba de menos un vértice unitivo para afirmar o vislumbrar el destino.

    La muy posterior postura que mantiene Max Weber, en el sentido de que definir una nación como “una comunidad dada en la sensibilidad, cuya expresión adecuada podría ser su propio estado y que, por tanto, suele esforzarse por generar este estado de sí mismo”, queriendo ser política también se ve obligada a inclinarse por la cultura. Poco antes, en 1882, Ernest Renan, desde su afamada presentación en la Sorbona, va a señalar que muchos factores, como una religión común, principios étnicos, fronteras geográficas naturales y, sobre todo, una lengua y una cultura comunes pueden desempeñar un papel destacado en la autopercepción de las naciones, pero esto no es suficiente como criterio para definir una nación. En pleito con la reducción política del tema y cierto fatalismo en uso, ironiza aduciendo que “la Unión Aduanera no es una patria”; muy por el contrario, piensa, “la nación es el alma, el principio espiritual”. Dos elementos componen esta alma, este principio espiritual. Uno de ellos pertenece al pasado, el otro al presente. La primera es la copropiedad de un rico patrimonio de recuerdos, la segunda es el acuerdo real, el deseo de vivir juntos. Una nación, va a decir, “es una gran comunidad solidaria, sostenida por la idea de los sacrificios ya hechos y los que el pueblo está dispuesto a hacer en el futuro. La condición de su existencia es el pasado, pero está determinada por el hecho concreto presente: un deseo claramente declarado de continuar la convivencia. La existencia de una nación, perdónenme por tal metáfora, es un plebiscito diario”.

    Pero la largamente precedente posición de Fichte insiste en el hechizo de esa “frontera interior” de donde fluyen todas las restricciones externas al lugar de residencia. Dondequiera que se encuentre una lengua especial —expresó ante un público visiblemente emocionado por su arenga nacional— hay un pueblo especial que tiene derecho a organizar sus asuntos de forma independiente y gobernarse a sí mismo”. Pero la similitud del lenguaje no es lo único importante para Fichte. Mucho más fundamental para él es la originalidad de la lengua alemana, y aquí Fichte señala que tanto los franceses como los ingleses tienen las raíces de la lengua en el latín y hablan la misma lengua, solo que muy modificada por el tiempo. Es diferente al pueblo alemán, que habla su propia lengua, cuyas raíces se remontan a un pasado lejano y, aunque cambian con el tiempo, siguen siendo ellos mismos. A esta lengua la llama “viva”: “Una lengua sigue siendo siempre la misma lengua. Aunque los descendientes después de varios siglos no comprenden la antigua lengua de sus antepasados, porque para ellos las transiciones han desaparecido, sin embargo, desde el principio permanece una transición continua, imperceptible en el presente, sin saltos, que se hace perceptible por la adición de nuevas transiciones y se manifiesta como un salto. Para todo aquel que solo quiera pensar, el símbolo encerrado en el lenguaje es claro; para todos los que realmente piensan, está vivo y los excita a la vida de la lengua de sus antepasados, porque para ellos las transiciones han desaparecido”.

    En el aserto de Heidegger, “en el habla habita el ser”, reverbera la heroica, profunda apelación de Fichte a la intimidad querida de la lengua. En toda la extensión de sus propósitos, la idea de nación es inseparable de aquello que la familia produce, transmite, atesora, glorifica.