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En su defensa, Besozzi argumenta que si se repitiera el mismo criterio judicial con todos, estarían los 19 intendentes presos; ¿y si tiene razón?; ¿no será ese el problema?
La revolución de las cosas simples. Un concepto que agrupa dos ideas que a priori parecen muy diferentes. La primera es la de un cambio. Y no cualquier cambio, uno profundo, que sea revolucionario. La segunda, la de la simpleza. Sacudir no las estructuras, sino lo que hay sobre ellas. Detenerse en los detalles, en las cuestiones más cotidianas, esas que muchas veces no forman parte del debate político, y desde ahí provocar la ola revolucionaria.
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En otras palabras, revolución, sí, pero sin demasiado alboroto. Bien a la uruguaya. Una vez más aquello de la medianía, de la penillanura levemente ondulada, del hagan pero no tanto y despacio, sin olas. Aspirar a lo posible, sin pretensiones refundacionales. Muy atractivo para el ADN oriental.
Quizá ese fue uno de los motivos por los que una parte importante de la población votó al Movimiento de Participación Popular (MPP), que puso a “la revolución de las cosas simples” como premisa de campaña. Funcionó, produjo entusiasmo y esperanza en uno de cada cinco uruguayos que con su apoyo dieron al MPP un respaldo histórico.
Luego de esa larga contienda electoral, que llevó al candidato frenteamplista Yamandú Orsi a la presidencia, fue la ministra de Vivienda, Cecilia Cairo, la que volvió a traer aquella frase al asumir su cargo. Lo hizo con Orsi y varios de sus colegas ministros entre los oyentes y con mucho entusiasmo, como si intentara contagiar a todos del desafío político que tienen por delante: “Hacer la revolución de las cosas simples”.
“La revolución de las cosas simples es tener una heladera, un calefón para bañarse, es tener un baño, que no se llueva el rancho, es mejorar tus condiciones de vida, esa es la revolución que esperamos”, adelantó, e impulsó a todos a llenar las redes sociales con el llamado a esa “revolución”.
Difícil esperar algo distinto de un gobierno que fue electo con un discurso de centro, sin anunciar grandes cambios y sin adelantar mucho qué es lo que va a hacer. Orsi y su campaña fueron los que más se amoldaron a ese statu quo en el que la mayoría de los uruguayos se sienten cómodos. La gente no votó grandes golpes de timón. Eso es evidente.
El gran dilema es qué son las cosas simples. Porque es cierto que se puede hacer una revolución a través de transformar algunas cuestiones que a primera vista parecen menores o no están tan cargadas de ideología o identificadas con algunos de los partidos políticos. Pero esas cuestiones suelen quedar en segundo, tercer o cuarto plano en la agenda que adoptan los que están a cargo de gobernar y sus opositores.
A veces aparecen, de forma esporádica, promovidas por dirigentes políticos que no se encuentran en los principales lugares de decisión y suelen quedar por el camino. Ocurre legislatura tras legislatura, gobierno tras gobierno.
Simple sería, por ejemplo, que se aprobara el proyecto de ley presentado por el senador colorado Pedro Bordaberry para aumentar la cantidad de días de clase que tienen al año todos los niveles de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP): Primaria, Secundaria y UTU. “Tenemos algunos años con 160, 170, y hay países con 220, 240 días. Los países que les va bien en las pruebas PISA tienen más horas de clase que nosotros”, argumentó Bordaberry, que quiere llevar las clases a un mínimo de 200 días. Algo simple que cambiaría la vida de muchos.
De la misma forma, también sería una verdadera revolución de las cosas simples que se ataque la burocracia pensando en el beneficio de la mayoría de la población y no solo cuidando a los funcionarios públicos que la ejercen. Que se ponga en el centro del sistema al ciudadano y que se combatan trancas injustificadas que abundan en algunos rincones del Estado y que van en contra de la buena gestión y el sentido común. Hay mucho para hacer ahí, de lo simple, y casi nada se hace.
Otro capítulo es lo que ocurre con el sistema de salud mutual, por ejemplo. Debería ser simple recortar ciertos sueldos millonarios en algunas mutualistas para otorgar más recursos a la mejora de la atención de sus socios. ¿Es tan complicado poner a los usuarios primero en lugar de seguir administrando solo para unos pocos?
Y yendo a cuestiones más urgentes, también es simple y puede llegar a ser una revolución que los niños, aunque no voten, empiecen a estar en el centro de las acciones públicas. Una recientemente aprobada ley, impulsada por la entonces diputada y hoy ministra de Salud Pública, Cristina Lustemberg, estuvo años sin ser votada, aunque lo único que perseguía era unificar los esfuerzos de las distintas oficinas públicas para que el Estado pueda atender mejor a los niños que más lo necesitan. Ahora hay que aplicarla. Debería ser simple, aunque es probable que no lo sea.
Hay muchos ejemplos más. Todos son de revoluciones simples como para concretar. Pero, antes, el cambio se debe dar dentro del sistema político, para que pueda tener un poco más de credibilidad, porque no hay revolución si no hay confianza.
Por ejemplo, terminar con aquello de los “amigos de los amigos”, o la “lista de correligionarios” para atenderlos mejor desde la administración pública, o los favores políticos y las famosas “gauchadas”, que no son otra cosa que clientelismo político o directamente corrupción.
Lo ocurrido recientemente en la Intendencia de Soriano, donde hay más de 30 personas implicadas, incluido el exjefe comunal Guillermo Besozzi, es un ejemplo de lo que está mal y se debe cambiar en la política. En su defensa, Besozzi argumenta que si se repitiera el mismo criterio judicial con todos, estarían los 19 intendentes presos. ¿Y si tiene razón? ¿No será ese el problema? Son nimiedades, dicen otros para defenderlo. Pero no lo son. En todo caso pueden ser esas las fallas que parecen simples pero que necesitan una revolución.
Porque, otra vez, sería una verdadera revolución que todos los políticos se saquen algunos de los privilegios con los que cuentan, que no defiendan más a sus compañeros procesados por la Justicia, que no traten de forma preferencial a sus correligionarios con respecto al resto, que dejen de pensar casi exclusivamente en las próximas elecciones y que puedan ponerse de acuerdo en las cuestiones más importantes. Simple y revolucionario, como les gusta enunciarlo.