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    Violencia legítima

    En su ensayo La Loi, Bastiat nos recuerda algunas obviedades que han quedado sepultadas entre la montaña de residuos de la retórica institucionalista, que confunde los dominios de la libertad con los buenos sentimientos

    Columnista de Búsqueda

    Todo el problema de la política, ha sugerido Bastiat, reside en la creencia de que el legislador es infalible. Desdichadamente, son pocos en este mundo, y en especial en este esmirriado andurrial de la galaxia, los que reconocen el prístino recelo del pensador francés acerca de los poderes constituidos para el gobierno de los hombres. En general las personas tienden a prestar devoción a quienes los atormentan con promesas y amenazas, con impuestos y restricciones; es el problema del proceso secularizador: perdida la fe en Dios y en su bondad y misericordia —lo que ocurre en la operativa de la Ilustración—, los pueblos desplazan su esperanza a las asambleas y a todas las construcciones que facilitan la concepción roussoniana del paraíso, esto es, el estatismo craso y descortés que atraviesa transversalmente a las grandes masas y a las élites, que la sucesión cansina de legislaturas las han paseado a su antojo por las pavorosas cavernas del infierno.

    En su ensayo La Loi, Bastiat nos recuerda algunas obviedades que han quedado sepultadas entre la montaña de residuos de la retórica institucionalista. Esa retórica que confunde los dominios de la libertad con los buenos sentimientos y la fina empatía de los políticos que han convertido las leyes de instrumentos de preservación de la libertad y de los derechos en desviados estancos, en los que se han de encerrar estos bienes para que el sistema pueda seguir justificándose sin que nadie se atreva a cuestionarlo, a dudar de su limpieza o de su recodificada pertinencia.

    En un pasaje de ese texto, nos dice que el Estado no puede hacer lo que un individuo no tiene derecho a hacer; con esto quiere significar que la misión de la violencia de protección del derecho es legítima en tanto afirme ese derecho y no que, en nombre de su preservación, se los desconozca y se implante la especie en la legislación como si coartar la libertad fuera un deber del Estado y no lo diametralmente contrario a eso. Lo expresa con claridad al sostener:

    “Si cada persona tiene el derecho a defender —aunque sea a la fuerza— su persona, su libertad y su propiedad, entonces se deduce que un grupo de hombres tienen el derecho a organizarse y apoyar una fuerza común para proteger estos derechos constantemente. De modo que el principio del derecho colectivo— su razón por existir, su legalidad—se basa en el derecho individual. Y la fuerza común que protege este derecho colectivo no puede lógicamente tener ningún otro propósito ni ninguna otra misión que aquella que sustituye. De modo que, como un individuo no puede legalmente usar fuerza contra la persona, la libertad, ni la propiedad de otro individuo, entonces la fuerza común —por la misma razón— no puede legalmente usarse para destruir la persona, la libertad, ni la propiedad de los individuos ni de los grupos. Tal perversión de fuerza sería, en ambos casos, contraria a nuestra premisa. Se nos ha dado la fuerza para defender nuestros propios derechos individuales. ¿Quién se atrevería a decir que nos han dado la fuerza para destruir los derechos iguales de nuestros hermanos? Como ningún individuo actuando por sí solo puede usar fuerza legalmente para destruir los derechos de los demás, ¿no es lógico deducir que el mismo principio también se aplica a la fuerza común que es solamente la organización de las fuerzas individuales combinadas? Si esto es cierto, entonces nada puede ser más evidente que esto: La ley es la organización del derecho natural a la defenderse legalmente. Es la sustitución de fuerzas individuales por una fuerza común. Y esta fuerza común es para hacer solamente lo que las fuerzas individuales tienen un derecho natural y legal para hacer: proteger las personas, las libertades, y las propiedades; mantener el derecho de cada una, y causar que la justicia reine sobre nosotros”.

    La mediatización del uso de la fuerza por parte del Estado, ese monopolio que el liberalismo clásico también le reconoce, solo se puede asentar en los límites garantistas que se le impongan. No puede aceptarse en una sociedad libre que sofocar derechos tenga alguna legitimidad; no puede tener ninguna. Solo la preservación del derecho de otros permite limitar el derecho de un individuo puesto en agresor. Si no hay amenaza, si no hay agresión, el Estado debe confinarse a un ámbito de prescindencia y respeto. No puede ser moralmente más que el individuo; solo en el orden práctico.