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    La minoría que late

    La esperanza de una salida pacífica al conflicto israelí-palestino late hoy en una pequeña pero indispensable minoría: aquella que condena sin peros los crímenes de lesa humanidad cometidos no solo por los ajenos, sino también por los propios

    Colaborador de Búsqueda

    Desde el fracaso de los acuerdos de Oslo, la deshumanización del adversario, su transformación en enemigo irreconciliable, ha ganado mucho terreno en el conflicto entre israelíes y palestinos. Y, como era previsible, los más de 600 días que han transcurrido desde el 7 de octubre de 2023 solo han echado más leña a la hoguera.

    No se trata simplemente de un enfrentamiento feroz entre movimientos y líderes políticos radicalizados, sino de un problema extendido en la opinión pública de ambos pueblos y en sus respectivos apoyos fuera de fronteras. Datos de setiembre de 2024 del Palestinian-Israeli Pulse, la encuesta más importante sobre asuntos ligados al conflicto y ejecutada tanto entre población palestina como israelí, son una prueba fehaciente de ese extendido nivel de deshumanización. Cuando a los palestinos se les pidió calificar el nivel de humanidad de los judíos israelíes en una escala cuyo mínimo era 0 y máximo era 100, el valor promedio fue de apenas 6 puntos. Cuando se hizo el mismo ejercicio con los israelíes respecto a los palestinos, los resultados también fueron contundentes: el promedio fue solo de 14 puntos. Como bien explica el informe del Joint Pulse, el dato es muy relevante, pues la deshumanización del otro es la piedra fundante para cometer y justificar acciones violentas, incluso en sus formas más extremas, contra el grupo rival.

    Detrás de esta deshumanización se esconde un sentimiento primario: el miedo nacido de la desconfianza. Según la misma encuesta, el 94% de los palestinos cree que los judíos israelíes no son de confianza y el 86% de los judíos israelíes no confía en los palestinos. Sin una mejora sustancial de estos niveles mutuos de deshumanización y desconfianza es imposible pensar en una salida pacífica, sostenible y consensuada. Al contrario, bajo este panorama seguirá presente el riesgo de nuevas masacres y de operaciones de limpieza étnica.

    Hoy, por la contundente superioridad militar israelí, los mayores costos de esta mutua deshumanización recaen sobre la población gazatí, cuyos muertos se cuentan de a decenas de miles y entre los que abundan los niños. Además, esta catástrofe humanitaria ocurre sin que se vislumbre en lo más mínimo el alcance del principal objetivo militar israelí: la rendición y derrota total de Hamás. Esta notoria diferencia cuantitativa no debe obviar que, del lado palestino, hay líderes y amplias capas poblacionales que realizarían acciones similares en contra de los judíos israelíes si tuvieran la oportunidad y el poderío militar suficiente. La matanza de civiles indefensos israelíes a cargo de Hamás el 7 de octubre, la escasa solidaridad con las víctimas y la insólita calificación de esta masacre como un romántico “acto de resistencia” por parte de algunas voces propalestinas nos recuerdan y advierten sobre esta otra cara de la moneda.

    A pesar de todo esto, la esperanza de una salida pacífica al conflicto (no solo al fin de la guerra actual) late hoy en una pequeña pero indispensable minoría: aquella que condena sin peros los crímenes de lesa humanidad cometidos no solo por los ajenos, sino también por los propios. Más que nunca, este conflicto necesita herejes que, con un paciente trabajo, logren paulatinamente ir ganando a crecientes capas de cada pueblo y generando las condiciones para una negociación que desemboque en lo que hasta ahora ha sido esquivo: un acuerdo de coexistencia pacífica en esa tierra que va desde el río hasta el mar, de tamaño similar al del departamento de Tacuarembó, pero donde residen alrededor de 14 millones de personas, 7 millones de judíos y 7 millones de palestinos. Una tarea, siguiendo a Jürgen Habermas, de acción comunicativa incesante que debe combinar de manera adecuada emoción y razón.

    Para ejemplificar de qué clase de minoría hablamos, vale destacar a unos pocos de sus representantes más ilustres. Ihab Hassan es palestino y director de la Iniciativa Ágora, una organización cuyo objetivo central es asegurar iguales derechos y autodeterminación para israelíes y palestinos. Ihab es extremadamente activo en redes sociales y ha sido denostado por las voces propalestinas más fanatizadas por criticar de forma abierta los atentados terroristas contra población judía indefensa. Lejos de ser un “operador del sionismo”, como con frecuencia lo acusan algunos, Ihab denuncia constantemente tanto los crímenes de Israel en Gaza como los frecuentes atentados cometidos por grupos de colonos israelíes contra los pobladores de diversas aldeas palestinas en Cisjordania. Del lado judío, entre tantos ejemplos posibles, puede mencionarse a Ariel Bernstein, exintegrante del Ejército israelí y actual activista de derechos humanos. Apenas 20 días después del 7 de octubre, Bernstein escribió estas quirúrgicas palabras: “La masacre del 7 de octubre encendió el instinto tribal del ‘nosotros contra ellos’ entre la mayoría de nosotros, dejando poco espacio para la complejidad. Mientras luchaba en Gaza, rezaba por una voz de la razón —en el gobierno y en la sociedad en general— que diría clara e inequívocamente que la venganza no puede ser nuestro plan de acción”.

    En esta minoría que late, hay también organizaciones o expresiones espontáneas colectivas en el interior de ambos pueblos. Del lado palestino, en Gaza hay crecientes manifestaciones populares en contra de Hamás, a pesar de la feroz represión que dicha organización ejerce sobre cualquier disidencia interna. Mientras tanto, en Israel, hay una multiplicidad de organizaciones (tales como Standing Together, Women Wage Peace y Peace Now) que reclaman por el fin inmediato de la guerra, el regreso de los secuestrados y, pensando a más largo plazo, por el derecho de autodeterminación política de judíos y palestinos.

    A quienes integran estas minorías habitualmente se los acusa de traidores, de funcionales al enemigo o, en el mejor de los casos, de ingenuos. Cabría preguntar a estas críticas qué tiene de ingenuo insistir en que la única solución humanitaria consiste en alcanzar un acuerdo de paz duradero entre las partes. Lo único rescatable de este nuevo y horrendo capítulo del conflicto entre israelíes y palestinos es que la disyuntiva ha quedado más clara que nunca. Este conflicto tiene dos modos de solucionarse: uno es mediante el predominio del más fuerte (sea a través de una limpieza étnica o a través de la implantación de una etnocracia) y otro es mediante la negociación. Si este segundo camino ha fracasado hasta ahora es porque implica para ambos pueblos concesiones y renuncias muy difíciles y dolorosas. Por esta razón, ocurre con frecuencia en la historia que los más valientes no son los que empuñan las armas, sino las lapiceras.