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Las siete novelas del capitán Alatriste, una exitosa saga que comenzó su andadura a fines del siglo pasado, dieron un enorme empujón a la popularidad y a la carrera literaria de Arturo Pérez-Reverte. Unos años antes de convertirse en narrador a tiempo completo, el cartagenero se había ganado la vida y gastó sus nervios como corresponsal de guerra, algo de lo cual fue recogido en el recordado libro Territorio comanche, publicado en 1994.
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Después de la aparición de tres novelas con el atractivo pero estereotipado personaje de Lorenzo Falcó, entre otras, este año Pérez-Reverte decidió meterse con uno de los grandes personajes clásicos de todos los tiempos, Sherlock Holmes, así que escribió —según su propia definición— “una novela-problema, como las de antes”.
En homenaje a su tocayo Arthur Conan Doyle, creador del legendario Holmes y de su contracara, el doctor John H. Watson, la obra recibió el nombre de El problema final (Alfaguara, 2023), el mismo título de un libro de relatos cortos que el médico y escritor inglés publicó en el lejano 1893. Aunque dedica este libro, entre otros, al francés Pierre Lemaitre, un maestro contemporáneo del género negro o policial, Pérez-Reverte toma otro camino: el de la novela que elige el razonamiento, la observación y la deducción por sobre la acción violenta, al estilo de las que hicieron famosos a Conan Doyle, a Agatha Christie y antes al multifacético y vanguardista Edgar Allan Poe, autor de Los crímenes de la calle Morgue.
A mitad de camino
El creador de Holmes y Watson, en el siglo XIX, ubica a su sabueso a menudo en su residencia de Baker Street, en Londres. Pérez-Reverte, en cambio, elige como escenario una isla griega a orillas del mar Jónico, en 1960, a mitad de camino entre el hoy y el tiempo en el cual habría vivido Holmes, en realidad, una aproximación, porque se supone que este habría muerto en 1957, con más de cien años de edad.
El detective construido por el autor de La tabla de Flandes y La reina del Sur no fuma en pipa, pero sí unos puritos que vienen en una caja metálica y, a veces, los fortísimos Ducados de su asistente, un español con el que hace yunta desde las primeras páginas.
A diferencia de los de Conan Doyle, los dos investigadores de Pérez-Reverte no son profesionales, aunque, empujados por las circunstancias, poco a poco el lector los verá ganar coraje y lucir sus dotes. Quien lleva la historia no es un relator omnisciente o el médico militar Watson, como ocurre en los 56 relatos y cuatro novelas del británico, que comenzaron con Estudio en escarlata. La primera persona la encarna el propio detective, en realidad, un actor de teatro y cine que ha realizado 15 películas representando a Sherlock Holmes, pero que después de una década de su último éxito apenas consigue trabajos secundarios. El papel de Watson, que aquí se llama Foxá, lo representa un exitoso escritor de novelas baratas bajo seudónimo, de esas que entonces se vendían como pan caliente en las estaciones de ferrocarril.
El Holmes de Pérez-Reverte fue bautizado Hopalong Basil y así pudo concretar un doble homenaje: al personaje Hopalong Cassidy, un vaquero que solo existía en revistas y películas de su infancia, y al verdadero Basil Rathbone, el más famoso de todos los actores que personificaron a Sherlock en la pantalla.
El clásico de la habitación cerrada
Con el gran oficio que lo caracteriza, Pérez-Reverte presenta su versión del clásico crimen en la habitación cerrada, pero en lugar de una casa elige un hotel en una isla deshabitada y sin comunicación durante unos cuantos días a causa del mal tiempo.
A diferencia de Falcó, este personaje al que le toca hacer de Holmes fuera de la pantalla, si bien no es para nada indiferente a las mujeres, mantiene cierta distancia, aunque no se priva de comentarios como “una señora madura pero todavía de buen ver”, que, sin embargo, unas líneas más abajo describe como alguien “en posesión de una belleza a punto de marchitarse”.
De sí mismo, el narrador dice: “Acababa de cumplir los sesenta y cinco años, y mis vertebras ya no eran lo que habían sido: la edad encoge un poco, pero conservaba la mayor parte del metro ochenta y siete de estatura, el vientre plano y el rostro anguloso y flaco que en otros tiempos habían hecho muy popular las pantallas de cine”.
Basil y Muxá se conocen en la isla griega y les toca, por unos días, hacer de detectives a pedido del reducido público, entre los cuales casi seguro está el asesino. Tanto el actor como el escritor se saben de memoria parlamentos completos de las novelas y de las películas y repiten a menudo y en diferentes versiones las expresiones más populares de Sherlock: “¡Empieza el juego, Watson!” y la infaltable “¡Elemental, Watson!”, a medida que se van mostrando al lector las agudas deducciones a las que arriba el vanidoso detective y que nadie o casi nadie antes había notado.
El autor, además de desplegar sus habilidades para copiar a Conan Doyle, confiesa abiertamente que sustrae ideas de muchos otros grandes escritores del género. Por ejemplo, en un diálogo, de los muchos que existen entre Basil y Muxá, el primero, cuenta acerca del catálogo escrito por el estadounidense S. S. Van Dine, con las 20 reglas para escribir novela criminal, entre ellas, la prohibición del uso de venenos inventados, intuiciones geniales del detective, mayordomos o choferes asesinos, intervención de hermanos gemelos y hasta culpables que sean chinos y otras que el lector de esta nota podrá encontrar en Internet.
Aunque entrar en la narración de Pérez-Reverte puede ser un poco cuesta arriba, porque a menudo la técnica es demasiado obvia, aun para un lector ocasional del género, a medida que avanza se vuelve atrapante y uno querrá saber finalmente quién es el asesino y cómo se resuelve el caso. Como Basil y Muxá son un actor y un escritor, además de la investigación detectivesca, la novela se presta para abundantes reflexiones acerca del género.
“Lo que me gusta de esta clase de novelas es que, grandes clásicos aparte, son las únicas que se prestan a leerlas dos veces”, dice el Sherlock aficionado, y recibe el elogio de su Watson respecto de que él debe ser muy buen lector. Entonces este hace uno de sus clásicos ademanes de modestia, “o de la modestia que es capaz de permitirse un actor. Que nunca es demasiada”.
La modestia tampoco parece ser un atributo demasiado abundante en Pérez-Reverte: en una de las entrevistas para promocionar la novela, confirmó que había enviado el texto a la editorial sin el último capítulo y nadie que lo leyó pudo acertar quién era el asesino.