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Las zonas francas hacen una contribución importante a la actividad económica del país porque ofrecen buena infraestructura, servicios de calidad para quienes se instalan allí y, sobre todo, un trato tributario benévolo
En pocas semanas, seguramente antes de las elecciones del próximo 27 de octubre, se colocará la piedra fundacional para la construcción de la Zona Franca del Plata, que estará ubicada en la ciudad de Colonia, muy cerca de la remozada plaza de toros. Es una inversión en un edificio de cinco pisos que, además de empresas locales, busca atraer a argentinos que quieran trabajar en Uruguay pero sin mudarse, aprovechando la cercanía geográfica con Buenos Aires.
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El proyecto tiene el potencial de impulsar a sectores como el del software o reforzar el crecimiento de los llamados “servicios globales”, una actividad que produjo divisas al país por más de US$ 3.000 millones el año pasado. Sus promotores estiman que, más allá del dinamismo asociado a la propia obra edilicia, cuando entre en operaciones hacia el primer trimestre de 2026, allí trabajarán alrededor de 1.000 personas en las empresas que se instalen en la zona franca. No se puede más que celebrar que haya inversión y que se creen empleos calificados y usualmente mejor remunerados que el asalariado promedio.
La concreción de este emprendimiento será, en parte, el resultado de una política de Estado —el régimen de zonas francas— que lleva varias décadas imperturbable, pase quien pase por el gobierno. Las zonas francas hacen una contribución importante a la actividad económica del país porque ofrecen buena infraestructura, servicios de calidad para quienes se instalan allí y, sobre todo, un trato tributario benévolo. Cabe preguntarse una vez más si todas estas bondades no deberían ser las que Uruguay, en todo su territorio, debiera ofrecer al sector privado nacional y extranjero que opte por radicarse en el país. Sería justo igualar condiciones entre los megaproyectos, que hasta tienen su propia zona franca, y el pequeño y mediano empresario —la amplísima mayoría del entramado productivo nacional—, que debe sobrellevar una carga impositiva pesada, excesiva burocracia administrativa que suma costos, así como servicios públicos en algunos casos insatisfactorios.
Nivelar las condiciones de esa forma para, en definitiva, estimular la actividad privada y el crecimiento económico genuino requiere de reformas que, hasta ahora, no parecen estar en el centro de la discusión en la actual campaña electoral. Hay, en todo caso, algunas loables propuestas programáticas orientadas a la desregulación en ciertas áreas y a la desburocratización, aunque habrá que ver la potencia que tienen ese tipo de medidas si a quienes las plantean les toca gobernar desde marzo de 2025 y que no queden en expresiones de buena voluntad.
Son muy bienvenidas las inversiones canalizadas a través de las nuevas zonas francas que generen actividad, empleo y desarrollo económico, sobre todo si es en regiones del país menos prósperas. Pero, en el fondo, estos enclaves libres de impuestos configuran un régimen —amenazado ahora por los cambios en la tributación global— que actúa como puerta de escape frente a los costos poco competitivos que ofrece el Uruguay todo. No se trata de atacar ni mucho menos de eliminar las zonas francas, ni las nuevas ni las que ya están instaladas desde hace años. Hacen un aporte fundamental. Lo que se debería hacer es empezar a nivelar la cancha.