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El mundo globalizado ensanchó el campo de aterrizaje de los nuevos enfurecidos y ungidos portadores de la verdad, y dejó a la humanidad a un clic del olvido
La Gran Guerra había terminado, pero el fuego seguía ardiendo en toda Europa. Los imperios ruso, austrohúngaro, otomano y el reino de Prusia se derrumbaron como un mazo de naipes, dejando a Europa, Medio Oriente y gran parte de Asia a la deriva, sin rumbo, en una desesperada búsqueda de un nuevo orden político, social y cultural, desgarrándose cada día con ajustes de cuentas y guerras de secesión. Mientras, alianzas transitorias y traiciones se sucedieron dando espacio a resentimientos y venganzas que convergerían en el tiempo-espacio más oscuro que la humanidad jamás haya conocido: la Segunda Guerra Mundial.
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La historia está llena de tiempos vacíos que la memoria no puede colmar, porque se perdieron para siempre. Las repúblicas, todos los Estados, consumados y extenuados de su propia vida, salen de la historia volviéndose siervos de repúblicas más vigorosas, dotadas de mayor fuerza y vitalidad, tal como nos había advertido Maquiavelo, alrededor del 1500. En su teoría de los imperios, sentenciaba que las variaciones de las civilizaciones son tanto históricas como geográficas, pero en el ámbito de un mundo que, a la vez, funciona siempre de la misma manera. El bien y el mal son siempre los mismos, solo que se distribuyen sucesivamente en áreas geográficas distintas. Y la Fortuna, según el concepto de Maquiavelo, no es un huésped inesperado, en esta historia de sube y baja. Por el contrario, es el centro neurálgico de sus preocupaciones y de sus reflexiones a la hora de intentar encontrar esquemas o soluciones que compensen el desequilibrio que ella produce cada vez que se encapricha e interfiere con lo que los hombres habían programado.
Pensar los cambios de la historia en función de la suerte: nada más alejado del método científico que fue el corazón de la modernidad, pero nada más acertado. Aunque la cultura de los siglos XX y XXI haya intentado cuanto menos desterrarla, ella siempre está. Maquiavelo pensaba y escribía sus textos en léxico bajo, plebeyo, ordinario muchas veces. Utilizaba la religión y la filosofía como herramientas de trabajo y no como verdades superiores, en las que no creía. Su fe era a la potencia de los hechos. Pensaba la historia como cuantos de energía, a partir de los cuales podía lograr identificar el comportamiento político de las sociedades, en épocas de paz y de guerra, y de esta manera escribía sus libros.
Algo así ocurrió con los grandes filósofos alemanes que luego de la Primera Guerra Mundial forjaron los cimientos no solo de la alta filosofía, sino también del pensamiento de la gente común. Escaparse de la jaula de “destino y carácter”, intentar evadir los esquemas hasta entonces dominantes de familia, religión, nación y capitalismo, y de alguna manera encontrar un modelo que permitiese metabolizar la intensidad de la experiencia bélica, transfiriéndola al ámbito del pensamiento y de la existencia cotidiana. Eso fue lo que los cuatro brujos del pensamiento intentaron y lograron hacer: Wittgenstein, Benjamin, Cassirer y Heidegger.
El ser caía en el tiempo y se estrellaba contra el piso. Y de ahí había que arrancar, de esa cosa chiquita que deambulaba por las calles, entre la euforia y el dolor, en una sucesión de actos insignificantes, ignorados por los dioses, sobreviviendo a sí mismo, llamado ser humano. Wittgenstein decía que para todo lo que es realmente importante para la humanidad la filosofía no tiene nada que decir ni recomendar. Para Cassirer, lo primordial y necesario era volverse autónomo, plasmar activamente la propia vida en lugar de sufrirla pasivamente como una fatalidad. Para Walter Benjamin, el mundo era el campo de exploración de la simultaneidad contradictoria y de la peculiar y maravillosa facultad que posee el humano de poder pensar lo que está pensando (nueva autoconciencia). Y para Heidegger, la verdad base del ser metafísico no estaba en un sistema de señales universal y articulado, sino en una experiencia exquisita e individual. Dijeron mucho más estas estrellas punk que se abrían paso a codazos, no muy distinto a lo que sucedía en las aulas de al lado, donde estaban los gurúes de la física, esos de la relatividad y la mecánica cuántica.
Desde el Renacimiento que la genialidad no se imponía en el mundo al grito de “¡rompan todo!” (mientras el sexo, la droga y el cabaret ayudaban a vivir y a olvidar el pasado reciente y el futuro, que ya se había vuelto inevitable). Pero un grupo de acomplejados, escapando de sus adolescencias fracasadas, llenó esos tiempos vacíos, irrecuperables, con profecías y legados divinos, y como guionó Maquiavelo, la suerte, que es arisca, caprichosa, imprevisible, impiadosa como toda diosa, se puso de su lado y una vez más el cielo se llenó de humo y de hongos y la tierra se regó de huesos y sangre, y el hedor del odio y de la envidia se apropió del aire.
La Fortuna es la irrupción de lo inopinado; es decir que, más allá de la permanencia de la naturaleza humana, puede abrir un surco profundo entre el pasado y el presente, limitando nuestra capacidad de previsión y de acción, contaminando también nuestra relación con el futuro (Maquiavelo). La variación de la civilización es histórica y geográfica, pero en el ambiente de un mundo que, a la vez, es siempre “de la misma manera”.
El mundo globalizado ensanchó el campo de aterrizaje de los nuevos enfurecidos y ungidos portadores de la verdad, y dejó a la humanidad a un clic del olvido. Con tanta bomba atómica y degradación en acecho, mi artículo es una fiesta del optimismo.