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    Federico Falco: “Reconozco en mí una especie de decepción con lo fantástico”

    El cordobés, autor de Los llanos y Un cementerio perfecto, participó de la Feria Internacional del Libro de Montevideo y conversó con Búsqueda sobre sus inquietudes, su escritura y la novela que "no iba a leer nadie"

    Aquellos fueron meses en los que, en palabras del propio escritor, “nada podía ser normal”. En Argentina y sobre todo en Buenos Aires —donde vivía en ese momento— la cuarentena era muy estricta y el tránsito libre por las calles estaba prohibido casi que para todo el mundo. Así que ese día —que se destaca dentro de aquella masa amorfa en la que se convirtieron los días, las semanas, los meses— también fue muy extraño.

    “Yo estaba en mi casa en una llamada de Zoom con España. Todo era rarísimo, como una especie de largo sueño que uno no entiende mucho. Hubo una conferencia de prensa. Prendí la cámara y dije: ‘Hola, ¿qué tal?, estoy muy contento’. Apagué la cámara y fue como ‘¿qué hago? Bueno, no sé, meto un paquete de fideos dentro de un bolso —por si me para la policía— y salgo a caminar’”. Así recuerda el escritor cordobés Federico Falco (General Cabrera, 1977) el día en que anunciaron que su libro más reciente, Los llanos (Anagrama, 2020), había resultado finalista del premio Herralde de Novela.

    Además de Los llanos —que luego resultaría ganador del premio Medifé-Filba 2021— Falco publicó el poemario Made in China (2008), los libros de cuentos 00 y 222 patitos (2004), La hora de los monos (2010) y Un cementerio perfecto (2016), que acaba de ser reeditado por Anagrama y será distribuido por España y América Latina. También es autor de la nouvelle Cielos de Córdoba (2011).

    Los llanos

    De aquella conferencia de prensa han pasado algunos años. Ahora el mundo recuperó cierto nivel de normalidad, o al menos no está prohibido andar por la calle. Ahora Falco vive en un pueblo que se ubica en el valle que se extiende entre las sierras de Córdoba. Ahora los encuentros con los lectores y el paso del tiempo lo han ayudado a intentar entender qué fue lo que pasó con aquella novela en la que conviven un duelo, una huerta, un campo y un escritor; aquella novela que pensó que “no iba a leer nadie” y con la que la editorial se iba a “reclavar” porque “no la iban a vender”.

    Falco empezó y terminó de escribir Los llanos, esa historia sobre “una huerta, acelga, rabanitos y el paso del tiempo”, antes de la pandemia. “Las condiciones en las cuales se escribió fueron muy diferentes a las condiciones en las que se leyó. El mundo era totalmente diferente. Cuando se publicó, todos teníamos más tiempo para leer”, comenta a Búsqueda el autor, que visita Montevideo con motivo de la Feria Internacional del Libro. Además, agrega, aquel fue un tiempo de transitar un "duelo colectivo", que "por puro azar" sintonizó con el duelo que el narrador de la novela lleva a cuestas.

    La circulación de Los llanos y el recibimiento por parte de los lectores también fue inusual. “Me iba enterando por redes, me escribía cada vez más gente y todo era muy disfrutable y festivo; al mismo tiempo, como todo era digital, era muy irreal. No había cuerpo”, recuerda.

    Recién un año después, cuando presentó el libro por primera vez de manera presencial, entendió la magnitud del asunto. O al menos empezó a asimilarlo.

    La realidad desarmó el prejuicio que lo llevaba a pensar que “no iba a tener muchos lectores”: Los llanos fue editada nueve veces en español y traducida a otros cuatro idiomas. Aunque su autor mantiene una postura muy humilde respecto a su trascendencia, el libro se ha convertido en una de las grandes novelas argentinas de la década y reafirmó su relevancia dentro de la escena literaria latinoamericana.

    La decepción con lo fantástico

    Los libros de Federico Falco no se interesan por las grandes ciudades. Su literatura se enfoca mayormente en narrar los conflictos que aparecen en pequeños pueblos, parajes y poblados que espejan el territorio rural argentino. Recorrer su obra es conocer personajes pequeños pero potentes, desde una intimidad honda. Es adentrarse en la exploración de los vínculos humanos, animales y hasta extraterrestres.

    Salvo en Los llanos, en todas sus publicaciones es fácil reconocer un componente ominoso, fantástico y hasta monstruoso. En sus cuentos, por ejemplo, hay una rareza latente, que quien lea aceptará rápidamente como parte del universo de lo cotidiano y lo posible. Pero la búsqueda de la novela es otra. Esa es, si se quiere, su publicación más pedestre y terrenal.

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    “Esta idea de lo enrarecido, de la posibilidad de lo extraordinario, fue muy importante para mí entre finales de mis 20 y el comienzo de mis 30”, dice. Ahora cada vez le interesa menos, le llama menos la atención. El escritor reconoce que, antes, en lo extraordinario veía una “posibilidad real” y “vital”. En lo enrarecido veía “una salvación posible de esta especie de condena que es tener un cuerpo en el mundo y moverse por un determinado paisaje, sabiendo que tu tiempo es más o menos limitado”. Pero, con el paso del tiempo, se dio cuenta de que en realidad no existen los “reyes de las liebres” que sacrifican lebratos ante otros animales —como sí existen en Un cementerio perfecto— , de que esas cosas no pasan. “Reconozco en mí una especie de decepción con lo fantástico y aceptación de las convenciones más o menos realistas. Mi propia experiencia vital fue decantando hacia ser cada vez más escéptico respecto de ciertas posibilidades de lo imaginativo, de lo extraordinario”.

    A partir de ese desencanto, del reconocimiento de que “no existe la posibilidad de que lo extraordinario —como algo epifánico— le dé sentido a aquello a lo que no se lo encontramos”, brotó la pregunta que hizo florecer a Los llanos y que ocupa los proyectos en los que está trabajando en la actualidad: si no existe la posibilidad de que un platillo volador o un ovni le den sentido a experiencias dolorosas como es el duelo, “¿qué es lo que queda? ¿Se puede encontrar belleza ahí? ¿Se puede encontrar la posibilidad de escritura a partir de eso tan cotidiano y tan normal?”, se pregunta, más que nada, a sí mismo.

    Escribir para “dejar un rastro vital”

    Desde hace algunos años, lo que ocupa su trabajo y su cabeza es la intención de “poner en palabras el día a día con todos sus detalles, con todas sus minucias, con todas esas cosas que nos atraviesan”. Todo eso nace de dos preguntas que, reconoce, aparecen en sus textos cada vez con más fuerza: “¿Cómo es contar la rutina? ¿Puede ser eso materia prima?”.

    Sin embargo, al hablar sobre los nuevos proyectos en los que está embarcado, Falco es muy cauto. Adelanta que, sobre todo, está escribiendo cuentos. También está trabajando en “algunas cosas más ligadas al ensayo” y en una novela que se encuentra “en estado avanzado”. Pero, respecto a todos estos proyectos, no dirá más nada. No le gusta hablar de lo que está escribiendo. Defiende que sea necesario que “el texto pueda crecer en cierto lugar de soledad y de intimidad”, para preservarlo. Además, argumenta que, cuando uno intenta contar a otros sobre sus proyectos de escritura, “todo suena medio tonto”, porque “el resumen de la idea de lo que estás trabajando puede llegar a parecer un poco banal”.

    Lo seguro es que este tiempo lo encuentra escribiendo. “Es muy raro que pase un día sin que escriba algo”, dice. Para él, escribir se ha vuelto algo tan cotidiano como tomar agua. “Es una forma de procesar un poco mi experiencia, de conservarla, de dejar un rastro vital. Está en mí”, agrega. Cuenta que a veces se pelea con la escritura o reniega. “Intento algo, no me sale, me enojo, lo dejo unos días, vuelvo, odio el texto, me odio a mí, odio los personajes, después me amigo. Todas esas cosas pasan y, a pesar de todo, sigo escribiendo”.

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    Cuando escribe, dice, uno va explorando en la oscuridad a ver qué va apareciendo y después toca hacerse cargo de lo que encuentra, si es que se decide publicar. Por esa razón, cree que siempre tuvo claro que su escritura no tenía una meta definida ni un camino establecido; un punto de salida y otro de llegada. “Yo no sé si uno escribe lo que quiere. Uno escribe lo que puede, lo que sale, lo que se va disponiendo, un poco por azar, incluso”, dice.

    Su proceso de creación es como un “compostaje de la práctica de escritura diaria”. Acumula pequeños registros y deja que en algún momento, “un poco mágicamente”, todo eso se combine. En esa acumulación, percibe cómo “empiezan a tomar grosor ciertos temas, problemas, personajes que al principio no parecían tan importantes”. Y una vez que el material cobra volumen es cuando “hay que encontrar una manera de que eso conforme un mundo, que tenga una estructura que permita que el lector ingrese y recorra esa historia y la disfrute”.

    Releer la propia historia

    La publicación de sus libros se esparce a lo largo de dos décadas. Y, si bien hay ciertos hilos y temas que persisten, las cosas que lo entusiasmaban y que problematizaba a los 20 años no eran “para nada” las mismas que a los 30 o que a los 40, asegura. Pero, aunque con el paso de los años sus textos, obsesiones e intereses han cambiado, Falco afirma que en todo lo que ha publicado hay pistas de lo que estaba transitando al momento de escribir.

    “Me gusta que los libros hagan una especie de corte y poder reconocer las problemáticas que me atravesaban cuando los escribí”, sostiene. Porque, “cuando uno está metido en un problema, no es tan fácil delimitarlo, solamente te atraviesa por completo”.

    Cuenta que, muchas veces, cuando se encuentra con sus viejos textos, logra darse cuenta de “en qué andaba” en ese momento. Y que cuando vuelve sobre sus primeros cuentos —aunque no se siente cercano y es como si los hubiese escrito una persona distinta a la que es hoy— los siente parte de su propia historia y se reconoce en ellos. “Soy un poco otro, pero en algún momento eso era lo que fui, lo que podía hacer, lo que podía escribir en ese momento, lo que me salía”, dice. La posibilidad de ver su trabajo con distancia y de revisarse le permite darse cuenta de que estaba escribiendo sobre algo de lo que en ese entonces “no tenía la menor sospecha”, explica, y afirma que, al leerse a sí mismo, se redescubre constantemente.