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¿Alice Munro desoyó las acusaciones de su propia hija contra el que era y siguió siendo su marido? Sí, señores, así fue, porque una gran escritora, premio Nobel y feminista, para más datos, también puede ser: a) una persona confundida, b) una persona manipulable, y c) una mala persona. Y tal vez habría que considerar que nadie es tan perfecto ni tan coherente a la hora de vivir
Una de las hijas de la escritora canadiense Alice Munro, la menor, dijo haber sufrido violencia sexual de su padrastro, el hombre con el que su madre, a pesar de saberlo, permaneció hasta el día de su muerte. Si bien todos los casos de abuso de menores son importantes y terribles, este no es cualquiera: involucra a una autora que escribió historias de mujeres relegadas y silenciadas, desde siempre y de mil maneras.
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Vayamos a los hechos. Andrea Robin Skinner fue abusada por el segundo marido de su madre, Gerald Fremlin, desde los 9 y durante varios años. A los 25 se lo confesó a la madre. “Reaccionó exactamente como temía que haría, como si se hubiese enterado de una infidelidad”, dijo la hija de Munro. La escritora se separó por un tiempo breve y luego volvió con él. Desde entonces y hasta ahora, un manto de silencio se tendió sobre los hechos. Más de 40 años de silencio.
El agresor, Fremlin, reconoció los hechos en cartas que escribió a la familia, dijo que efectivamente había abusado de su hijastra, y acusó a la niña (entonces de 9 años, 9) de haberlo inducido a actuar como actuó. También amenazó con difundir fotos de Andrea en situaciones comprometedoras. Después de un proceso judicial, en 2005 fue condenado a dos años en libertad condicional y a no mantener contacto con niños menores de 16 años sin la presencia de otro adulto. Lo que viene después son datos confusos, detalles aislados que hablan de una familia golpeada por la vergüenza, de un grupo de personas que aplica una omertá mafiosa, intentando ocultar los hechos tal como se hacía entonces: a costa de la víctima. Y esto incluye a su propio padre, que nunca quiso levantar olas con el tema. El silencio fue el otro abuso perpetrado contra la víctima, y la familia, el biógrafo de Munro y hasta Margaret Atwood confesaron saberlo desde siempre. Pero todos callaron. En esta historia hay un culpable y muchos cómplices por acción u omisión.
Las pruebas de lo dicho por Andrea son abrumadoras, desde que Fremlin confesó su delito. Entonces, ¿Alice Munro desoyó las acusaciones de su propia hija contra el que era y siguió siendo su marido? Sí, señores, así fue, porque una gran escritora, premio Nobel y feminista, para más datos, también puede ser: a) una persona confundida, b) una persona manipulable, y c) una mala persona. Y tal vez habría que considerar que nadie es tan perfecto ni tan coherente a la hora de vivir.
Hay más datos que nos pintan la actitud de la escritora. Por ejemplo, en una entrevista que dio en 2004 contó que se había enamorado de su segundo marido la primera vez que lo vio y que era el amor de su vida. Hoy sabemos que entonces ya había pasado todo lo que pasó, y que ella ya conocía la historia. Pero Alice está ahí, en la entrevista, y habla cariñosamente de Gerald, habla de su amor por Gerald. Imagino a esa hija, en alguna parte, escuchándola.
Confieso que a priori no me interesa la vida personal de los escritores. En general no leo sus biografías, me aburre escuchar entrevistas, me resultan indiferentes sus preferencias políticas, saber a quién votan o qué comen, cómo tratan a sus hijos y cónyuges. Sin embargo, algunos han trascendido esa indiferencia, se instalaron en mi vida como conocidos queridos sin que yo sepa muy bien por qué. Por ejemplo, siento un cariño inexplicable por Paul Auster, que hasta este momento viene resultando un buen tipo. Pero también siento un vínculo especial con John Cheever, un hombre atravesado por contradicciones morales difíciles de entender o justificar, y he logrado mantener ese nexo a pesar de lo asfixiante y abrumador que me resultó adentrarme en su vida privada a través de los textos de Cartas y Diarios (¿Ves, Mercedes? Si te gusta el autor, no leas su biografía). Sí, ciertamente puedo entender la conexión emocional entre lectores y escritor, y también que el vínculo se dañe o se quiebre al conocer un aspecto deleznable de su vida.
Lo entiendo, pero no comparto que se censure la obra.
Porque, ¿acaso somos tan inflexibles con todo nuestro entorno? ¿Averiguamos si el dueño del supermercado o el electricista tienen una vida adecuada a nuestros valores? ¿La tuvo siempre nuestra propia familia? Es difícil entender por qué se le exige al escritor una vara moral más alta, una coherencia más consistente que al resto. Cheever era un envidioso y un hipócrita, un adúltero que escribía a favor de la monogamia, un bisexual que detestaba cualquier indicio de ambigüedad sexual... en los otros. ¿Tengo que privarme de leer algunos de los mejores cuentos que se han escrito? He escuchado a muchos que dicen que sí, que ya no podrán o no querrán leer a Alice.
Yo no cometeré el desatino de dejarla de lado para participar en una ordalía punitoria. Aunque también me pregunto si, cuando volvamos a ella, sabiendo lo que sabemos, no cambiará nuestra percepción de sus ficciones. Evidentemente, cada uno tendrá una respuesta basada en valores y sentimientos propios. Volveré a leerla, sin dudarlo, como leí a Lewis Carroll sabiendo que había sido un pedófilo o a Anne Perry a pesar de que fue una asesina. La leeré y desearé que la experiencia sea tan buena como antes de saber lo que sabemos, volveré a decirme que no me importa la vida personal de los autores, que ellos no tienen obligación de ser buena gente, sino de emocionar y divertir, de conmover con su obra. Lo que no tengo claro es si lograré esa lectura aséptica que me propongo o si estaré pendiente de cada frase, si no buscaré en cada personaje y en cada hecho una explicación de lo inexplicable.
En fin, señores lectores, la ficción que leemos no la escriben los ángeles. Al diablo con el buenismo y la ingenuidad de pretender que quienes escriben sean ejemplos de vida. Ahora y acá, a mi lado, tengo Demasiada felicidad, pienso releerlo y trataré de que las circunstancias no empañen mi momento de placer.
Me quedo pensando en una frase de Patricio Pron (revista Letras Libres, de mayo de 2015): “... nunca he entendido por qué razón a un escritor se le debería exigir capacidad de engaño en la ficción y honestidad fuera de ella”.