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La modernidad, poco a poco, desde la salida del Renacimiento llegando hasta nuestra contemporaneidad (con todas las transformaciones que implica el paso de tantos siglos: esta frase es solo una síntesis general), se estructura en torno a la racionalidad que va ocupando el lugar de la religión y de las creencias llamadas mágicas, y, por lo tanto, de un sitio central para la ciencia moderna que se funda en la noción de evidencia. Se necesitó encontrar pruebas para demostrar que la Tierra giraba alrededor del Sol (y no al revés) y así cambiar definitivamente de paradigma. No creencias, sino pruebas. Otro tanto fue ocurriendo con la política: la salida de las monarquías (o su nuevo lugar meramente decorativo) fue reemplazada por la democracia, por la creación de los Estados modernos que aplican políticas de Estado, generadas como resultado de acciones racionales en todos los temas de la humanidad: la economía, la salud, la diplomacia, etcétera.
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¿A qué viene todo esto? A que nuestra época, como ya pasó también en las décadas de los 20 y 30 del siglo XX, parece poner en duda esos criterios históricos. Ya hace tiempo, Umberto Eco alertó que estaríamos entrando en una “nueva Edad Media” en la que las creencias no comprobables ocupan cada vez un lugar más importante. ¿Cómo entender, si no, el pensamiento antivacunas, por dar solo un ejemplo? Que la invención de las vacunas, los antibióticos y demás medicamentos mejoraron la calidad de vida y prolongaron su duración es un dato irrefutable. Sin embargo, vimos muy claramente en la pandemia de Covid-19 la aparición de esos grupos antivacunas. Ese pensamiento irracionalista es propio de las extremas derechas que hoy gobiernan (o gobernaron, o están por gobernar) varias naciones del mundo occidental, incluida Argentina. Dicho en otros términos: se reabren discusiones que parecían cerradas, superadas, resueltas.
Al mismo tiempo, de algún modo, se podría decir que lo propio del pensamiento crítico es abrir discusiones, repensar lo dado. Pero, en ese caso, el del pensamiento crítico, las discusiones se reabren como forma de ampliar derechos, de develar los mecanismos de dominación, de reparar las exclusiones de la historia. El pensamiento crítico discute los lugares comunes de la época, pero nunca para volver a un nuevo Medioevo. A la inversa, el discurso de la extrema derecha rediscute todo, pero en la dirección contraria. Pero frente a ese “rediscutir todo” hay que estar atento, hay que tomarlo en serio y producir respuestas y, al mismo tiempo, reenviar las preguntas al remitente. Porque no se trata solo de dar otras respuestas a las preguntas que genera la extrema derecha, sino también, y sobre todo, de deslegitimar esas preguntas, demostrar que son preguntas dañinas, que rompen el lazo social, la vida en común de una sociedad.
Mientras tanto, las extremas derechas neoliberales avanzan con sus preguntas formuladas de un modo sencillo, con un supuesto tono de la mayor ingenuidad posible. Por ejemplo, una pregunta que subyace a toda la política de Milei es: “¿Por qué es mejor estar gobernado por el Estado y no por las grandes corporaciones? Ese es el tipo de pregunta que, además de responder (en un sentido opuesto al que la piensa el poder de turno) hay que deslegitimar su propia factura. Son preguntas que no debemos aceptar como tales, que su propia formulación no debe ser nunca naturalizada.
Llegando entonces a lo que nos importa en esta nota —la cultura—, esa misma pregunta general sobre el Estado se declina en otra sobre la cultura: ¿Por qué tiene que existir una política cultural? ¿Por qué el Estado tiene que intervenir en cuestiones culturales? Dejando constancia —me repito, pero creo que vale la pena hacerlo— que de lo que se trata es, primero, de deslegitimar esa pregunta, podemos, sin embargo, ensayar una respuesta. Es una respuesta urgente, porque lo que está sucediendo en Argentina —y en otras partes— es una destrucción frontal de las políticas culturales, de una tradición que viene del origen mismo del país: la Revolución de Mayo de 1810 lo primero que hizo fue fundar un diario y la Biblioteca Nacional. La generación de 1837, de cuño romántico y que fundó las bases para la Argentina moderna, se reunía en una librería, en un salón literario. La generación del 80, la que crea el Estado tal como lo conocemos hoy, instala la educación masiva, gratuita y de calidad. Podríamos dar decenas de ejemplos más. La destrucción de la política cultural que explícitamente lleva a cabo el gobierno de Milei (tanto por razones ideológicas como por la búsqueda de un cambio sociodemográfico definitivo, encogiendo al máximo la existencia de una clase media, rasgo central y distintivo de Argentina —junto con Uruguay— en América Latina) amerita, entonces, una explicación. Una respuesta a la pregunta acerca de por qué es mejor que exista una política cultural estatal a que no la haya.
Como es una pregunta fundante, mejor entonces ir a la fundación misma de la idea de Ministerio de Cultura. Porque la creación de los Ministerios de Cultura es algo relativamente reciente. El primer ministro de Cultura de la historia fue André Malraux, durante el gobierno de De Gaulle en Francia. Asumió en 1958 y duró hasta 1969. De su gestión, de la invención de las políticas culturales estatales, se recuerda, primero, los nombres a los que convocó: nombró a cargo del famoso teatro Odeón a André Masson, y sobre todo en la Ópera de París a Marc Chagall, entre muchos otros. Pero la clave de la respuesta a por qué hace falta una política cultural con intervención del Estado está en los documentos intelectuales que Malraux preparó para crear el ministerio y en sus primeras apariciones públicas. Son ideas que tienen una vigencia sorprendente. Malraux propone apoyar la política cultural en dos pilares. Por un lado, la “democratización de la cultura de calidad”, términos que continúan vigentes hasta hoy en día. Significa generar el acceso al consumo cultural de amplios sectores de la población que habitualmente no lo hacen. Además de “acceso” la otra palabra clave es “calidad”. Porque no se trata de acercar cualquier tipo de producción cultural. Malraux inauguró esa política con una gran exposición de Picasso, la primera de las megamuestras que luego se harían habituales en todo el mundo. Ver colas de cuadras frente al museo, conformada por sectores populares y de clase media baja, fue un hecho inédito hasta entonces. Porque si el Estado no está presente, la cultura de masas, guiada solo por la rentabilidad, tiende a perder ese carácter de calidad.
El segundo eje, igualmente importante, es la intervención directa del Estado en aquellas producciones culturales que, si el Estado no interviniese, correrían serio riesgo de desaparecer. La danza contemporánea, la música electroacústica naciente, igual que el naciente videoarte, entre otras disciplinas, fue hacia allí donde el Estado invirtió, en ese momento en Francia, con recursos (becas, premios, conciertos, exposiciones). Con el paso del tiempo, esas disciplinas se fueron ampliando y modificando. Son producciones minoritarias pero altamente contemporáneas que, en verdad, están creando los públicos de mañana. Experimentales, a veces, vanguardistas, otras, son producciones que, si dependieran del mercado, no tendrían lugar en la ciudad. El Estado debe estar allí presente con el mismo criterio que lo hace con las incubadoras de empresas, para sostener esas disciplinas. Ese segundo eje ha sido muchas veces olvidado por los gobiernos, en particular en la Argentina de los últimos lustros. Pero ahora el gobierno argentino no usa el Estado para ninguno de estos dos ejes claves en la cultura, sino para arrasar contra la cultura misma. El Estado contra la cultura. Hoy, en Argentina se viven tiempos de oscuridad, con toque de “nuevo Medioevo”.
La cultura está hecha por seres singulares, por artistas, creadores y productores individuales. También por asociaciones, cooperativas, colectivos y grupos. Sin duda, en estos sectores individuales y grupales reside el dinamismo de la cultura. Pero sin una intervención igualmente dinámica del Estado no hay posibilidad para una política masiva y de calidad, y para las producciones más renovadoras de la contemporaneidad.