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Los uruguayos todavía no asumimos que llegamos tarde. No a los diagnósticos, en eso somos los campeones del mundo. Tampoco a los discursos sobre nuestras ventajas comparativas, que son muy ciertas pero claramente insuficientes. Llegamos tarde a actuar como forma de prevenir los problemas
La semana pasada era muy fácil y obvia la indignación. ¿Quién no iba a condenar un atentado contra la fiscal de Corte subrogante, Mónica Ferrero, en el jardín de su casa? ¿Quién no iba a referirse a la gravedad de ese hecho? ¿Quién no iba a respaldar públicamente a las instituciones democráticas uruguayas, que habían sido agredidas de una forma burda?
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La reacción fue inmediata, como era de suponer. En eso los uruguayos seguimos conservando buenos reflejos. Cuando los desastres ocurren somos los primeros en salir a identificarlos y a asegurar que haremos todo lo posible para revertirlos. Así ha sido siempre. Hasta se podría ver como una fortaleza, comparado con lo que ocurre en otros países de la región.
Pero el tema es qué es lo que queda de toda esa indignación cuando los días pasan. Porque, cuando explota una bomba de ese calibre, la onda expansiva dura unos días. En ese momento todos estamos muy dispuestos a escuchar y a elaborar teorías de todo tipo. El problema es cuando la marea baja. Es allí cuando queda la sensación de que los uruguayos todavía no asumimos que llegamos tarde. No a los diagnósticos, en eso somos los campeones del mundo. Tampoco a los discursos sobre nuestras ventajas comparativas, que son muy ciertas pero claramente insuficientes. Llegamos tarde a actuar como forma de prevenir los problemas. Es como si tuviéramos todas las herramientas, pero solo para mirarlas, y nos acordáramos de ellas cuando toda la estructura comienza a derrumbarse.
Hay una vieja creencia, muy expandida en esta penillanura levemente ondulada, de que a Uruguay todo llega un poco más tarde que a los demás países. Es como si aquí el tiempo transcurriera, pero de una manera distinta, más sosegada. Por más que no haya ninguna evidencia científica al respecto, es probable que así sea y que desde ese lugar también se explique lo bueno, y también lo malo, que ocurre dentro de nuestras fronteras. En lo político, en lo económico, en lo cultural, en lo artístico, hasta en lo climático.
Capaz que por ahí también viene uno de los pecados originales que estamos cometiendo. Pensar que como somos “tan pausados” siempre estamos a tiempo de crear antes los anticuerpos necesarios como para combatir los virus que están destruyendo otros países del continente y del mundo. Tanto nos dejamos estar que nunca llegamos a generarlos. Y así pasan los años y las décadas. Hasta que explota la bomba y todos nos escandalizamos. Eso sí, solo por un rato. Después, de vuelta a esa especie de siesta eterna que tanto nos caracteriza.
Ya casi nadie habla de lo que le pasó a Ferrero. Menos de diez días pasaron y otros temas ocupan la centralidad de la agenda y la atención de la opinión pública. Indignados siguen todos, pero… ¿y? ¿Qué se está haciendo al respecto? ¿Estamos a tiempo? ¿Seguimos escuchando lo que puede haber detrás de ese atentado o volvió la sordera?
Porque hace mucho tiempo que varios nos están diciendo que el narcotráfico avanza en el país y solo a unos pocos pareció importarle. O a muchos, capaz que es injusto reducir tanto la cantidad de preocupados. Pero lo que es un hecho es que solo unos pocos se pusieron realmente a trabajar en revertirlo. Y este es un tema que trasciende a los partidos y a los gobiernos. Las tres principales colectividades políticas uruguayas gobernaron desde la restauración democrática de 1985, y el problema con el tráfico de drogas nunca dejó de empeorar.
Las advertencias se hicieron una y otra vez y empezaron hace mucho. Ya en 1996 el periodista Gabriel Pereyra realizó un largo informe para Búsqueda en el que relataba que la Policía no se animaba ni a entrar a algunas zonas del barrio Cerro Norte, que estaban copadas por delincuentes vinculados al narcotráfico. De eso hace 29 años.
Más cerca en el tiempo, el entonces jefe de Policía y actual director de Inteligencia de la Presidencia, Mario Layera, habló sobre la posibilidad de que Uruguay se transformara en El Salvador o Guatemala por sus vínculos con el narcotráfico. Fue en 2018, más de 20 años después de la nota de Pereyra. Años antes, el entonces jefe de Policía Julio Guarteche había advertido varias veces que el problema vinculado al tráfico de drogas crecía y crecía. “Aún no se ha tomado conciencia del riesgo que corre no solo la paz social, sino el sistema democrático. Los violentos, sin temor a enfrentar a todo un sistema penal, se van adueñando de los espacios públicos y de la paz social”, dijo en una entrevista con Leonardo Haberkorn en El Observador, según citó en su columna de la semana pasada en Búsqueda Paula Scorza.
Pero también lo dijeron autoridades del último gobierno, y especialmente los que trabajan en las cárceles y en los barrios más carenciados. Hace tiempo que lo vienen diciendo y nadie escucha. Que los niños y jóvenes más pobres abandonan el sistema educativo para hacer plata fácil trabajando para el narcotráfico, que las cárceles se llenan de pobres casi analfabetos seducidos por el negocio de la droga, que las grandes organizaciones criminales son las que mandan en todos esos lados, que la bomba ya explotó hace rato. No lo dijeron una vez, lo dijeron cientos de veces. Claro, cuando se escuchó más fuerte fue la semana pasada, luego del atentado contra Ferrero. Ahí todos se acordaron. Se agarraban la cabeza cuando la fiscal Mirta Morales dijo en Radio Sarandí que hace años la sociedad uruguaya está quebrada y que los que trabajan en homicidios están acostumbrados a convivir con analfabetos que matan por unos gramos de droga y que después se suman en las cárceles a las peores organizaciones criminales del continente. “No nos escucharon”, se quejó una y otra vez la fiscal, con razón.
¿Y hoy? ¿Cuánto queda realmente de lo que dijo la fiscal Morales? ¿Y de lo de Guarteche o Layera? ¿Qué está pasando en el Cerro Norte? ¿Y a dónde va todo ese dinero que circula alrededor del narcotráfico y la droga? ¿Se persigue realmente al lavado? ¿Cuánto se está haciendo para combatir ese flagelo que ha destruido a países enteros, algunos muy cercanos a Uruguay? ¿Hasta qué punto está dispuesto el sistema político a hacerlo?
La “guerra contra el narcotráfico” parece estar perdida, dijo hace meses el ministro del Interior, Carlos Negro, y generó una gran tormenta política. Muchos, especialmente de la oposición, lo criticaron por evaluar que esa es una forma de bajar los brazos. Pero lo que parece evidente es que, aunque todavía no esté perdida, así no se puede ganar. La batalla final implica ciertos cambios radicales que se hacen urgentes.
Hay uno que es imprescindible: una verdadera revolución educativa. Todos lo dicen y es probable que lo crean, pero nadie lo hace. Sin contar con esa base es imposible sacar a las nuevas generaciones, especialmente a las más pobres, de la tentación de los narcos. El segundo sería quitarles, además de a sus soldados, su principal negocio, eliminando la prohibición de todas las drogas, lo cual parece más lejano todavía porque supera a Uruguay, tenga el gobierno que tenga.
Entonces, capaz que lo primero que habría que hacer es asumir la realidad. Al menos darse cuenta de que ya llegamos tarde y de que se acabó el tiempo. Solo eso ya sería un gran comienzo.