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Un presidente arriba de un escenario cantando enfundado en cuero negro y sacudiendo su melena, como si fuera una estrella de rock del siglo pasado. Un presidente que grita con euforia cada una de las estrofas que entona, que camina como enfurecido de un lado hacia otro del escenario, mientras los músicos hacen sonar con fuerza sus instrumentos. Un presidente dispuesto a todo, que sueña con ser otro de esos músicos que movilizan a las mareas humanas tras ejecutar unos acordes y que piensa que esta cumpliendo con ese anhelo. Una imagen que quedará en la historia, aunque probablemente no de la mejor manera. Un dislate en Argentina, Buenos Aires, a menos de 100 kilómetros de distancia de Montevideo.
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Acá no, imposible que eso pase. No tenemos nada que ver con ese mundo. Lo que hizo Javier Milei igual rompió todos los récords. Algunos de sus antecesores, y en especial Carlos Menem, se habían caracterizado por jugar al límite del ridículo público, aunque Milei subió considerablemente la apuesta. Para algunos fue brillante, para otros lamentable, pero para nadie pasó desapercibido. Es que así son los argentinos, viven con pasión, al límite. Negro o blanco. Amor u odio. Los matices suelen quedar para unos pocos.
Acá no, acá somos mucho más discretos y precavidos. Por eso nuestros presidentes jamás se atreverían a tanto. Sean del partido político que sean, cuidan mucho las formas y especialmente a la institución que representan. Esa es una de las diferencias que existen entre uruguayos y argentinos, por más que tengan origen y cultura en común. Eso está fuera de discusión porque la realidad se encarga de confirmarlo día tras día.
Pero no ocurre en todos los ámbitos. Aquí también hay unos cuantos que se acercan más y más a las formas argentinas de vivir la política y la discusión pública. Han ido en aumento en las últimas décadas y tienen cada vez más presencia en el debate público. Hacen mucho ruido y eso siempre es bien recibido por algunos medios de comunicación en tiempos donde parece que mandan la inmediatez y la cantidad de clics.
La gran diferencia es que no logran salir de la minoría en la que se mueven. Por más que insisten con sus discursos centrados en el odio, que a cada hora intentan dividir y deslegitimar al adversario, los que se terminan imponiendo son los otros, los que eligen el camino que se acerca más al medio y se alejan de los radicalismos.
Los ejemplos son varios, pero hay tres muy claros por su trascendencia, aunque puedan generar polémica. Incluyen a tres presidentes electos en los últimos años, así que son por demás representativos de ese triunfo de la tibieza en la política uruguaya, que poco o nada tiene que ver con Argentina. Sin gritos, ni espectáculos salidos de tono, ni estridencias masivas. Así es como los ciudadanos uruguayos votan a sus presidentes.
Lo de la polémica iba porque en esta comparación entran José Mujica, Luis Lacalle Pou y Yamandú Orsi. Muy distintos, por cierto, aunque también parecidos, por más que se indignen los que se paran a la sombra del odio. ¿Qué pueden tener en común personas tan distintas a simple vista? Algo muy importante: que siempre estuvieron dispuestos a aprender sobre la marcha y cambiar cuando era necesario. Que en determinado momento entendieron que el camino que había que adoptar era el del pragmatismo. Y que de los tres dijeron que era imposible que llegaran a ser presidentes. Los subestimaron, no los entendieron.
Mujica fue el primero con esas características. El discurso, tanto político como académico, era que alguien que fue guerrillero y que estuvo preso no podía llegar a ser presidente. Popular y votado por muchos sí, pero presidente es otra cosa, argumentaban. Mucho menos, agregaban, con esa forma de ser tan desapegada a las tradiciones y a las formalidades que cultivaba desde el Parlamento.
Lo que no veían es que Mujica supo leer la realidad mejor que nadie. Y cambió lo necesario, sin perder su esencia. Aprendió en el camino. Fue sumando lo que le pareció valioso, cambiando su discurso y también sus ideas, corriéndose lentamente hacia el centro, adoptando posiciones cada vez más parecidas a la idiosincracia uruguaya. Y así ganó. Y cuando lo hizo ya no fue una sorpresa para nadie.
De Lacalle Pou también decían que no iba a poder llegar a ser presidente. Imposible que alguien que vive en un barrio privado sea votado por la mitad más uno de los uruguayos, sostenían los que todo lo ven en función de las anteojeras ideológicas. Tiene aceptación popular en determinados sectores, pero también mucho rechazo, aducían otros desde la academia.
Lacalle Pou tomó nota de cada una de las críticas y también de sus tropezones. Se presentó una primera vez en 2014 y perdió con Tabaré Vázquez en la segunda vuelta. No se lo esperaba, pero, en lugar de cruzarse de brazos y sostener que el pueblo uruguayo estaba equivocado, trató de entender en qué se había equivocado y corregirlo año tras año, hasta las siguientes elecciones de 2019. También moderó su discurso, cuidó mucho más los matices y procuró entender mejor la tibieza de la idiosincrasia uruguaya. Y lo hizo con éxito. Ganó y se transformó en presidente. Pero no abandonó su camino de aprendizaje. Tanto que al finalizar su mandato se autodefinió como un “tibio” y se fue del gobierno con una popularidad altísima, mucho más amplia que cuando lo inició.
A Orsi también lo subestimaron. Unos cuantos, en especial dirigentes blancos y colorados, pero también algunos frenteamplistas, estaban convencidos de que no contaba con los atributos como para transformarse en presidente. Aseguraban que le faltaba un discurso más sólido, que no contaba con el suficiente liderazgo y que su condición de intendente del interior del país limitaba sus posibilidades. Otros, los más fanáticos, hasta lo caricaturizaron. Todo tipo de sobrenombres le pusieron. El que tuvo más impacto fue el de Tribilín, que explotó entre los odiadores seriales de las redes sociales.
Se equivocaron. No lo vieron venir. Orsi también tomó nota de todo lo que necesitaba para su carrera presidencial y fue aprendiendo paso a paso. Corrigió sus errores, no se mostró más de lo necesario y resaltó su característica de conciliador, algo que entusiasmaba a la mayoría de los uruguayos, y más en estos momentos. Escuchó y corrigió, y dejó de boca cerrada a todos aquellos que no daban ni dos pesos por él. En eso tiene mucho que ver tanto con Mujica como con Lacalle Pou.
Claro que son muy distintos los tres. Pero son los mejores ejemplos del largo camino que implica llegar a la presidencia uruguaya. Esta no es tierra para los outsiders. Aquí para llegar hay que convencer y, para lograrlo, antes hay que crecer y hacerlo desde la solidez de los partidos políticos locales. Eso no se logra de un día para el otro. Lleva tiempo y paciencia. Solo los que cumplen con esos requisitos son los que llegan. Por suerte. Y que nunca falte.