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No salimos mejores y tampoco parece que hayamos salido peores, como sostienen algunos, ¿acaso antes del Covid no había guerras, dictaduras, desigualdad, hambre, destrucción? (…) seamos honestos, en términos generales somos la misma sociedad
Había ido a pasar unos días a Uruguay, era el 12 de marzo del año 2020 y empezaba mi viaje de vuelta a Francia. El día anterior, “profundamente preocupada por los alarmantes niveles de propagación de la enfermedad y por su gravedad”, y supongo que también por los niveles alarmantes de inacción internacional, la Organización Mundial de la Salud (OMS) determinaba que el Covid-19 podía caracterizarse como una pandemia.
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La cuestión es que llegué a Madrid el 13 de marzo, unos pocos pasajeros bajamos del avión vacío en un Aeropuerto de Barajas desolado y en silencio. Tengo fotos históricas del infinito corredor central de la T4 sin una sola persona en el horizonte. Allí abordé otro avión vacío que me dejó en Orly, donde esa mañana llegó un solo vuelo: el mío. Después vendría un periplo de trenes y buses que pasaría por Le Mans, La Flèche hasta llegar a Fougeré, mi destino final, y en cada uno yo era la única pasajera, o casi. Los aeropuertos y las estaciones de tren iban cerrando sus puertas detrás de mí, alcancé a ver un puesto de venta de periódicos que bajaba la cortina y un titular catastrófico: Pandemia global.
Iba atemorizada. No, mentira: estaba aterrorizada. Corría de un sitio al otro buscando un tren que me acercara a mi destino final, temiendo quedar atrapada en uno de esos no-lugares que son los aeropuertos y las estaciones. ¿Y si el tren no salía? ¿Y si se suspendían las comunicaciones por un día, una semana, un año? Nadie tenía idea de lo que podía durar la situación, pero se insinuaba que podían ser meses. ¿Meses varada en un pueblo francés cuyo nombre nunca había escuchado? No me animaba ni a pensarlo. No fue un miedo irreal, mucha gente quedó atrapada donde la agarraron las restricciones a la circulación, solos y muchas veces sin recursos. Hoy intento trasmitir el sentimiento de incertidumbre y desamparo frente a lo desconocido, a lo imprevisible, a lo que que puede hacer la fatalidad en nuestro destino, y me doy cuenta de que no tengo recursos.
Pasé justo a tiempo, y detrás de mí se cerró la escotilla del confinamiento. Cuando estuve ubicada en el asiento del último tren que me llevaría a mi destino, lloré.
Después pensé, como pensaría a lo largo de ese tiempo en que se detuvo el tiempo, que el singular contexto nos obligaría a mirarnos en el espejo de nuestra fragilidad, a ordenar las prioridades de las instituciones, a perseguir el bien común de manera eficiente. ¿O acaso los cataclismos no son momentos de reorganización social? Una vez que pasó la Segunda Guerra Mundial, surgieron los Estados de bienestar. Esta sería la oportunidad de cambiar para mejorar.
Después el tiempo se congeló. Toques de queda, cuarentena y aislamiento y distancia social, nos recluimos a pasar lo mejor posible la inactividad, un encierro que nadie sabía cuánto duraría. Afuera estaba la enfermedad, la muerte, el colapso. Y mirando desde atrás de la ventana hacia una calle vacía, entre experimentos fracasados de masa madre, entre discursos políticos y sanitarios televisados, sesiones de Zoom y soledad, volví a pensar en la oportunidad de tomar conciencia de lo adverso para ser mejores. Creí, como tantos, que las experiencias traumáticas unirían a la población mundial en un esfuerzo para enfrentarlas, que se estrecharían los lazos comunitarios y aparecería la solidaridad.
Unos meses más tarde, el 25 de setiembre de ese año y ante la Asamblea General de la ONU, el papa Francisco dijo: “De una crisis no se sale igual: o salimos mejores o salimos peores. Por ello, en esta coyuntura crítica nuestro deber es repensar el futuro de nuestra casa común y proyecto común”.
Hoy, a cinco años de declarada la emergencia global, es claro que todos nos equivocamos: no hay evidencia de que nada haya cambiado. Ni para bien ni para mal. Más allá de haber aprendido a teletrabajar, de incorporar el hábito de lavarnos las manos más seguido o de utilizar el Zoom, la pandemia llegó, se fue y nos dejó iguales. Terminó y nosotros la olvidamos, la desterramos de nuestra mente como a un mal recuerdo. Si creímos que era un momento bisagra, que cuando saliéramos del confinamiento los parques serían más verdes y nosotros mejores personas, si pensamos que el sufrimiento nos haría fraternales y amables con el prójimo, no tardamos en perder la esperanza. Sí, nos sirvió para conectar con nuestras mejores intenciones. Después volvimos a la calle y todo fue igual, tal vez porque el ser humano tiene una notable habilidad natural para resistirse al cambio, dicen, como mecanismo de supervivencia.
No salimos mejores y tampoco parece que hayamos salido peores, como sostienen algunos, ¿acaso antes del Covid no había guerras, dictaduras, desigualdad, hambre, destrucción? No dudo de que habrá casos de personas que adquirieron habilidades, algunos se hicieron millonarios, así como otros salieron más vulnerables, porque lo perdieron todo. Pero seamos honestos, en términos generales somos la misma sociedad.
Quería escribir una columna por los cinco años de la pandemia, una historia personal y un pensamiento general sobre qué nos dejó, qué aprendimos, cuánto y cómo mejoramos. El resultado fue desalentador, tengo la sospecha de que no aprendimos nada, al menos como colectivo.
Hablé con amigos, les pregunté qué cambió en su vida con la pandemia, si es que algo cambió. Escuché largos silencios, alguna risa nerviosa. No los culpo, yo tampoco sería capaz de decir dónde quedaron mis buenas intenciones, qué hice con aquella oportunidad de detener la vorágine de la vida y reflexionar tratando de ser mejor. Más de 20 millones de muertos después, y si no fuera porque se cumplieron cinco años, ni siquiera nos acordaríamos.