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Frank Zappa fue uno de los artistas más inteligentes e influyentes de finales del siglo XX. También fue uno de los críticos más ácidos de una sociedad que aceptaba, sin pensar, la manipulación que la clase política y su entorno de amigos ejercía sobre ella embruteciéndola, homogenizándola, diluyendo sus derechos en nombre de la moral, la libertad, la patria, Dios y las sanas costumbres. De una lucidez y un talento pocas veces vistos, hizo de la música popular, en particular del blues, el lugar donde el arte de la improvisación se convertía en magia y en un alivio para la vida cotidiana de la gente común. En sus obras, la música contemporánea convivía con el jazz, el blues, el rock, la balada y el cabaret. Sus grupos eran una selección de lo mejor del rock y el jazz del momento. Sus shows eran un acto político de denuncia contra las vejaciones que los ciudadanos de a pie sufrían en nombre de la moral e igualdad de derechos, que, como todos sabemos, son iguales para todos, pero a veces distintos. Artista brillante e incómodo.
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John Lennon, Paul McCartney, Bob Dylan, David Bowie y Bruce Springsteen fueron producidos por él. Smoke on the Water, de Deep Purple, se inspira en el incendio que se produjo en un concierto suyo en el Festival de Jazz de Montreux. Odiaba las drogas, pero mucho más a los nuevos directores artísticos y creativos de las compañías discográficas, que muy bien vestidos y decorados de muchos títulos, PhD, y otros honores que los definían como especialistas, a lo único que se dedicaban era a hacer negocios, cuidando sus carreras, sin molestar al establishment y repitiendo fórmulas ya probadas. Es decir, embruteciendo y, si era necesario, vendiendo a sus propios artistas, como fue con el caso de la Parents Music Resource Center (PMRC), un grupo de esposas de senadores de los Estados Unidos que obligaban a poner etiquetas en los discos, definiéndolos como peligrosos para la moral de sus hijos (algo así como tratar la caspa con la decapitación) a cambio de un impuesto a los casetes vírgenes cuyos beneficios irían a las discográficas y sus CEO (¡vale la pena googlear el caso! Es de Monty Python o de Olmedo).
Zappa decía que antes, en los sesenta, unos gordos con cigarros, mucho whisky y sin formación alguna ocupaban esos cargos. Que de música no entendían nada, ni pretendían hacerlo, y que esa ignorancia, reconocida, los llevaba a la conclusión que quizás eso que tenían ahí podía ser bueno y lo editaban igual.
Mucha fue mi sorpresa y, por qué no decirlo, mi alegría cuando leía que exactamente lo mismo pensaba el colosal e irrepetible Orson Welles, quien no conforme con afirmar que la dictadura (por favor, contextualizar el término) de los especialistas sabelotodo, sin personalidad y muchos galardones de la orden al mérito de las Ivy League (no los menciona de esta manera, y por supuesto que no es un ataque a esas universidades que han generado maravillas, pero que sirve para entender el concepto) se había apoderado de la estética y del contenido que la sociedad debía consumir velozmente, cada día más igual, cada vez más descartable. Orson Welles, no conforme con esta crítica, decía que prefería trabajar con amigos que con profesionales, porque, si bien los amigos se equivocaban mucho, la pasaban tan bien que el resultado final era siempre muy superior. Ni hablar cuando leí la biografía del hombre que cambió el cine para siempre, George Lucas, que logró independizarse de la tiranía de Hollywood, armando la megaproductora trillonaria de la que salieron desde la saga de La guerra de las galaxias hasta Indiana Jones, modificando para siempre el sistema de edición y la digitalización en la industria cinematográfica. Francis Ford Coppola quiso hacerlo antes y no pudo. Y aún hoy, cuando lo entrevistan por su nueva película, Megalópolis, dice lo mismo.
En fin, a los especialistas condecorados no les gusta arriesgar y les fascina moverse en un mundo agradable (perdón, Serú Girán, les robé el título de esa maravillosa canción que habla exactamente de lo opuesto).
Zappa, Welles, Fellini, Coppola y Lucas vivieron, y nos hicieron vivir, con la belleza de lo inútil, lejos de lo utilitario y de ese dogma contemporáneo que es la meritocracia, cuyas sentencias irreversibles están aniquilando algo tan maravilloso y necesario como es el mérito. Algo de esto se huele en las afirmaciones de Zappa, Welles y Lucas, y muy mal no les fue.
Alguna vez le preguntaron al muy exitoso actor Ethan Hawke para qué servía la poesía y respondió: “Para nada. No sirve para nada. No tiene ninguna utilidad… hasta que un día una enfermedad, la muerte de un ser querido o un corazón roto te llevan a un lugar de un dolor insoportable, donde la vida ya no tiene más sentido. Entonces se cruza una poesía en el camino devolviéndole el sentido a la vida que ya creíamos perdida. La poesía es lo que nos vuelve humanos, lo que le da sentido a la existencia”.
Algo así como la venganza positiva de lo que no sirve para nada.