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    Los niños no tienen quien les escriba

    Un sistema sano y que pretenda ser sostenible no puede tener a casi uno de cada cuatro niños viviendo en la pobreza

    Columnista de Búsqueda

    Una de las características de este mundo globalizado es que algunos procesos y conflictos se reproducen de manera casi análoga en distintas partes: formas de hacer política, sesgos ideológicos y también el orden de prioridades de la agenda pública. Al tiempo en que en cada país aparecen aderezados por su circunstancia y su trayectoria específica, esos procesos o conflictos parecen repetirse. Actores omitidos o señalados, grupos de presión que empujan agendas particulares, todo se repite no como calco, pero sí con un molde parecido. Así, no es raro encontrar similitudes en procesos en apariencia independientes que ocurren en Uruguay y, por ejemplo, España. Ya volveré a esto.

    Entre los actores que aparecen en campaña electoral y se diluyen en cuanto pasan las elecciones, están los niños. En particular los niños pobres, que en Uruguay duplican porcentualmente a los pobres en general. Esta concentración de la pobreza entre los niños recibió bastante atención hasta que se celebraron las elecciones, en octubre pasado. Hasta ese momento, la prensa publicó un importante número de artículos que reseñaban qué tan mal nos iba en los rankings internacionales en la materia y se cuestionaban sobre qué se podía hacer para remediar esa concentración intolerable. Después de esa fecha, solo encontré un artículo que menciona el tema y es una entrevista con el sociólogo Gustavo de Armas, asesor de las Naciones Unidas en Uruguay.

    La pobreza infantil fue sepultada por la inseguridad y la violencia, que son, por lejos, los temas que más preocupan a la ciudadanía. Los casos de corrupción que han ocupado la agenda mediática en estas semanas no necesariamente escandalizan al votante (que los sigue votando), pero seguro generan más tráfico en redes y alimentan las batallitas partidarias. O sea, que incluso temas que no son especialmente relevantes para el ciudadano pueden ocupar la agenda de manera más activa que asuntos de calado profundo y de no tan fácil resolución, como la pobreza infantil. Que, como casi todos los temas profundos, no es capaz de generar clickbait, el motor de la información hoy.

    De manera intuitiva, pareciera que, más allá del interés real demostrado por algunos actores políticos relevantes (pienso en la ministra de Salud Pública, Cristina Lustemberg, por ejemplo), el tema de la pobreza en la infancia se entiende más como arma política arrojadiza que como un problema serio que el país debe afrontar y solucionar. No solo por el horror que atraviesan esos niños en el presente, sino por el impacto sostenido en el tiempo que ese déficit implica en el tejido social. En esa mencionada entrevista, De Armas apunta: “Los niños pobres en Uruguay sabemos dónde están y quiénes son. Erradicar la pobreza infantil no debería sonar a quimera”. Es decir, es un asunto que puede y debe ser solucionado a través de políticas públicas. Pero, por alguna razón, el tema se diluye en la agenda.

    La respuesta más cínica a esta ausencia es quizá la más probable: los niños no son un sindicato poderoso ni una patronal ni tienen capacidad de hacer lobby frente al gobierno. Su “punto de vista” (ejem) siempre nos es presentado por organizaciones como Unicef y ONG que trabajan en la materia u organismos del gobierno de turno. Por su propia naturaleza, los niños necesitan mediadores que estructuren su “demanda”. Y al mismo tiempo, y esta es la parte más cínica de esta explicación, los niños no votan y, por lo tanto, los políticos carecen de incentivos para preocuparse por solucionar la pobreza infantil. Sin lobby no hay política real, solo discursos bien intencionados o pour la galerie.

    Una respuesta menos cínica podría decir que los recursos públicos son escasos y que por eso es importante priorizar de manera adecuada sus destinos. Y que, dada la cortedad de esa frazada, el país tiene asuntos más urgentes que solucionar. Quizá no más importantes pero sí más urgentes. De Armas recuerda en la entrevista que “es a finales de los ochenta que comienza a caer fuertemente la pobreza en los adultos mayores en Uruguay”, señalando que es entonces cuando el país comienza a consolidar una brecha o asimetría cada vez mayor entre la pobreza infantil y la pobreza de adultos mayores. Según datos de 2022, en Uruguay la pobreza entre los niños de cero a cinco años alcanza el 22,5%, mientras se encuentra en el 2% entre los adultos mayores. Una distancia que se ha venido consolidando desde hace décadas gracias al direccionamiento del gasto del Estado hacia las jubilaciones.

    Volviendo a España y los procesos globales, en los últimos días se ha levantado en aquel país una pequeña polémica sobre un tema que se relaciona con el de la pobreza infantil en Uruguay. Para justificar la concentración del gasto público en las pensiones en detrimento de las políticas dirigidas a la juventud (el paro juvenil en España ronda el 27% desde hace años y es el más alto de la Unión Europea), la ministra de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, Elma Saiz, declaró que “los pensionistas son motor de crecimiento y dinamizadores de la economía” y enlazó en X un artículo que expone de qué manera eso es así. Sin embargo, ni la ministra ni el artículo explican cómo es sostenible un sistema en el que la proporción de jubilados crece a mayor ritmo que los trabajadores. La suba de pensiones, por justa que sea, reduce el “espacio fiscal” para financiar las políticas públicas, entre ellas el combate a la pobreza infantil.

    Sin decirlo en las palabras de la ministra española, la intención del plebiscito sobre la última reforma jubilatoria impulsado por el PIT-CNT y sectores del Frente Amplio iba en la misma dirección y se refiere a un proceso similar: desde hace años las políticas de redistribución se han interesado más por la pobreza de los adultos mayores que la de los niños. En España, donde la pobreza específica de los niños no existe como un problema, la cortedad de la frazada se nota en las políticas de juventud. En Uruguay, donde la frazada es tan corta que deja al 22,5% de los niños afuera, es ahí donde más se nota.

    Es verdad que las jubilaciones no son una gracia estatal, sino un derecho ganado, pero ¿qué lleva a los gobiernos en España y en Uruguay a dirigir su gasto hacia esa zona? Un sistema sano y que pretenda ser sostenible no puede tener a casi uno de cada cuatro niños viviendo en la pobreza. Cualquier debate sobre esto parte o debería partir de esa base y limitarse a discutir qué medidas se deben tomar y con qué recursos. Pero los niños no votan ni se organizan. Los jubilados y, sobre todo, los futuros jubilados, sí.

    Si existe alguna forma de medir la calidad social de un Estado, seguramente sea mirar cómo trata a sus miembros más desprotegidos, más expuestos a la intemperie. Respecto a la infancia más pobre, Uruguay viene fallando y, además, escurriendo el bulto. Si la política no se interesa por los más débiles, lo que se debilita es el tejido social en su conjunto. Si la política funciona solo al grito del lobby, sin una moral colectiva que diga “hasta acá” y “por acá”, el futuro será siempre solo para unos pocos. Tal como le ocurría al coronel de García Márquez, parece que los niños no tienen quien les escriba.