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Un fiordo es un golfo estrecho y profundo, entre montañas de laderas abruptas, formado por glaciares. Aviso a los navegantes: los fiordos noruegos en invierno son un paisaje extraordinario pero quizás no tan recomendable si uno está algo deprimido. Es mejor estar en posesión de un buen temple para apreciar dos de las tres obras del último premio Nobel Jon Fosse que se consiguen en Uruguay: Blancura (2023), Melancolía (1995 y 1996). La tercera es Mañana y tarde (Nórdica libros/De la Conatus, 2023).
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Fosse tiene 64 años y nació en la pequeña ciudad de Haugesund, al sudoeste de su país, famosa por sus festivales de cine y jazz. Estudió filosofía y teoría del lenguaje y también violín y guitarra. Es un admirador tan grande del español Federico García Lorca que se animó a traducir Bodas de sangre y La casa de Bernarda Alba al noruego sin dominar el castellano, con ayuda de diccionarios.
Con excepciones como Sigrid Undset, que nació en Dinamarca pero ganó el Nobel de Literatura en 1928 como escritora noruega, no son muchos sus compatriotas que recibieron el galardón de la Academia Sueca en este rubro.
Fosse es un creador que primero ganó prestigio como dramaturgo. Hasta ahora, su nombre en Uruguay había sido conocido por sus obras de teatro, pero apenas por un público reducido. Él, ella y la joven, por ejemplo, fue representada una década atrás en el espacio cultural construido en el Paso Molino, donde era el antiguo parador La Diligencia, eInvierno, bajo la dirección del inglés Anthony Fletcher, en la sala 2 del Teatro Circular. Alguien va a venir fue publicada por Teatro Arbolé Cultural en 2002, mientras en 2018, De Conatus editó Trilogía.
Blancura y Melancolía —editadas por Random House— son novelas potentes escritas con la simpleza, poesía y profundidad que identifican al autor. La primera es un texto breve, en primera persona, que cuenta la experiencia de un hombre que, avanzado el otoño, conduce su auto sin rumbo fijo y se pierde en un bosque. Melancolía, dividida en dos partes, recurre a la vida del pintor noruego Lars Hertervig para plantear con crudeza el tema de la locura, el ego de los artistas, la vejez, la solidaridad y otros aspectos de las relaciones interpersonales incluso más allá del ambiente nórdico.
Blancura, la última novela de Fosse, tiene al personaje hundido en un terreno boscoso ya en la segunda página. El resto del libro, menos de 90 páginas, se concentra en describir las experiencias del protagonista mientras está perdido en medio de ese bosque desconocido, corriendo riesgos de morir de frío, el mayor frío de su vida, y teniendo experiencias sensoriales extraordinarias, nieve mediante, que lo acercan y le cuestionan toda su vida.
El reconocido estilo redundante de Fosse ayuda a resaltar su capacidad singular para involucrar al lector en la cadena de pensamientos del protagonista y convierte a este texto en una verdadera reflexión filosófica, algo que ya era característico cuando el escritor tenía 28 años menos y publicó Melancolía.
“Düsseldorf, por la tarde, otoño de 1853, estoy echado en la cama, vestido con mi traje de terciopelo lila, mi fino y elegante traje, y no quiero ver a Hans Gude”. Así, con contundencia, empieza la historia que empuja al lector al mundo complejo que se mueve en torno a la cabeza de un aprendiz de pintor atormentado por dos problemas a la vez: por un lado, está locamente enamorado de la hija de su casera; por otro, teme enfrentar a su maestro, Hans Gude, porque quizás a este no le guste lo que ha pintado.
Con estas dos ideas, el amor por una adolescente y el juicio del maestro, Fosse arma un relato impresionante en el que el lector vive desde la primera fila las cosas —a menudo bastante retorcidas— que pasan por la cabeza y los problemas que debe afrontar el joven noruego en Alemania.
Igual que en el resto de su obra, la repetición es la herramienta que más emplea Fosse. Repite y repite, pero siempre agregando un nuevo elemento o una perspectiva diferente y más profunda. Helene, la amada Helene, de apenas 17 años, y Gude, el respetado maestro de Düsseldorf, son los personajes que más perturban a Lars Hertervig, el muchacho de la ciudad costera de Stavanger que, apoyado por un mecenas, está camino a convertirse en pintor paisajista en la Academia de Bellas Artes de la capital renana.
Para ponerse en el lugar del artista que sabemos que fue, el joven noruego debe pasar por diferentes tormentos: el temor a la crítica de su maestro, la burla de sus colegas, los que saben y los que no saben pintar, y la violencia del “gordo señor Winckelmann”, que lo quiere fuera de la casa donde alquiló una pieza, para cuidar la castidad de su sobrina Helene.
Nuestro héroe Hertervig, aunque alguna vez se ve a sí mismo como “uno de los mayores talentos del arte contemporáneo de Noruega”, y ya ha vendido dos cuadros, no es precisamente un tipo de carácter fuerte. Sabe pintar pero no confía en su capacidad y quiere “matar” al tío de su amada, pero ni siquiera se anima a encararlo. Sin saber dónde ir, termina entrando por primera vez a Malkasten, el centro cultural donde los pintores beben sus cervezas y critican a otros pintores, sin distinguir si son alemanes o noruegos. Mientras, son atendidos por una moza de interpelantes pechos en medio de telas blancas y negras, al menos para Lars, el hijo de un cuáquero que confiesa que no sabe qué hacer consigo mismo pero al mismo tiempo se plantea, como otros personajes del narrador, que “en algún lugar hay que estar”.
Del Düsseldorf de 1853, Fosse lleva de la nariz al lector al Oslo de fines del siglo XX, cuando ya han pasado cosas y un escritor llamado Vidme, sin mayor éxito hasta el momento, está a punto de empezar a escribir un libro sobre Hertervig.
La segunda parte de Melancolía, en cambio, vuelve atrás, como si fuera la novela de Vidme, y se concentra en el final poco estimulante de la vida de la familia del pintor. Contado desde la perspectiva de su hermana Oline, es una especie de largo epílogo que se desarrolla al borde de los fiordos, allí donde la pesca de arenques y merluzas es el sostén de la gente humilde, porque todavía no ha aparecido el petróleo.