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    Pocas golondrinas para hacer verano

    En julio, cuando el viento del invierno arranque el papel de las paredes y rompa el plástico de los carteles de las columnas, seguiremos renegando de la mugre en la ciudad y nos preguntaremos, una vez más, por qué las cosas son así

    Columnista de Búsqueda

    Abro la puerta del edificio y unas hojas de papel se levantan, revoloteando, desde el piso. Las cruzo por encima mientras leo, a la pasada, qué tienen escrito. Son listas de los candidatos a las próximas elecciones municipales. Veo que en la vereda revolotean unas cuantas más. Mientras bajo hacia la parada del bondi, las listas dan vueltas en el viento, para terminar acumulándose contra el cordón de la vereda. Más tarde, por la ventanilla del bus veo que los muros del cementerio del Buceo están tapizados con afiches de papel que anuncian a este candidato y también al otro. Tengo la certeza de que meses después de pasadas las elecciones, esos afiches van a seguir ensuciando el muro y la vereda. Tal como van a seguir colgados los carteles de plástico que se colocan en cada columna en la rambla y que, de yapa, son peligrosamente similares a las señales que regulan el tránsito.

    Ese es el destino de la propaganda electoral en papel y plástico: ensuciar la ciudad y que nadie se haga cargo de la basura generada. La ironía es doble si se piensa que a) cada uno de esos candidatos está prometiendo en su mugre limpiar la ciudad que está contribuyendo a ensuciar y b) hace más de una década que cualquier propaganda no electoral le llega a la gente a través de medios digitales o, como mínimo, no es papel. Por alguna razón que se me escapa, los candidatos y sus asesores creen que pueden convencer electores de la primera mitad del siglo XXI con propaganda diseñada para electores de la primera mitad del XX.

    A mí, que soy votante, lo único que me provoca es bronca y dudas. Bronca por la incapacidad, constatada en cada campaña electoral, de que los partidos puedan diseñar estrategias de promoción de sus ideas que no impliquen ensuciar la ciudad, gastar papel y contaminar el ambiente de manera escandalosa. De hecho, votaría a quien fuera capaz de entender que la ciudad necesita inteligencia y cambios y no la repetición ritual de todo lo que ya se hizo y no funcionó. Empezando, claro, por los medios que se usan para difundir las candidaturas. Sin embargo, creo que lo importante no es tanto la bronca, sino las dudas.

    ¿De qué dudas hablo? De una muy central: unos políticos que viven anclados en un Día de la Marmota que transcurre de forma aparentemente infinita en 1986 ¿pueden proyectar una ciudad hacia su futuro? ¿Son capaces? A la luz de su marmotismo comunicacional, ¿con qué herramientas?, ¿con qué apoyos, si la subordinación de las autoridades hacia los grupos de presión parece no conocer límites? Se dirá que el mejor apoyo es el popular. Sin embargo, los electores parecemos estar muy lejos de ser capaces de articular demandas desde la sociedad civil. Quizá se deba a la colonización partidaria que sufre esa sociedad civil. O que los grupos de personas realmente activas son pequeños y de boutique, esto es, me intereso solo por un aspecto del conflicto urbano y me desentiendo del resto. Algo de eso hay pero también, creo, hay más.

    En una entrevista que los periodistas Tomer Urwicz y Santiago Soravilla le hicieron hace algunos meses, el politólogo uruguayo Juan Pablo Luna decía que Uruguay puede ser visto “como un museo, un testimonio de lo que otros países han ido perdiendo —o algunos nunca desarrollaron— en términos de calidad institucional”. Luna agregaba: “Más que un modelo a seguir para la región —que es como mucha gente lo ve—, Uruguay es un caso que se ha demorado en converger a una tendencia de perforación institucional de la democracia que se ve más claramente en otros países de la región”. Además de estar de acuerdo con lo que señala Luna en términos de preservación institucional, me parece sugerente la imagen del Uruguay como un museo. Somos más un salón lleno de esqueletos blancos y animales disecados que un ejemplo de innovación y cambio que conviene seguir.

    Y así como esa forma de hacer las cosas, apegadas a inercias que vienen desde hace décadas, puede ser buena para conservar determinada calidad institucional, también puede resultar ineficaz para lidiar con los problemas del presente y, más aún, con los desafíos que se avecinan. En ese sentido, que los partidos políticos uruguayos no se hayan enterado de que existe el marketing digital, mucho más personalizado (Temu no para de enviarme ofertas de championes, me conocen bien), y elijan de manera consciente y constante ensuciar la ciudad con papeles y plásticos en los que proclaman su inequívoca voluntad de limpiar esa misma ciudad, es sin duda una señal museística. Además de una contradicción flagrante, claro.

    Que esa contradicción no parezca incomodar a casi ningún votante es parte de la explicación: si a nadie le molesta que la promesa de la limpieza contribuya a ensuciar, es porque el voto no está orientado hacia la solución de los problemas sino a la fidelidad ideológica. Se podrá argumentar que de la adhesión ideológica se derivan necesariamente unos recetarios de soluciones distintas. En alguna medida es cierto, pero en unas elecciones municipales lo que parece estar en juego no es tanto el famoso “proyecto de país” al que apelan los partidos como sí la gestión eficaz de unas obligaciones municipales que están establecidas desde hace décadas y que muchas veces quedan sin cumplir. Que los carriles de las calles estén señalizados y que las calles no tengan pozos, que haya alumbrado público, limpieza, saneamiento, etc. no son cuestiones ideológicas. O, y de esto estoy segurísimo, no deberían serlo.

    La pinza de la quietud, del museo, del Día de la Marmota, está ahí aunque no la estemos viendo. De un lado, unos partidos (todos sin excepción) incapaces de salir de su ritual de autoperpetuación en el poder, dispuestos a aceptar las presiones de quien sea que les dé su apoyo (pienso acá en las monolíticas compañías de transporte colectivo) y sin la imaginación que se necesita para proyectar las ciudades al futuro. Del otro, un electorado indolente (¿la mayoría?), muchas veces incapaz de articular una demanda propia. O, peor aún, incapaz de imaginar los ejes de los problemas más allá del discurso partidario. Algunos vecinos activos acá o allá, algún agitador inteligente como Alfredo Ghierra y su proyecto Ghierra Intendente, algunos grupos de ciclistas, algunos urbanistas comprometidos no son suficientes golondrinas para hacer verano.

    En julio, cuando el viento del invierno arranque el papel de las paredes y rompa el plástico de los carteles de las columnas, seguiremos renegando de la mugre en la ciudad y nos preguntaremos, una vez más, por qué las cosas son así. Y una vez más olvidaremos que fuimos nosotros, los titulares individuales de la herramienta más poderosa que tiene la democracia, nuestro voto, los que aceptamos y quisimos que las cosas fueran como son y como quisimos que sigan siendo.