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La creatividad es la consecuencia de un error en relación con la tradición aceptada hasta ese momento. La gente está como resfriada, tiene la nariz cerrada, le cuesta sentir el olor del tiempo. La vanguardia viene de los jóvenes frustrados de las ciudades de provincia. “When you are growing up in a smalll town”, cantaba Lou Reed. Ninguna de estas reflexiones me pertenece. Son anotaciones de un libro de Oliviero Toscani, el último rezagado del Renacimiento italiano (escribí sobre él en Búsqueda hace dos meses, cuando falleció. “El mundo se quedó sin colores”, era el título de la nota).
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Hace dos semanas también escribí la columna “Desertar”, y se refiere a la densidad del momento, al hastío que produce una realidad blasfema de la vida. No se puede detener el swell (mar de fondo), ese movimiento de las olas que se propaga fuera de la zona donde se ha creado, llegando a veces a lugares muy alejados. El mundo continúa desarrollando mucha vulgaridad y violencia, como un swell que no para de abastecernos de títulos aberrantes para artículos inconducentes, cada día más semejantes a un nicho que se va extinguiendo de a poco, como el gemido de T. S. Eliot en su poema “Los hombres huecos“, ese de Marlon Brando en Apocalypse Now. Hace dos semanas, escribí que quizás la última posibilidad que tenemos de escapar de este reality del horror es desertar. Lo intenté y traté de distraerme, pero o ya es imposible o elegí mal la forma.
En estos 15 días me volví adicto a Instagram, para escaparme, como cuando para dormir pongo en la televisión CSI. Pero esta adicción, como cualquier otra, se convirtió en algo preocupante. Me sometí con el rigor de un monje medieval a una rutina implacable, que iba del Instagram a una biografía de Caravaggio, un libro sobre los Médici y una autobiografía de Oliviero Toscani (todo de manera compulsiva y frenética). Quería y quiero desertar, pero este nuevo mundo intoxicado de sí mismo se esfuerza para que no lo logre. “We didn’t start the fire, it was always burning”, cantaba Billy Joel en los 80…
Sigo intentando. Veamos: la Roma en la que vivió Caravaggio era una ciudad violenta, sumergida en crímenes, complots, corrupción. Botín de las coronas francesas y españolas, que se la disputaban al son de traiciones y guerras por el dominio de la salvación de los hombres (en su acepción genérica, acorde a la época), que en plena contrarreforma solo era posible a través de un catolicismo profundo y sacrificado, que en realidad era por sobre todas las cosas una lucha por el más acá que solo interesaba a las noblezas europeas, a los banqueros florentinos y a los curas del Vaticano, sacando provecho de acuerdo al origen del papa de turno y sus secuaces. Que nadie se ofenda, el Vaticano seguramente no era el lugar que Cristo se imaginó cuando dejó a Pedro como su sucesor. “Eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. De su sucesor, el único eco que retumbaba en Roma era el de las traiciones. “Ecce homo”, dijo Poncio Pilatos. Ecce homo es el título de una obra de Caravaggio, esa cuya aparición en el 2024 en una subasta en España donde sería vendida por 1.500 euros, debido a que sus dueños no sabían que era un Caravaggio, se convirtió en uno de los thrillers más increíbles de la historia del arte, como si el aura de artista imposible, maldito, pendenciero, estafador, asesino, descomunal en su genialidad, continuara correteando por la Tierra casi cuatro siglos después de su muerte.
Dos artistas me obsesionan: Caravaggio y Andrea Mantegna. Solo este año supe que ambos, además de la genialidad, compartían toda la caterva de adjetivos descalificativos que mencioné hace un párrafo y varios más que por pudor no enumero. Dos ángeles caídos del cielo, incómodos en la cotidianidad de la vida. Andrea Mantegna fue parte del apogeo del Renacimiento, cuyas obras materiales y conceptuales crearon al hombre moderno, a Europa, a Occidente. Y todo eso salió de una civilización violenta, criminal, que vivió su tiempo de complot en complot, de guerras brutales, extorsiones, asesinatos, corrupción y de historias oficiales, de esas que se alimentan de la aniquilación de la carne, el espíritu y la memoria de los clanes rivales. En realidad, como escribió Humberto Eco, los italianos del Renacimiento se dieron cuenta de que era más fácil, más económico y menos peligroso pagar a sicarios que mantener ejércitos. Casi un siglo antes, Nietzsche le había respondido indirectamente a Eco que la gran desgracia del apogeo de la humanidad, el Renacimiento florentino, fue no tener ejército y depender de mercenarios, como los poderosos Sforza Milanese (con la teoría de la relatividad, esta respuesta que se anticipa un siglo a la pregunta es posible).
Esa historia nos habla de los Médici y en particular de Lorenzo el Magnífico, el hombre de todas las virtudes, donde el poder y la cultura se conjuran en una única misión: la reivindicación del hombre sobre lo divino. Es la historia que borró de la historia a los Pazzi y dejó impregnada en la memoria colectiva la sinécdoque Borgia-mal absoluto. Para entendernos, Lorenzo el Magnífico era el hombre más rico y uno de los más poderosos de Europa, el financista de los grandes reinos a los que tuvo muchas veces en jaque. Un Elon Musk ante litteram pero más sofisticado. Esos también fueron los años de Leonardo da Vinci, Rafael, Miguel Ángel, Dante, Boccaccio, Petrarca, Maquiavelo.
Creo que pude desertar por un rato, aunque las imágenes de Donald Trump con el excampeón UFC Conor McGregor, en el salón oval de la Casa Blanca, son un hueso duro de digerir, estéticamente hablando. En el Renacimiento también pasaban estas cosas, ¡¡¡pero qué buen gusto tenían!!!