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La respuesta del Estado no puede seguir otra lógica que no sea la de operar y controlar un territorio, incluso sabiendo que aquellos a los que enfrenta se guían por una lógica en la que las fronteras y los límites territoriales no existen ni importan
Entre todos los mamotretos que leí en mis tiempos de la facultad, hay un par que recuerdo como especialmente densos. El primero de ellos es Hegemonía y dominación en el Estado moderno, del grecofrancés Nicos Poulantzas, y el otro, Mil mesetas, de los muy franceses Gilles Deleuze y Félix Guattari. Ni siquiera estoy seguro de haberlos leído porque eran parte de la bibliografía de alguna materia o si simplemente eran ganas de complicarme la vida de manera tan esforzada como gratuita. En todo caso, sí recuerdo que el de Poulantzas contiene un párrafo sobre el capitalismo y el Estado que he leído a lo largo de todos estos años sin lograr entenderlo. Y tampoco es que haya entendido demasiado lo que dice en el resto del libro.
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Mil mesetas, por su parte (cito de memoria), es una suerte de collage posestructuralista en donde los temas son tratados con toda la opacidad explicativa que se pueda imaginar. Sin embargo, si uno se empeñaba y lograba atravesar la maraña de frases enredadas, retruécanos y demás artilugios típicos de los autores posmo (con la excepción quizá de Jean-François Lyotard en La condición posmoderna), aparecían algunas ideas sugerentes. En el sentido de su capacidad de ofrecer posibles explicaciones y conexiones a cosas que estaban y están efectivamente ocurriendo en el mundo real. Por ejemplo, que los Estados se organizan sobre el control de un territorio mientras que otros fenómenos, como el narcotráfico, simplemente se desplazan sobre esos límites formales que proponen los Estados, volviendo inútiles los esfuerzos por controlarlos a partir de la lógica territorial, que es la única que un Estado puede seguir.
El libro de Deleuze y Guattari es fragmentario y por momentos arbitrario porque está redactado según lo que sus autores llamaron “pensamiento rizomático”. El rizoma “es un concepto del post estructuralismo que describe un conjunto que permite conexiones entre cualquiera de sus elementos constituyentes, independientemente de cualquier orden, estructura o punto de entrada predefinidos”, explica Brent Adkins en su libro Mil mesetas de Deleuze y Guattari: introducción crítica y guía (si será denso el librito que tuvo que salir uno a guiarnos en él). El ejemplo que usan los autores franceses para ilustrar esas dos lógicas es el del ajedrez y el go. Mientras el primero es un “juego de Estado” en el sentido de que la estrategia consiste en controlar y ocupar el tablero, avanzando de manera sistemática sobre el rival, en el go el territorio es solamente el recorrido, no hay un tablero que dominar. Hay una analogía posible, dicen Deleuze y Guattari, entre estos dos juegos y las sociedades sedentarias y las nómades. Mientras para las primeras el camino es solo una forma de ir de un lugar a otro, para establecerse, para las segundas el tránsito por el camino es la vida misma. Y paro por acá con lo que recuerdo de ese libro porque no la quiero embolar. Alcanza con retener la idea de que coexisten dos lógicas: una territorial, sedentaria, la del Estado; otra desterritorializada, nómade, la de las organizaciones que no reconocen fronteras y/o normas derivadas del Estado.
El miércoles 15 el ministro del Interior, Carlos Negro, se hizo presente en los Desayunos Búsqueda. El ministro se presentó serio, más formal que otros políticos, quizá porque de alguna forma (y algo de eso se desprendió de su charla) se considera más abogado que político. Es decir, alguien que tiene una idea más racional, jurídica, que política de las cosas. De hecho, declaró sentirse sorprendido de que en el mundo de la política se diga una cosa de puertas adentro y otra de puertas afuera. Parece un poco ingenuo para alguien que fue fiscal más de treinta años, pero, más allá del reproche a quienes hacen eso (Negro dio a entender que es algo que hace la oposición), es probable que su sorpresa sea real. Entre todas las cosas que dijo el ministro, hubo una que, dicha a la pasada, conecta con algo que se insinúa en Mil mesetas: que las políticas del Estado para enfrentar el narcotráfico tienen como límite que solo pueden ser aplicadas dentro del territorio nacional. Y que el narcotráfico opera, como los pueblos nómades, en los intersticios, en las parcelas que quedan fuera de esa lógica territorial estatal. Es el mismo problema que tiene el Estado cuando se enfrenta a una guerrilla o a un grupo terrorista: por más que use la lógica estatal, esa clase de organización “nómade” se le escurre entre los dedos porque opera desde los márgenes del territorio, como una “máquina de guerra” cuya única finalidad es el combate, y no como un ejército convencional de otro país.
Negro recordó, por ejemplo, la necesidad de controlar la munición que se mueve en Uruguay, apuntando que sin munición las armas son solo metal. Y recordó también que es muy difícil para Uruguay controlar las extensas y muy permeables fronteras que tiene con sus dos enormes vecinos. Que son, precisamente, el lugar desde donde entra no solo la munición, sino también las armas y hasta las bandas delictivas mejor organizadas. En esos recordatorios, seguramente sin haber leído a Deleuze y Guattari, el ministro estaba apuntando a uno de los núcleos que pueden explicar el fracaso de las políticas de seguridad vinculadas con el narcotráfico: la respuesta del Estado no puede seguir otra lógica que no sea la de operar y controlar un territorio, incluso sabiendo que aquellos que enfrenta se guían por una lógica en la que las fronteras y los límites territoriales no existen ni importan. Más aún, que el narco se nutre precisamente de la existencia de esos espacios, esas zonas grises en donde el Estado no llega. O llega a medias y no logra proponer una perspectiva de vida que mejore lo que ofrece el narco.
Por eso fue llamativo que una charla profunda y extensa sobre la seguridad y los planes que tiene el Estado para mejorarla no incluyera ninguna mención, aunque sea mínima y lateral, al fracaso en el egreso de secundaria. Una mención al hecho de que la inmensa mayoría de los asesinados y sus asesinos son gente joven vinculada al narco que encontró en ese “vive rápido, muere joven” una “mejor” opción ante el cierre de posibilidades de vida que implica no terminar ese ciclo de estudios. Porque incluso para los trabajos formales peor pagados se necesita el liceo completo y solo dos de cada 10 pobres logra terminarlo. Es como si primara una visión estanca dentro del propio Estado, que no logra entender que sin una transformación profunda y radical en ese aspecto (y en muchos otros, pero esos otros sí fueron abordados en la charla) el narco seguirá encontrando carne de cañón para operar y extenderse. Y que, dado que las respuestas represivas y preventivas que el Estado pueda dar van a estar siempre y de manera necesaria determinadas por la lógica sedentaria, todo lo que sea nómade, todo lo que se mueva en los márgenes, va a seguir prosperando en esa zona gris. No detectar el vínculo íntimo que existe entre el fracaso educativo y el aumento de la inseguridad puede parecer una cuestión irrelevante pero no lo es. Nos jugamos un montón en entender que simplemente no podemos seguir con ese punto ciego.