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Los procesos en la historia son ondas muy largas, que acumulan siglos o décadas de pequeños hechos hasta que se convierten en el presente que vivimos, y que muchas veces nos sorprende
“Quiero despertarme en un mundo agradable / quiero darme libertad”. Así arranca David Lebón Mundo agradable, el tema que compuso para el último disco de Serú Girán, el grupo liderado por Charly García. Era el año 1992. Parecía que podía ser, que el mundo podía volverse agradable, como afirmó el filósofo estadounidense Francis Fukuyama, que se dejó llevar por la emoción y confundió el final de la Guerra Fría con un triunfo irreversible de las democracias liberales, el final de las guerras y muchas otras cosas más. Se equivocó más que Gastón Gaudio, ganador del Roland Garros en 2004, cuando vio por primera vez jugar a Roger Federer y dijo que era malísimo y que jamás sería el número uno del mundo porque no sabía pegar el revés (anécdota que él mismo cuenta con muchísimo humor en una charla que dio en 2022 en el Carrasco Lawn Tennis Club, y que se puede ver en YouTube, ¡imperdible!). O Steven Pinker, el psicólogo canadiense gurú de Harvard del siglo XXI, en Los ángeles que llevamos dentro, donde, más allá de la enormidad de sus conocimientos y de los argumentos a los que se anima, seguramente hoy estará replanteándose algunos temas y, si pudiera, borraría alguna que otra conclusión alguito apresurada que sacó. Quizás, para entender mejor este momento del mundo, habría que releer al psicólogo premio Nobel de Economía en 2002, Daniel Kahneman (Pensar rápido, pensar despacio), y a Nassim Taleb (El cisne negro), quienes, ante la falta de consistencia del dogma de la racionalidad como la entienden los autores que mencioné al principio, intentan otros caminos en su búsqueda por entender el comportamiento humano. Ambos han encontrado empíricamente que las decisiones están marcadas principalmente por las emociones, mientras vivimos inmersos en situaciones de incertidumbre, donde la suerte y los cisnes negros están a la orden del día, aunque muchas veces la sociedad y la política intenten justificar sus horrores volviendo negro un cisne blanco.
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Lo cierto es que el mundo se volvió impredecible, absorbido por un atractor extraño (término matemático para describir un sistema que a un cierto punto se vuelve caótico e impredecible; algo así, con perdón de los matemáticos), pero por sobre todas las cosas se volvió ajeno. En 2021, Riccardo Muti (80 años), director de la Orquesta Sinfónica de Chicago y uno de los más celebrados directores de orquesta de todos los tiempos, manifestó en una entrevista en el diario más leído de Italia, Il Corriere della Sera: “Me cansé de la vida, porque es un mundo en el que ya no me reconozco, y como no puedo esperar que el mundo se adapte a mí, entonces prefiero apartarme del camino. Como en Falstaff (ópera de Verdi), todo declina”. Muti es una leyenda en vida, que no se suicidó y continúa siendo figura central en el ambiente de la música clásica.
Los procesos en la historia son ondas muy largas, que acumulan siglos o décadas de pequeños hechos hasta que se convierten en el presente que vivimos, y que muchas veces nos sorprende. También hay momentos en los que la vida entra en un acelerador, algo que pasó con la crisis del Covid-19, de donde salimos desconcertados, como si nos hubiesen cambiado las cartas en pleno juego, aunque hoy la pandemia suene a la prehistoria. Lo cierto es que vivimos en un mundo sin pliegues, tenso, llevado al límite en cada instante, exigido en cada gesto, apabullado por información instantánea e incomprobable, donde cada vez más se va desdibujando lo que nos hace humanos, como el error, la suerte, la vejez, el ocio. Estamos atrapados en un Power Point (ahora diagramado por algoritmos) que nos va indicando el derrotero, con mucha precisión, desde el día que nacemos hasta el final.
En algún lugar del camino descubrimos a la juventud, primero como acto de rebeldía, luego como la principal fuente de consumo, seguido por un ideal grecolatino de belleza estética, seguramente con la añoranza de aquellos bellos y únicos años donde la vida se juega en lugar de sufrirla (desgraciadamente, las guerras y el hambre son factores de discriminación entre jóvenes de distinto origen y género). Y entonces creamos en una probeta un mundo feliz para una sociedad adolescente. Pero solo los adolescentes pueden vivirlo de esta manera porque, justamente, son adolescentes y tienen algo que, sin saberlo, los tracciona: la certeza del futuro. Es un mundo traicionero y muy ordinario el que planteamos, porque funciona como maquillaje de la desesperación de los adultos para perpetuarse en el poder y en la vida. Pocas cosas son tan patéticas como un adulto haciendo de adolescente. Es un mundo huérfano, porque los grandes han abandonado su responsabilidad de ser grandes (hablamos como jóvenes, nos vestimos como jóvenes, nos depilamos como jóvenes y vivimos en la búsqueda permanente de que no se nos identifique como adultos). En una palabra, ya sabemos cómo usar nuestros celulares inteligentes, al menos el 30% de sus funciones, lo que nos convierte en lords de la nueva vida. Beppe Grillo, Trump y Milei entendieron, como nadie en la política, que el mundo tiene la estética y la ética de los exchicos de los garajes de Silicon Valley, y es por eso que su comunicación va derecho al corazón de los adolescentes, sin hacer juicios de valor de ningún tipo, porque el otro mundo, ese que parece ir diluyéndose sin dejar rastros, no lo manejaban carmelitas descalzas... Nos fascinamos e invertimos en generar más adolescencia, y luego nos sorprendemos cuando los viejos valores, los de hace diez años, ya no cuentan. Creamos una sociedad que hace apología del ya y de una forma publicitaria de la libertad (no la Libertad de los liberales, sino la que que va con beneficio de inventario de los conservadores), y luego nos asustan las letras del rap, los lenguajes inclusivos, la multiplicidad de géneros y, por supuesto, como también diría Charly García, esos raros peinados nuevos. Nanni Moretti, en su última película, Lo mejor está por venir, plantea este tema: cómo poder seguir siendo adultos en un mundo que habla el lenguaje de los jóvenes. Seguir siendo adulto es principalmente respetarlos e intentar entender de qué trata este nuevo mundo que quieren probar, para escapar de las trampas que durante décadas los viejos escribimos en fórmulas inviolables, esas que exterminaron la suerte, el ocio, el dolor, el deseo en el tiempo, la paciencia, fórmulas que solo hablan de éxito, de premios y castigos, de currículum.
En estos últimos 10 días se viralizaron videos de Juan Martín del Potro, el enorme extenista argentino, sufriente, hablando de sus ataques de pánico, de sus llantos, de su soledad, de un físico que ya no le responde ni para subir las escaleras o manejar sin detenerse hasta Tandil desde la Ciudad de Buenos Aires por el dolor en sus rodillas, producto de las exigencias de una vida de alto rendimiento (si no es alto rendimiento, no está en el Power Point). Y otro de Gianmarco Tamberi —el medallista de oro en salto alto en Tokio 2022 y uno de los tres íconos del deporte del siglo XXI italiano, junto con Valentino Rossi y Jannik Sinner—, que en una entrevista dijo que su mayor fracaso es su relación con su padre, que lo obligó a dejar el básquet por el salto alto, transformándolo en una superestrella del deporte, infeliz y triste, que hubiese deseado ser un mediocre basquetbolista pero feliz. En fin, un mundo diagramado a lo Gattaca, la película del neozelandés Andrew Niccol de 1997 protagonizada por Jude Law y Uma Thurman, de ese mundo feliz, perfecto, sin errores, inhumano, pero que siempre falla, en algún lugar…
David Foster Wallace (1962-2008), uno de los más imponentes escritores de los últimos tiempos, también se sentía ajeno a este mundo, y se suicidó, dejándonos una obra descomunal. En uno de sus cuentos más brillantes, Querido viejo neón, nos dice: “Un sistema alienante de una brutalidad única en el que el lavado de cerebro que les imponen a los hombres desde chicos los está haciendo caer en las creencias y las supersticiones más nocivas sobre qué significa ser un ‘hombre verdadero’, como la competitividad en lugar de la conciliación, ganar a cualquier costo, dominar a los otros con la inteligencia o la voluntad de ser fuertes, no manifestar las propias emociones, depender del hecho de que los otros te vean como un verdadero hombre para tranquilizarte sobre tu propia virilidad, ver el propio valor solo en términos de resultados, vivir obsesionados con la renta o la carrera, sentirse permanentemente juzgados o expuestos, pummm!”.
Cuántos jóvenes necesitamos romper para seguir viviendo el sueño sin fin de la adolescencia, sin hacernos cargo, los adultos, de nuestras responsabilidades, con los tiempos lentos y reflexivos, quizás no tan vendibles comercialmente, esos que se alejan de los actos reflejos y explosivos a los que hace referencia Daniel Kahneman y que, aunque no lo parezca, nuestros jóvenes nos los están pidiendo a gritos.
“Este es mi sueño y el de muchos más / Esta es mi casa, donde quiero estar / Calmar mi sed / Viajar en paz”, terminaba cantando Serú Girán en 1992.