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No son legisladores ni pueden prometer trabajos en intendencias u organismos a adolescentes a cambio de sexo, pero tienen poder; son padres, tíos, abuelos, hermanos, amigos de la familia; y están por todos lados
“La segunda vez que fui bajé semidesnudo del coche. Solo llevaba un arnés, un slip, te tapaba la parte de adelante, el culo lo llevaba al aire y llevaba un collar de perro. Entonces el que quería te enganchaba con el collar y te llevaba a donde quería llevarte. Pero claro, como tú eras un chico Penadés, si él no daba el permiso de poder tocarte, no te podían tocar, entonces él andaba con la correa y tú ibas atrás como un perro. Se la colgaba en el hombro y él iba caminando desnudo y tú debías ir con el collar atrás. Adentro de la casa, en el jardín. Delante de los amigos”.
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Así describe Javier Viana cómo eran algunas de las fiestas que organizaba tres décadas atrás el exsenador Gustavo Penadés en Punta del Este, de las que asegura haber participado cuando era adolescente. Lo deja plasmado en el libro Gustavo Penadés. Dos caras de un hombre con poder, de los periodistas Carolina Delisa y Martín Tocar.
En las fiestas, relata, había otros “chicos Penadés”. Había alcohol, drogas, sexo explícito. Había reuniones en el apartamento del exlegislador con otros hombres. Había menores. Y había violencia, golpes, abuso, amenazas. Poder.
Tanto poder que la reacción inicial del entorno cercano —legisladores y hasta el propio presidente, en ese entonces, Luis Lacalle Pou— ante la primera denuncia fue de defensa cerrada. Primero, en una charla informal con periodistas, Lacalle Pou dijo que le creía a su amigo. Más tarde, con la llegada de más denuncias, justificó su reacción inicial. “Me mira a los ojos y me dice: ‘Yo no fui, no hice nada. No es cierto’. ¿A quién le cree cualquiera? Sería un mal amigo si no le creo”, dijo, y remarcó sus 30 años de amistad. No ponderó que quien hablaba en esa rueda de prensa no era el amigo, sino el presidente de la República, que sus palabras llegarían a todos quienes tuvieran un televisor, una radio o un celular a mano. Y que si el propio presidente le creía, ¿quién le iba a creer a una víctima que no tenía más que su testimonio? ¿Y quién se iba a animar a denunciar después de que el entonces ministro del Interior, Luis Alberto Heber, dijera que la acusación contra —otra vez— su amigo era una difamación? Y claro, otra vez, ante la sumatoria de denuncias y la imputación por ser presunto autor de 22 delitos sexuales, la desilusión, la sorpresa, el dolor por el engaño.
Hoy la mayoría se desmarca. Algunos lo hicieron desde el principio, otros no. Algunos dicen sentir vergüenza, otros desconocen al amigo que ya no es. Pero más allá de las afirmaciones lógicas y reiteradas que insisten en que es imposible que nadie se diera cuenta y que había mucha gente mirando hacia el costado, hay algo que me mantiene intranquila y se repite en mi cabeza. Que me asquea, que me duele, que me revuelve las tripas. ¿Dónde están los otros Penadés? ¿Quiénes son? ¿Quiénes son los que, al participar de esas fiestas o reuniones con menores veían todo tipo de abuso y no solo lo permitían, sino que, además, lo disfrutaban? ¿Dónde están hoy todos esos que se aprovecharon de adolescentes y los golpearon para obligarlos a hacerles sexo oral y eyacular dentro de sus bocas, los forzaron a dejar que varios hombres a la vez los violaran, los usaron como esclavos para que los sirvieran? Y lo que es peor, mucho peor, ¿qué fue de esos adolescentes?
El libro deja claro que Penadés usaba su poder a su favor reiteradamente. La investigación que pesa sobre su espalda aún continúa, y las nuevas víctimas aparecen, cada tanto, a reforzar un patrón que coincide, que se repite, y que data de muchísimos años atrás, cuando, por ejemplo —siempre según la investigación de Delisa y Tocar—, una periodista de Canal 5, en medio de un informe sobre la prostitución (en aquel entonces el término explotación sexual de menores no estaba en nuestro lenguaje) en el Parque Batlle se vio frente a varios jóvenes que repetían el nombre del legislador como un habitué del lugar. No logró ver lo que todos aseguraban. Pero ese relato hoy no sorprende a nadie.
Sin embargo, mientras avanza la causa los otros Penadés siguen actuando. No los que participaban de las fiestas y las reuniones. O sí. Pero hay otros Penadés. No son legisladores ni pueden prometer trabajos en intendencias u organismos a adolescentes a cambio de sexo. Pero tienen poder. Son padres, tíos, abuelos, hermanos, amigos de la familia. Nos cansamos de ver y escuchar estas noticias. ¿Y qué hacemos? Bueno, solemos decir “que espanto”, “no puede ser”, “no le pueden dar solo dos años de cárcel”, “qué hijo de puta”. Y seguimos nuestra vida.
Y volvemos a prender la tele y volvemos a escuchar: tres años de prisión por abusar sexualmente de su nieta de cinco años. Dos años de cárcel para un abuelo que agredió sexualmente a su nieta de 12. Hombre detenido por abusar de su hija de 13 y se investiga si, además, abusaba de sus otros hijos de 11, 9 y 4 años. Padrastro condenado por abuso sexual crónico a niña de 11 años, además de violencia física y psicológica. ¿Sigo? Es de todos los días. E insisto. ¿De cuántos abusos no nos enteramos? Y en el medio siempre la amenaza. Callate porque te mato. Si decís algo, mato a tu mamá. Tiene que ser un secreto entre nosotros. Poder. Más bien, abuso de poder.
Entonces, escandalicémonos por el caso Penadés. Sí, escandalicémonos mucho ante cada denuncia, ante cada nuevo dato, ante cada detalle vomitivo de la brutalidad del lado oscuro de un hombre con poder. Pero los Penadés están por todos lados. Pueden estar en el Palacio Legislativo, sí, pero también en la facultad, en el supermercado, en la escuela, en el hospital, en la casa a la que dejás ir a dormir a tus hijos. En tu casa. Sí, en tu casa también.