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    La lealtad política como virtud y como problema

    Columnista de Búsqueda

    El caso Astesiano sigue dañando la imagen del país y del gobierno. El tiempo dirá, además, en qué medida este asunto afectó electoralmente al Partido Nacional y el prestigio del presidente Luis Lacalle Pou, que en mala hora decidió confiarle su seguridad personal. Pero, más allá de responsabilidades y costos políticos, este episodio nos desafía a repasar un problema de fondo de nuestras prácticas e instituciones políticas: el excesivo peso de la confianza personal y de la lealtad política en decisiones y designaciones.

    Los partidos precisan personas leales. En verdad, aunque también estén unidos por historias, propósitos, valores y creencias compartidas, los partidos pueden ser entendidos como una trenza de relaciones de confianza. En esencia, son personas que confían en personas. Electores que confían en candidatos, militantes que confían en dirigentes. Y viceversa. Sin esa trama, en la que lo ideológico se entrelaza con lo emocional, no es posible construir ninguna organización política consistente ni capaz de cumplir con sus funciones de representación donde corresponda, ya sea en el gobierno o en la oposición.

    Los partidos no duran si no consiguen que los electores confíen en sus representantes. Desde el punto de vista teórico, este vínculo puede construirse o mediante prácticas clientelares (particularistas) o a través de propuestas programáticas (de orden general). En Uruguay, el lazo entre electores y partidos fue cambiando. Hace medio siglo, a escala nacional predominaba todavía la lógica particularista de la confianza construida a partir de “favores” tramitados en el “club político” del barrio. Hoy prevalece notoriamente la representación generalista vía alternativas de política pública incluidas en los programas de gobierno y explicitadas durante las elecciones. De todos modos, las prácticas clientelares siguen siendo demasiado frecuentes en el nivel subnacional.

    Los partidos no persisten si no cumplen sus promesas electorales. Para eso, a la hora de gobernar, en Uruguay como en cualquier otra parte del mundo, recurren a sus leales. El presidente designa ministros de su confianza (que deben contar también con el apoyo del Parlamento). Los ministros, para poder llevar adelante las políticas públicas comprometidas durante la campaña electoral, también completan la estructura jerárquica con personas de su confianza. Teniendo en cuenta que las burocracias controlan recursos de poder tan importantes como la información y la función de implementación de las políticas públicas, y tomando nota de la tendencia general al crecimiento de la influencia de las jerarquías administrativas en el diseño de las políticas públicas, tiene mucho sentido que los partidos acudan a sus leales a la hora de comandar las estructuras del Estado. Dicho de un modo más enfático todavía: la democracia funciona cuando los partidos (y no la burocracia de carrera) dirigen la administración pública.

    Pero acá es donde empiezan los problemas. En términos de Carlos Vaz Ferreira, estamos frente a una “cuestión de grados”. En Uruguay, a diferencia de otros sistemas políticos del mundo, las designaciones de carácter político invaden demasiado profundamente el tejido burocrático de la administración pública. No lo hacen solo para poder “gobernar la burocracia”. Lo hacen también para premiar la lealtad de los militantes que hicieron posible con su esfuerzo el triunfo electoral. Si los partidos no recompensan a sus activistas, si no les ofrecen la oportunidad de participar en la gestión de gobierno, corren el riesgo de perder leales y de debilitarse. Pero, cuando los partidos protegen demasiado a sus leales, terminan erosionando la capacidad técnica de la administración pública. Corregir la excesiva politización de la administración fue una de las prioridades de mi colega Conrado Ramos mientras ocupó la dirección de la Oficina Nacional de Servicio Civil1.

    La lealtad política tiene una gran virtud. Ayuda a entender por qué todavía tenemos partidos potentes cuando en tantos rincones del planeta están en vía de extinción. Pero, como la excesiva politización de la administración pública deja de manifiesto, esto causa, a la vez, un problema serio: deja poco espacio para el desarrollo de esferas profesionales autónomas, es decir, despartidizadas. El periodismo independiente tardó mucho en prosperar. Otro tanto puede decirse de la ciencia política. En ambos casos, hay que esperar a los años 70 y 80 del siglo pasado para encontrar los puntos de inflexión más significativos. La lealtad política, como valor, ocupa un lugar muy importante en el sistema de creencias de nuestra sociedad. Sigue siendo demasiado difícil, para demasiada gente, entender que puedan existir profesiones que no prioricen o directamente prescindan del valor de la lealtad política.

    La democracia precisa partidos, y los partidos precisan leales. Pero la democracia también precisa periodismo independiente, intelectuales sin divisas, funcionarios públicos que apliquen las normas como pedía Max Weber, sine ira et studio, y jueces y fiscales absolutamente profesionales. La existencia de subsistemas despartidizados puede, y debe, contribuir a que la calidad de la democracia mejore. No hace falta ser un fanático de la “mano invisible” para reconocer que, cuando los partidos compiten entre sí, tienden a mejorar. Pero la competencia política puede, y suele, no ser suficiente para esto. Por eso es preciso fortalecer los subsistemas autónomos ya mencionados. Los partidos, por ejemplo, tienen problemas serios para atarse de manos en cuestiones cruciales como la del financiamiento de la política. Para que esta agenda siga avanzando es clave que perciban que existe una fuerte demanda desde la sociedad civil, en general, y desde los subsistemas no partidizados, en particular.

    Volviendo al caso Astesiano. El país, el gobierno, el Partido Nacional y el presidente Lacalle Pou se hubieran ahorrado todo este daño si, como hasta el año 2004, la custodia presidencial hubiera sido responsabilidad de la Casa Militar como establecía el decreto 379 de 19972. La designación de Astesiano y el daño recurrente ilustran a la perfección los límites que debe tener la lealtad política. Los partidos precisan leales. Pero la República precisa profesionales.

    1 Nota de la diaria.

    2 Decreto 379/997. Capítulo I: “La Casa Militar tiene por cometidos esenciales asistir y asesorar al Sr. presidente de la República en todos los actos oficiales que concurra o a los privados que determine y actuar de enlace con las Fuerzas Armadas en todas las actividades en que participe el Sr. presidente de la República. Asimismo, le concierne la seguridad personal del primer mandatario y su familia, así como de todas las dependencias oficiales afectadas a la Presidencia de la República”.