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El “anhelo de conexión” que Jeremy Allen White, protagonista de ‘El oso’, encontró en Bruce Springsteen
El actor reveló a Búsqueda el mensaje que guía la película Springsteen: música de ninguna parte, un retrato fallido que se adentra en la soledad del cantautor
Jeremy Allen White la tenía clara cuando, durante la conferencia de prensa global de Springsteen: música de ninguna parte, respondió a Búsqueda una pregunta sobre el mensaje central de su nueva película. El evento reunía de forma virtual a los protagonistas —White, actor principal; Warren Zanes, moderador y autor del libro Deliver Me from Nowhere, que sirvió como fuente; Scott Cooper, guionista, director y productor; y Jeremy Strong, intérprete, entre ellos— mientras los periodistas desplegaban su propia lluvia de preguntas, vía chat, con la esperanza de que alguna fuera elegida.
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En ese lance de anzuelos, la última intervención seleccionada no era la más original, pero sí lo suficientemente atractiva para obtener una respuesta: “¿Cuál es el mensaje humano central que esperan que el público se lleve de esta historia, que trascienda la figura de Bruce como ícono musical global?”.
Para el actor que encarna a Bruce Springsteen, y que luce muy entrenado en su gira de prensa, acaso consciente de que este papel puede catapultarlo de la serie El oso a estrella de cine, se trata de un anhelo de conexión, de intentar comunicarse, de estar arraigado y presente en la vida. “Eso es lo que Bruce busca” en la película, dijo White. “Busca una vida en la que pueda, un día, formar una familia y crear la vida que siempre quiso y que hoy tiene”. El actor fue más allá. “Así que pienso que, para mí, el mensaje es uno: hay que animarse a buscar. No tenés por qué quedarte con las ganas”.
La reflexión, inspiradora, empalagosa, resume la ambición que atraviesa Springsteen: música de ninguna parte. El director Scott Cooper, cuya película Loco corazón (2009) le dio un Oscar a Jeff Bridges, prometió alejarse de las biografías dramáticas convencionales. Su objetivo no era mostrar al ícono, sino revelar al hombre detrás del mito. Específicamente, al Bruce Springsteen de principios de los años 80, aislado en una casa alquilada en Colts Neck, Nueva Jersey, grabando en solitario las canciones que terminarían siendo Nebraska (1982). Ese álbum, austero y personal, como señala el libro de Zanes, fue como tensar bien la cuerda del arco que luego dejaría salir Born in the U.S.A. (1984) como un flechazo directo al éxito internacional.
Entre la intención y el resultado, la película no logra resolver sus contradicciones. La premisa suena bien: evitar la biografía enciclopédica, de la cuna a la tumba, y concentrarse en un instante crucial del artista. Pero la película no escapa a lo convencional. Cambia unos clichés por otros, oscila entre momentos de lucidez y lugares comunes, y así se va diluyendo su potencia.
Embed - Springsteen: Música de ninguna parte | Tráiler Oficial | Doblado
Un problema de representación es cómo mostrar la interioridad de un artista. Cooper insiste en retratar a un Springsteen atormentado, introspectivo, lejos del Boss que luego conquistaría estadios con conciertos maratónicos. La cámara sigue entonces a White en interiores sombríos, en calles vacías, en su habitación desolada frente a su grabadora de cuatro pistas. Son imágenes técnicamente competentes, sí, pero les falta fuerza emocional.
A White, un actor talentoso, todavía le falta eso que se le exige a una estrella de cine. La mezcla precisa de oficio, atractivo y carisma. Entre sus competidores generacionales, Timothée Chalamet lo tiene, Austin Butler también. Paul Mescal es una incógnita —más aún después del fiasco de Gladiador II—, aunque Hamnet, su próxima película, podría confirmarlo.
Logra, en momentos aislados, capturar la intensidad del Springsteen previo a la superestrella, sobre todo en las escenas de composición musical. En los pasajes introspectivos, en cambio, parece que no consigue desprenderse del chef Carmy Berzatto, su personaje en El oso. La misma mirada perdida, los mismos tics de ansiedad y la misma postura encorvada. Son recursos efectivos en otro contexto, pero acá se sienten como un estado de ánimo persistente y no como un viaje emocional que valga la pena emprender.
Desde su secuencia inicial, la película anuncia su falta de chispa con los flashbacks, imágenes en blanco y negro de la infancia de Bruce. El recurso, una mano segura para jugar en este tipo de historias, termina siendo un lastre narrativo que la película no logra descargarse al volver una y otra vez a él. La obviedad alcanza su punto máximo en una visión en la que se observa al Bruce adulto interactuar con su padre (Stephen Graham, sólido pero hasta ahí nomás) y su yo niño. Para entonces, cualquier pretensión de sutileza se perdió y el literalismo se vuelve la afinación predeterminada de esta melodía.
Pero entre altibajos hay una relación que por momentos logra redimir el relato: la de White y Jeremy Strong, quien interpreta a Jon Landau, mánager y colaborador clave en la carrera de Springsteen. Es el elemento logrado con mayor consistencia y Strong construye una caracterización que transmite esa mezcla de contención y sensibilidad que definía al mentor. Con sus miradas cómplices y silencios elocuentes, sus escenas juntos son las mejores de la película, su tono emocional más auténtico.
Strong comprende su papel, pero el guion lo convierte en un arma de doble filo. La devoción fraternal que el Bruce real siente por su amigo parece trasladarse aquí sin tensión dramática. El Landeau de la película siempre le emboca, siempre entiende, nunca enfrenta obstáculos significativos. Cuando debe defender la visión artística de Bruce ante la disquera, esa falta de tensión resta peso a su lucha y el choque entre arte y comercio que marcó el lanzamiento de Nebraska se esfuma.
Esta elusión del conflicto se extiende también al tratamiento de la salud mental, otro foco del relato. El clímax de Música de ninguna parte debería ser la aceptación de Springsteen de su depresión, un punto de quiebre que, según la tesis del libro, le permitirá seguir adelante con su vida y con su carrera. Pero esta lucha interna se siente como una sucesión de momentos de melancolía estática, sin un arco interno claro y una resolución en la que la dirección suma violines a la banda sonora para indicarnos cuándo llorar.
Las decisiones más cuestionables, sin embargo, pueden ser aquellas que parecen contradecir la premisa inicial de desmitificación. La inclusión de extractos de Springsteen tocando canciones que luego serían parte de Born in the U.S.A. generan una disonancia con el resto del relato. Son momentos de mayor energía y placer inmediato para el público, pero refuerzan la sensación de que, a pesar de su intención, la película no puede evitar rendirse periódicamente ante el ícono que mostró sus glúteos dentro de un par de jeans como portada de su disco.
Música de ninguna parte quiere hablar de la conexión, de ese “anhelo” que tan elocuentemente describió White, pero su protagonista permanece, durante largos tramos, emocionalmente inaccesible. Como esos flashbacks en blanco y negro que nunca superan su condición de lugar común, la película se acerca a un abismo al que no se anima a meterse.
Biografías como esta, aunque bienintencionadas, tampoco terminan de escapar por completo a su función de quitarle el polvo al catálogo de un artista y mantener su relevancia en una industria musical voraz. La ironía es innegable. Nebraska fue, en su momento, un acto desafiante, anticomercial y un rechazo consciente a las expectativas de la industria. Esta película sobre su creación, en cambio, es un producto excesivamente respetuoso que termina funcionando como una publicidad para el álbum menos comercial de Springsteen.