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    ¡Luz roja! ¡Stop!

    Deberíamos leer a quienes más nos incomodan, a aquellos cuyos pensamientos más nos disgustan, sobre todo si son tan extremos y desagradables como los de Hitler

    ¿Cómo escribir una nota en la que el contenido tambalea en el equilibrio inestable de toda reflexión que insinúe mirar la realidad, que siempre se nos presenta dentro de su marco simbólico, partiendo de ejemplos que pueden resultar incómodos, sin caer en provocaciones innecesarias o en justificaciones redundantes que terminen lesionando el intento de decir algo que parece marginado u olvidado? La facilidad con la que podemos emitir sentencias generadas por nuestras propias convicciones muchas veces terminan por fascinarnos, como una versión contemporánea del ‘espejito, espejito, ¿quién es la más bella del reino?’, cuyo final es tan conocido que mejor sería no olvidarlo.

    Hace un tiempo, Carlo Rovelli, uno de los físicos teóricos más destacados de la actualidad, de esos que ponen el infinito al alcance de la comprensión de cualquiera que quiera hacer un mínimo esfuerzo —el mínimo indispensable— para entender esos mecanismos tan extraordinarios como complejos que rigen el espacio-tiempo en el que vivimos, contaba, en una de sus crónicas, que el diario La Stampa (Turín, Italia) promocionaba una colección de libros que se vendían junto al periódico una vez por semana, entre los que se encontraba Mein Kampf, de Adolf Hitler. Saberlo generó en Rovelli una reacción de rechazo, bronca y agresividad tan violenta que hasta lo sorprendió. Un físico teórico, y más aún de su nivel, está acostumbrado a lidiar y coquetear con el lado oscuro del universo y la humanidad, y, por sobre todo, en no caer en la tentación de lo obvio.

    Cuenta en su crónica que se comunicó inmediatamente con el director del periódico “para exigirle” una explicación por semejante decisión, que soslayaba con la apología del delito, teniendo en cuenta que el autor del libro había hecho del crimen su forma de vida. Fue la respuesta la que lo sacó de eje, la que expuso las fragilidades de sus convicciones que descubrió fosilizadas, haciéndolo cambiar la perspectiva de sus propias certezas. El director le contó que la idea de publicar Mein Kampf era una forma de combatir la ignorancia, que es la primera puerta que los hombres le abrimos al infierno. Decía que la historia hubiera sido diferente si, en aquellos años en que se estaban gestando el horror infinito que fueron el Holocausto judío y la carnicería europea y del Pacífico (más de 40 millones de muertos en siete años, solo contando los fallecidos por actos de guerra), se hubiese entendido que, por encima de la más abyecta forma del odio y del resentimiento —que de manera evidente era lo que surgía de ese texto—, lo que subyacía quizás era la razón más íntima y letal que había llevado a Hitler a escribirlo: el miedo. Era el miedo el leitmotiv de su existencia y de sus actos. Quizás, si ese texto hubiese sido leído desde este punto de vista, las posiciones que sus fanáticos y sus enemigos tomaron habrían sido distintas, y quizás el mundo se hubiese evitado el dolor y la vergüenza que se autoinfligió como consecuencia de una lectura ignorante, que se da, por ejemplo, cuando militamos o damos like sin pensar, como groupies, o cuando descalificamos sin titubear, como haters.

    Deberíamos leer a quienes más nos incomodan, a aquellos cuyos pensamientos más nos disgustan, sobre todo si son tan extremos y desagradables como los de Hitler. No son días de Hitler y Stalin, pero son tiempos de agresiones in crescendo, en los que no hay puntos de vista, sino sentencias creadas para agraviar a los distintos, a los que no pertenecen a nuestro grupo de conexión real y, sobre todo, virtual, en los que escuchar y acordar son tomados como formas agravadas de traición y cobardía. Como si en la Tierra solo hubiese espacio para una religión supersticiosa y contagiosa, que es en lo que se están transformando ciertas ideologías que tienden a convertirse en hegemónicas (la historia está marcada por esta debilidad de la vanidad humana, pero con la ubicuidad de las redes sociales, esta versión es tan inquietante como novedosa. Le robo a Slavov Zizek este concepto: una ideología, de hecho, ¿no crea fósiles? Es decir, ¿no crea un pasado imaginario que se adapta al presente?).

    Para poder entender cuáles son las falencias propias de nuestras convicciones, las atrocidades que esconden, los puntos flacos por donde se terminan quebrando nuestras certezas, deberíamos tal vez prestarle un poco de atención a lo distinto, a lo que no forma parte de nuestro ecosistema homofílico.

    En enero pasan cosas lindas si nos dejamos llevar. Una vivencia ligera me sorprendió. La escribo para mí, para poder recordarla cuando el año se vaya gastando y yo con él. Volviendo del este, me detuve en un semáforo en avenida De las Américas, cerca del mediodía del 1º de enero. Un joven con barba y pelo largo, vestido con jeans y una camisa a cuadros impecable, hacía malabares delante de los autos detenidos por el rojo del semáforo. Su destreza era fascinante. Tanto era así que él mismo no se detuvo para acercarse a los conductores en busca de la recompensa voluntaria por su acto. Por algún motivo, comprendió que lo que estaba haciendo en ese momento era una obra de arte única e irrepetible. Entonces, no se detuvo y la luz verde lo sorprendió. Sonrió y, con una reverencia, se despidió de su ocasional público benefactor. Seguramente comprendió que la magia que a veces, muy pocas, atraviesa la cotidianidad como un milagro no debe ser perturbada con gestos innecesarios, haciendo que por un rato, solo un rato, la existencia esté marcada por el valor y no por el precio. Solo un ratito, por supuesto, pero vale la pena.