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    Un breve momento de decisión

    “Monstruo” define a un ser anómalo o fantástico, y si tratáramos como tales a quienes cometen atrocidades, correríamos el riesgo de eximirlos de su responsabilidad

    Columnista de Búsqueda

    Cuando leí la noticia, en setiembre de 2020, me pareció una historia de ficción: en un pueblo de Francia, un anciano ofrecía vía internet participar en la violación de su esposa, una mujer de más de 60 años a la que previamente drogaba. Era un matrimonio normal y bien avenido, tres hijos y siete nietos, personas mayores, jubilados de vida tranquila. No es solo el testimonio de los otros, es lo que ella misma, Gisèle Pélicot, pensaba de su pareja, Dominique Pélicot. “Un hombre sano, amable, considerado”, concuerdan los testimonios de afuera.

    El abuelito Pélicot, que hoy enfrenta el juicio en los tribunales de Aviñón con 71 años, fue descubierto mientras filmaba a las clientas de un supermercado por debajo de sus vestidos. Él se excusó con el agente de seguridad que lo detuvo, dijo que había actuado “por impulsos incontrolables”. El argumento, que hasta el presente funciona entre amplios sectores de la sociedad, no convenció a nadie. El guardia hizo la denuncia a la Policía, la Policía la recibió, lo detuvo y allanó su vivienda. En eso estaban, revisando su material informático y teléfonos, cuando se toparon con miles de fotos y videos en los que aparecía su mujer en estado inconsciente, siendo víctima de abusos sexuales, violada cientos de veces. Eso ocurrió entre 2011 y 2020. Porque el horror al que sometió a su esposa aquel hombre sano y considerado duró casi 10 años.

    A medida que la Policía avanzaba en la investigación del caso crecía el asombro. De las fotos y videos pasaron a leer los intercambios del señor Pélicot con integrantes de una sala de chat virtual llamada “sin su conocimiento” (imaginen a qué se refiere y acertarán) y en el muy controvertido Coco.gg (asociado a casos de pedofilia, tráfico de drogas, criminalidad, hoy cerrado). Allí se revelaron los diálogos en los que el hombre ofrecía al público tener sexo con madame Pélicot, mientras ella estaba inconsciente en su cama. Los detalles, que cualquiera puede buscar y leer online, son escalofriantes.

    Cuando la Policía cita a Gisèle a la comisaría le advierte que lo que van a mostrarle no la hará feliz, cuenta ella. “Sacan una carpeta con documentos, me muestra unas fotos y luego me pregunta si reconozco a alguien”, dice en el estrado del juzgado donde se radica la causa. “Me pongo las gafas, pero no conozco a nadie”. Le piden que se fije de nuevo: “¿Esta es su habitación? ¿Es su mesa de noche?”. Entonces empieza a reconocer los detalles: esas son las paredes de su cuarto, esa es su propia cama. Y esa, la mujer que yace inerte y a la que están violando, es ella misma.

    “Silencio. Mi mundo se está derrumbando, todo se está derrumbando”, declara la mujer.

    Las edades de los hombres que aparecen en los videos abusando sexualmente de Gisèle van de los 26 a los 74 años, son al día de hoy más de 70 y no se descarta que la cifra sea provisoria. La situación es terrible y hasta grotesca si se piensa en la edad del matrimonio Pélicot, en el tiempo que han estado juntos como pareja (más de medio siglo) y en la violencia inusitada que él y sus invitados ejercían sobre la mujer. El psiquiatra de la causa, Paul Bensussan, destacó “la frialdad notable, la ausencia de empatía”, así como la “cosificación” del marido con la mujer. Aunque después de leer unos pocos renglones sobre este caso ya no es necesario que nos expliquen la conducta feroz y despiadada del acusado.

    Como insólita también es la actitud del alcalde del pueblo de Mazan, escenario de la tragedia. Entrevistado por la BBC, Louis Bonnet habló sobre el caso y al hacerlo mostró actitudes que ya han desatado la furia en Francia. “La gente aquí dice ‘no mataron a nadie’. Habría sido mucho peor si (Pélicot) hubiera matado a su esposa. Pero eso no sucedió en este caso”. Y agrega: “Cuando hay niños involucrados o mujeres asesinadas, entonces es muy grave porque no hay vuelta atrás. En este caso, la familia tendrá que reconstruirse. Será difícil. Pero no están muertos, así que aún pueden hacerlo”. Sin palabras.

    Respiremos hondo y volvamos a los hechos. Al descubrirse las actividades de este señor, cuando la Policía allana el hogar y encuentra los videos y las fotos, todo se precipita. En el garaje aparecen cantidades de un ansiolítico potente, escondido en un calcetín de tenis, y era la droga que Dominique le suministraba a Gisèle para inducirla a un estado de inconsciencia y facilitar las violaciones. En la computadora del marido, entre otros cientos de imágenes, aparecen fotos de Caroline, una de las hijas, dormida y desnuda. “Otra vez doble shock”, continúa Gisèle Pélicot.

    A esta altura del escándalo uno pensaría que la defensa lo tiene complicado, pero los abogados del acusado no pierden las esperanzas. Alegan que Pélicot sufrió un asalto sexual a los nueve años en un hospital, y que a los 13 padeció otro episodio traumático al presenciar una violación múltiple. Nada de eso se ha confirmado, y su propia hermana dice a la prensa que nunca supo de los presuntos hechos en los que se basa la estrategia de la defensa.

    En el interior de la sala del tribunal de Aviñón donde se desarrolla la causa, los acusados se tapan el rostro, bajan la capucha de sus abrigos, intentan esconder sus rostros. En franco contraste, Gisèle Pélicot rechaza su derecho legal a la privacidad y al anonimato, prefiere mostrarse, dar la cara y aparecer ante el público y la prensa. La vergüenza tiene que cambiar de bando, dice ella con voz firme y mirada directa, y la frase empieza a ser un símbolo de resistencia entre las mujeres francesas, entre las víctimas de abuso para quienes la vergüenza y el miedo fueron obstáculos para denunciar o hasta para procesar lo ocurrido.

    “(Gisèle) ha demostrado tanta dignidad, coraje y humanidad. Fue un gran regalo (para las mujeres francesas) que decidiera hablarle al mundo entero frente a su violador. Decían que estaba destrozada, pero fue muy inspiradora”, comentó Blandine Deverlanges, una activista local. Ella y su grupo pintaron frases en las paredes de Aviñón: “Hombres comunes. Crímenes horrorosos”. La propia Gisèle Pélicot pide públicamente que se ponga fin al ambiente de violencia y acoso contra sus victimarios, que sí se mantenga la mirada de rechazo a su impunidad, pero sin caer en la deshumanización de los criminales. Y creo que ese es el punto crucial de reflexión al que nos enfrenta este caso.

    Porque estos 70 hombres no son monstruos. No son una olla a presión donde bullen fantasías y deseos que no pueden controlar; son personas comunes y corrientes, seres responsables penalmente que, en su libre albedrío, han decidido avasallar los derechos y la integridad de otra persona. Es claro que todos tenemos fantasías sexuales, y no es ese deseo lo que nos define y condiciona como humanos, sino el límite entre la imaginación y la acción, una frontera: la voluntad de no causar un daño.

    Se habla de la importancia de nombrar las cosas, y en esta historia las palabras se vuelven especialmente relevantes. “Monstruo” define a un ser anómalo o fantástico, y si tratáramos como tales a quienes cometen atrocidades, correríamos el riesgo de eximirlos de su responsabilidad. Perderíamos de vista que los crímenes, aún los más extraordinarios, suelen cometerlos personas corrientes de las que únicamente nos separa un momento, el breve momento de decisión en el que se deja atrás la frontera de la ética.