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    ¿Por qué?

    ¿Por qué creerles a quienes tienen el poder si no han logrado en décadas instrumentar políticas de Estado ni en pobreza, ni en vivienda, ni en seguridad, ni en salud, ni en inserción internacional, ni, ni, ni?

    Columnista de Búsqueda

    Puede ser que el optimismo no sea mi fuerte, pero ¿por qué ser optimista acerca de que Uruguay se vaya a encaminar en el mediano plazo hacia niveles de desarrollo que puedan limar las asperezas más dolorosas de una sociedad llena de llagas?

    ¿Por qué tener esperanza de que la pobreza y la marginalidad desaparezcan cuando invertimos importantes sumas en políticas sociales, pero llevamos cuatro o cinco generaciones del cantegril y no hay nada, pero nada, que nos asegure que no habrá dos, tres o cuatro generaciones más de ranchos, desigualdad y miseria?

    ¿Por qué tener esperanzas de abandonar el liderazgo regional en porcentaje de jóvenes que no terminan el secundario?

    ¿Por qué ser optimistas si las falencias del sistema educativo son tan pero tan grandes que parece insólito que el sistema político no se ponga de acuerdo en tres o cuatro cosas que perduren con los años y que no resistan los cambios de gobierno como ha hecho Finlandia?

    ¿Por qué ser optimistas si, ante un mundo laboral cada vez más complejo y exigente, lo que exhibimos son muchachos incapaces de comprender un texto simple?

    ¿Por qué soñar con el desarrollo cuando seguimos invirtiendo en ciencia y tecnología menos de la mitad de lo que se admite internacionalmente como lo aceptable?

    ¿Por qué ser optimistas cuando la clase gobernante repite que aquí no hay una grieta como la argentina cuando la grieta será inexistente entre ellos, pero abajo hay dos países, dos culturas, una fractura social que rompe los ojos y de eso se habla poco o nada?

    ¿Por qué creer que en algún momento los pocos niños que nacen serán prioridad si todos los partidos mencionan a la infancia en sus programas de gobierno, pero el proyecto de ley de la diputada Cristina Lustemberg, que simplemente ordena el gasto en esa área, lleva casi siete años de aquí para allá y nada indica que se vaya a aprobar en esta legislatura?

    ¿Por qué creer que la infancia, en términos generales, va a ser bien atendida si los niños y adolescentes que están bajo la custodia del Estado en el INAU sufren de una desidia y desprotección tal que es incomprensible la falta de sensibilidad y vergüenza de quienes tienen el poder de cambiar esa realidad?

    ¿Por qué pensar que este país puede ser viable con una tasa de natalidad negativa y una legión de jóvenes improductivos que nadie puede asegurar que vayan a lograr sostener un sistema previsional que cada vez presiona más a las cuentas públicas?

    ¿Por qué pensar que la decadente clase política va a madurar y a sincerarse, dejando de lado intereses particulares, para decirles a los uruguayos que los programas de gobierno que se presentan en esta campaña electoral en curso serán papeles sin valor si se aprueba una reforma constitucional delirante que busca arrasar con tres décadas de un sistema previsional ya atado con alambre?

    ¿Por qué creer que los suicidios, las adicciones y la violencia van a amainar si los partidos votaron una ley de salud mental, pero no asignaron los recursos para ponerla en práctica?

    ¿Por qué pensar que el tema de la vivienda va a mejorar si las previsiones de los investigadores indican que, si no cambiamos el rumbo, para 2030 habrá 10.000 uruguayos durmiendo en la calle?

    ¿Por qué pensar que la seguridad pública puede tener un vuelco sustantivo si sigue siendo un botín electoral?

    ¿Por qué pensar que va a surgir un estadista que se anime a ir contra la reacción popular que, desesperada pero sin conocimientos técnicos, pide represión y mano dura cuando hace 30 años venimos haciéndolo con los resultados ya conocidos?

    ¿Por qué no creer que el narcotráfico nos va a llevar puestos si seguimos escuchando que se le va a dar “lucha frontal” sin que, quienes lo dicen, tengan idea de qué se trata eso?

    ¿Por qué no pensar que el crimen organizado, el de cuello blanco, seguirá creciendo hasta ser un problema institucional si no lo estamos atacando y, en vez de ello, ponemos la mirada en el crimen desorganizado de pequeños narcos que está dejando un tendal de muertos en la periferia?

    ¿Por qué pensar que ese asunto, que todas las naciones definen como el mayor riesgo para las democracias occidentales, se va a encaminar con políticas inteligentes si carecemos de un rumbo claro, si nos llenamos de policías que persiguen a la oferta que brindan los pequeños narcos, pero carecemos de clínicas de rehabilitación que le puedan poner aunque sea un leve freno a la demanda?

    ¿Por qué pensar que dejaremos de ser líderes en consumo per cápita de cocaína en la región?

    ¿Por qué tener la esperanza de que el crimen amaine cuando los que admiten que las cárceles empeoran a los presos votan leyes que meten más tiempo a la gente en esos infiernos donde se violan los derechos humanos y una docena de acuerdos internacionales?

    ¿Por qué pensar que dejaremos de ser líderes en encarcelamiento en la región?

    ¿Por qué creer que algún día nos liberaremos del corsé del Mercosur, una de las regiones más proteccionistas del mundo, si no hay una potente política de Estado que lleve al país a poner sus esfuerzos en conseguir nuevos mercados?

    ¿Por qué ser optimistas si los 3 millones y medio de uruguayos estamos condenados a disfrutar o sufrir de un destino en común mientras que una pequeña elite de poderosos no logra ponerse de acuerdo en temas en los que nos va la vida como nación?

    ¿Por qué creerles a quienes tienen el poder si no han logrado en décadas instrumentar políticas de Estado ni en pobreza, ni en vivienda, ni en seguridad, ni en salud, ni en inserción internacional, ni, ni, ni?

    El optimismo no es mi fuerte, pero que alguien me diga por qué debería serlo.