Es el olor a jazmín, el sabor a turrón y al amado u odiado pan dulce. Puede sonar al famoso Jingle Bell Rock, al villancico de José Feliciano, a Noche de paz o al hit de Mariah Carey.
Para rendir homenaje a esos momentos y sensaciones únicas, Galería invitó a seis personajes destacados de Uruguay a revivir sus propias imágenes de esta celebración
Es el olor a jazmín, el sabor a turrón y al amado u odiado pan dulce. Puede sonar al famoso Jingle Bell Rock, al villancico de José Feliciano, a Noche de paz o al hit de Mariah Carey.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáSi bien hay emociones compartidas y tradiciones comunes, también hay tantas imágenes, sabores, olores y sonidos de la Navidad como personas en el mundo.
Cada familia es dueña de singulares costumbres que cada integrante decidirá si las transmite a futuras generaciones y las convierte en símbolos navideños, o las conserva a través del recuerdo, las anécdotas y las reflexiones personales.
Este 24 y 25 muchos vivirán la Navidad que recordarán con nostalgia dentro de algunos años, mientras que otros tantos evocarán con melancolía sus viejas celebraciones.
Para rendir homenaje a esos momentos y sensaciones únicas, Galería invitó a seis personalidades destacadas de Uruguay a revivir sus propias imágenes de esta celebración.
Recuerda especialmente el período de su vida en el que cada Nochebuena era una doble fiesta. Todo empezaba al anochecer, cuando con sus hermanos partían de la pieza en la que vivían siete (entre su madre, tía, primos y hermanos) rumbo al Barrio Sur —más precisamente, a los conventillos Mediomundo y Ansina— para encontrarse con su padre, Raúl Rada, y parientes. “Se había separado de mi madre. Entonces esa noche iba al barrio, él me daba un par de coscorrones para que estudiara... Era la única vez que lo veía en el año”, relata.
La verdadera fiesta comenzaba cuando los tambores salían del conventillo. Rada se recuerda a sí mismo con 16 o 17 años bailando al compás de ese ritmo envolvente junto a sus hermanos, en una especie de procesión de tamboriles que recorría cada cuadra del barrio. Era “otra época de la Navidad”, una de vecinos de puertas abiertas a la espera de la comparsa para ofrecerles parte de su banquete navideño: sidra, pan dulce casero, lechón, cordero. “En una cuadra te agarrabas flor de curda”, revive entre risas.
Alrededor de las 22:30, al terminar los tambores, comenzaba la segunda parte de la fiesta de una forma muy particular: “Vivíamos en Avenida Italia y Larrañaga. Nos íbamos corriendo por 18 de Julio hasta que se transformaba en Avenida Italia y hasta llegar a mi casa. Poníamos unos 25 minutos corriendo, llegábamos a casa todos transpirados y nos estaba esperando mi vieja con la comida, para festejar a las 12 de la noche”.
En la cena había de todo, pero lo que Rada más disfrutaba era el pollo. “Nosotros no conocíamos el pollo; comíamos gallina. Entonces en Navidad estaba feliz porque me encantaban las patitas de pollo frías con ensalada rusa. A mi vieja le gustaba el lechón y se compraba un pedacito para ella”.
Aquellas noches eran el auge de la comunión que por aquellos tiempos se experimentaba en los barrios. “Tengo una maravillosa idea de las Navidades de cuando era chico. Todos los vecinos compartían, era muy lindo. Pero después de que se van los padres y todo, uno empieza a sentarse en la mesa y recordar a los que no están. A veces las familias están peleadas y hay todo un convencimiento de gente para que todos estén en la Navidad y que los viejos no sufran”.
Hoy el músico vive esta festividad desde otro lugar. A la emoción de celebrar junto a sus hijos y nietos se suma la nostalgia por el espíritu de aquellas Navidades tan simples pero llenas de inocencia y alegría.
Pensar en la Navidad es viajar directamente a su infancia; en especial, a los recuerdos de su abuela. “Mi recuerdo de Navidad tiene que ver, obviamente, con el árbol que ayudábamos a mi abuela a armar entre las nietas”. Esta memoria viene ligada a un recuerdo olfativo. “Acompañaba al árbol el olor característico de un gran pan que con sus manos mi abuela amasaba, el pan dulce más rico que he comido en mi vida. Así que la Navidad me trae recuerdos de esa abuela gallega que con cariño, previo a la Nochebuena, amasaba ese pan dulce que disfrutábamos en la noche del 24, después de las 12”.
La Nochebuena es un momento de mucha nostalgia y melancolía. No suelo disfrutar del 24 y todavía son fechas removedoras y de conexión con las personas que ya no están en este plano. A todas esas familias que están atravesando un 24 en esas circunstancias va mi entendimiento y abrazo. Si tuviera que conectar con una imagen de paz y armonía, voy a la mañana del 25 de diciembre. Desde niña, amanecía el 25, había algún regalo y lo empezaba a disfrutar.
Siento mucha tranquilidad, por lo general la ciudad está en silencio, descansa, duerme hasta más tarde. Se termina esa locura de diciembre, ya nadie tiene que salir corriendo a comprar nada. Suelo madrugar para disfrutar de esa calma, comer alguna sobra (de esas que son más ricas al otro día) y sentarme a leer (siempre tengo buenos libros que me autorregalo para las vacaciones).
“Este adorno navideño de Papá Noel tiene más de 100 años. Perteneció a mis abuelos, a mis padres y ahora a mí. Lo conocieron mi hijo e hijas, mis nietos y nietas, y ahora mis bisnietas”, cuenta Margaret Whyte. La artista rememora su ilusión de niña, la gran casa en la que entraba mucha gente, el árbol alto, decorado con enormes globos de distintos colores y el conjunto de adornos que lo rodeaba; entre ellos, el infaltable Papá Noel. “Era la menor de mis primos y hermanos, entonces era la mimada. Recuerdo que me alzaban para mirar el puntero del árbol, que era de angelitos con trompetas que sonaban”, relata.
Con el tiempo, su familia se fue dispersando y los adornos se fueron rompiendo. Todos, a excepción de uno solo. “Cada año, al abrir la caja de adornos para armar el árbol, está este querido y entrañable Papá Noel que me trae estos recuerdos inolvidables”.
Cada familia vive la Navidad a su manera. En el caso de los Musso, esta fiesta estaba marcada por un acontecimiento que poco y nada tenía que ver con Papá Noel o el arbolito: la explosión del buque alemán Graf Spee en la costa montevideana.
“Esa peculiaridad surgió de un recuerdo de mi papá. Cuando era chiquito, con 4 o 5 años, fue a la rambla el día de la explosión del Graf Spee, y quedó muy impactado”. Esa imagen quedó tan grabada que decidió convertirla en parte de las fiestas. Para la siguiente Navidad, se tomó el trabajo de construir una réplica en cartón del buque. Y lo mismo hizo al año siguiente, y al siguiente, hasta que esa tarea a la que se dedicaba de forma admirable se transformó en una tradición familiar que también involucró a sus hijos.
Al ser una familia chica, el músico recuerda que aquellas Navidades de su infancia eran un momento “muy alegre” de reencuentro. “Veía a muchos personajes de la familia una vez por año, en Navidad. Por ese lado, era muy agradable”. Y el protagonista, más que el árbol, era el Graf Spee. “Llenábamos la réplica de luces de bengalas y otros cohetes inofensivos. Cuando llegaba la noche la prendíamos, lejos de la mesa para evitar accidentes”. Así fue como el vocalista y guitarrista del Cuarteto de Nos terminó asociando la Navidad con la imagen de un buque de guerra chispeante, con ese ritual único de la familia Musso.
Recuerdo la mesa de mi casa, la mesa del living comedor, la mesa grande que solo se usaba para Navidad, con el mantel blanco que solo se sacaba para Navidad, con una variedad de comida que solo aparecía en Navidad. Tengo la imagen de las paredes con las luces del arbolito, la puerta abierta tanto del frente como del fondo, el calorcito de la noche, yo entrando una y otra vez a la cocina a preguntarle a mi madre si ya se podía comer algo. Tengo imágenes similares en la casa de mi padre, en la casa de mis abuelos, en la casa de mis tíos. Siempre la tensión alegre de esperar corriendo, comiendo, jugando, ocupando el aire caliente para que se hicieran las 12. Es una imagen de felicidad, de espera, de inminente fiesta, de calma cargada de alegría: las papitas, los sándwiches, la pizza de la abuela, el asado de papá, el pastel de fiambre de mi madre, la lengua a la vinagreta de la abuela, la primera torta helada que hice, tomar Coca Cola cuando era raro tomar Coca Cola, jugar a la escondida con todo el barrio, preguntar cada 10 minutos cuánto faltaba para las 12, pedir para tirar chasquiboom, traques, bombas brasileñas, bengalas, cañitas, volcanes. En un lugar no del todo concreto, la felicidad es más su espera que su concreción. Nunca me gustaron los cuetes, como a los perros. A las 12 siempre me produjo miedo el ataque sonoro y la seguridad de que alguna bengala fallaría y buscaría mis pies. Siempre fui del antes y del después. La felicidad era esperar por ella, jugar, alargarla. Aún lo es, ya lo estoy haciendo.