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    Diane Keaton: una actriz radicalmente auténtica

    La intérprete de El Padrino y Annie Hall desafió los cánones del cine de Hollywood sin dejar de ser fiel a sus contradicciones

    Ha sido difícil no pensar en el último plano de Diane Keaton en El Padrino. Esa puerta cerrándose ante el rostro descompuesto de Kay Adams, excluida, quizás para siempre, de los dos mundos de su esposo Michael Corleone: el de sus negocios y el de su interior. Con su ascenso tras la muerte de Don Vito, no solo se termina el matrimonio que Kay creía integrar. Se colapsa una ilusión.

    Quizás esa toma reflejaba, en el fondo, la propia relación de Keaton con Hollywood. Una artista que, pese a anhelar el aplauso, defendió siempre la naturalidad en una industria obsesionada con la imagen. Protegió con celo su espacio personal, pero esa misma reserva alimentó la vulnerabilidad y franqueza que transmitió en sus personajes. De esa tensión permanente, entre la exposición del arte y el anhelo de retirarse, nació no solo una carrera singular, sino también el magnetismo que la definió.

    Los homenajes que siguieron a la noticia de su muerte, a los 79 años, fueron una muestra del reconocimiento hacia una figura considerada genuina dentro del cine estadounidense, admirada por su talento y también por su carisma. Y es que Keaton se convirtió en un ícono de estilo audaz e intelectual, mientras mantenía una mirada honesta sobre sí misma, como se puede encontrar en sus memorias Ahora y siempre (2012), uno de los tantos libros autobiográficos que escribió.

    Nacida en Los Ángeles el 5 de enero de 1946, la joven Diane Hall, que soñaba con ser amada por millones desde la pantalla, lidió con un intenso escrutinio desde el inicio de su carrera. Su imagen pública de neurótica peculiar pero adorable contrastaba con el caos privado y las inseguridades que mantuvo ocultas hasta que las inmortalizó en tinta.

    La obsesión por su apariencia fue una constante en su vida, reflejo de las exigencias de género impuestas a las mujeres en Hollywood. En su colección de ensayos Let's Just Say It Wasn't Pretty (2014), contó que, en una crítica temprana, en su profesión la llamaron fea; que un maquillador le sugirió operarse los “ojos asiáticos”, y que durante la filmación de El Padrino (1972) la consideraron “demasiado rara”. Incluso el afamado productor de aquella película, Robert Evans, le pidió que usara una peluca para ajustarse al ideal de mujer que la industria estadounidense del cine promovía en esa época.

    La vulnerabilidad que muestra en sus libros se convirtió, irónicamente, en la base de su fuerza como actriz. Quedó demostrado en su galería de personajes, que abarca desde la atormentada Kay Adams en El Padrino, un papel que la aterrorizó y para el que, de hecho, no había leído el guion completo al audicionar, hasta la sofisticación excéntrica y verborrágica de Annie Hall. Aquel personaje, por el que es más recordada, fue escrito por Woody Allen en Dos extraños amantes (1977) —título que tuvo la película en cines uruguayos— específicamente para ella. A lo largo de su carrera, Keaton demostró que en sus creaciones siempre había algo de perspicacia e inteligencia, pero también ternura.

    Embed - Annie Hall (5/12) Movie CLIP - Awkward Annie (1977) HD

    Esa misma personalidad se reflejó en su estilo. Su vestuario como Annie, con sus sacos de hombre, corbatas y pantalones holgados, fue toda una sensación. Era un look tan personal y ligado a su forma de ser que, de hecho, causó conflicto con la diseñadora de vestuario Ruth Morley. El propio Allen tuvo que intervenir para convencerla de que permitiera a Keaton llevarlo adelante. En la película también había ropa de tiendas vintage, con prendas del propio armario de Keaton y creaciones de Ralph Lauren, forjando un look andrógino que trascendió la pantalla y definió una época.

    Dos extraños amantes le valió el premio Oscar a Mejor actriz y después de ello la carrera de Diane Keaton navegó entre el drama y cierta búsqueda personal, una trayectoria a la que ella mismo le adjudicó una falta de fluidez. Aunque la comedia, donde interpretaba lo que percibía como una versión amable de su propia persona, le había otorgado la fama, la experiencia del éxito se volvió algo confusa y la dejó con una sensación de soledad. Sin la guía de una mente creativa fuerte tras la cámara, llegó a dudar seriamente de su propio talento, considerándose, a veces, como una actriz mediocre.

    La duda, de todas formas, la empujó a no descansar y comenzó a explorar el drama. En Buscando al señor Goodbar (1977), el papel de Theresa Dunn, una mujer que comienza a buscar el placer sexual en rincones atípicos para su vida conservadora, no solo la consumió, sino que la desarmó por completo. Luego llegaría el calvario de Reds (1981), bajo el perfeccionismo por momentos intolerable de Warren Beatty. Keaton no se sentía a la altura de Louise Bryant, un personaje al que, de hecho, llegó a odiar por su ambición y envidia corrosivas. El método de Beatty, que podía exigir cuarenta tomas de una misma escena, la llevó sistemáticamente al límite. Hasta que, en la secuencia del reencuentro en la estación, tras sesenta y cinco primeros planos agotadores, Keaton logró quebrar su resistencia a conectar con una mujer que despreciaba. En esa rendición final, nació la actuación.

    Los ochenta, sin embargo, fueron para Keaton un páramo que ella misma calificaría de mediocre. Tras el rodaje tortuoso y el fracaso estrepitoso de The Little Drummer Girl (1984), la actriz protagonizó una serie de proyectos fallidos. Su respuesta fue refugiarse tras la cámara: dirigió Heaven (1987), un documental que la crítica recibió con desdén. Keaton, por su parte, amó cada fotograma de su película.

    Cuando Keaton rondaba los cincuenta, se veía como una actriz en retirada, dedicada ya al negocio inmobiliario, pero encontraría en la cineasta Nancy Meyers a la aliada con la que desafió ciertas reglas no escritas de Hollywood. Meyers ya había insistido en elegirla para ¿Quién llamó a la cigüeña? (1987) y El padre de la novia (1991), superando el escepticismo de los estudios sobre ella.

    Cuando Meyers le ofreció Alguien tiene que ceder (2003) junto a Jack Nicholson, Keaton cuestionó la viabilidad del proyecto. Le advirtió que Nicholson jamás aceptaría una “película para mujeres" y que nadie financiaría esa historia. Sin embargo, la comedia se convirtió en un triunfo inesperado. La comedia no solo le valió su cuarta nominación al Oscar, sino que demostró que el sistema podía rendirse ante el talento maduro.

    En sus memorias, Keaton se adentra en su necesidad obsesiva de ser adorada que alimentó una búsqueda individualista de aplausos. Confiesa que el Oscar, en lugar de abrirle las puertas del cielo, le trajo una culpa incómoda. Su reacción, entonces, fue escapar. Intentó negar la fama y retirarse de ella. La retirada, admitió, tal vez duró demasiado.

    La maternidad tardía, con la llegada de sus hijos Dexter y Duke, a los que adoptó, quebró ese aislamiento. De esa experiencia surgió una convicción profunda: la necesidad de liberarse de la tiranía de vivir para cumplir las expectativas ajenas. Esa búsqueda de sentido también la canalizó hacia la escritura. En libros como Brother & Sister (2020) volcó su mirada hacia los lazos familiares para escrutar las complejidades de su vida y seres queridos y, en ese mismo acto, lograrse ver por fin bajo una luz más comprensible.

    Al final, el legado de Diane Keaton es justo lo contrario a aquella puerta que se cerraba ante Kay Adams en El Padrino. La actriz que en privado se consumía en la duda logró convertir esa fragilidad en el sello de una galería de mujeres imperfectas y memorables. Sus heroínas, ya fuese en comedias o dramas, encontraron su fuerza en el proceso de inventarse a sí mismas. Su elegancia no radicó nunca en lo impecable, sino en el valor para exhibir ciertas fisuras, reírse de sus propias neurosis y convertirlas en arte. Así, su filmografía puede leerse como un camino hacia la única cualidad que Keaton siempre tuvo: la autenticidad.