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    “Las sociedades con enormes altibajos sociales y morales sacan genios”

    Renos Xippas, Oficial de las Artes y las Letras en Francia, dirige dos galerías de arte en Uruguay

    Dueño de la galería Xippas que se dedica al arte contemporáneo en el ex Hotel Colón de la Ciudad Vieja y en un local en Punta del Este, Renos Xippas, de 66 años, vestido casi siempre de negro, maneja además otros establecimientos en París, Atenas y Ginebra. Se considera “uruguayito” aunque nació en Grecia, vivió en Egipto hasta los siete años, y tiene una visión crítica de nuestra idiosincrasia. Celoso entusiasta de su trabajo, dedicado a descubrir y difundir artistas contemporáneos con propuestas innovadoras, Xippas comenzó su carrera en el arte de la mano de su tío Alexander Iolas, famoso marchand del siglo XX a quien llamaban Alexander “The Great” (ver recuadro).

    A Xippas le encanta la comida griega, las obras que transmitan algo inédito y no vivir en un lugar fijo. Este año recibió la distinción de Oficial de las Artes y las Letras del Ministerio de Cultura de Francia, gracias a sus 43 años de experiencia y a su trabajo con Celeste Boursier-Mougenot, que representó a Francia en la Bienal de Venecia.

    Su primer contacto con el arte fue a través del escultor griego Vassilakis Takis, que llegó a los 90 años, expuso en el Pompidou, en el Museo de Arte Moderno y en el Palais de Tokyo en París y recibió una propuesta para exhibir en la Tate Modern en 2016. “Yo era su ayudante, en el año 73 entendí y me fascinó su trabajo. Ahora para mí no cambió nada, pero cambió para el público que ve su valor”, comentó Xippas.

    En este momento, la galería Xippas Ginebra expone al coloso americano Robert Irwin, uno de los dos grandes artistas más veteranos en Estados Unidos, además del pintor Jaspers Johns. Xippas admira, además, a Peter Halley desde la época en que no era renombrado. Le compró cien pinturas que hoy valen entre 150 y 200 mil dólares.

    En 2010 abrió su galería en Montevideo. Hasta ahora, ¿cómo ha resultado en relación con las expectativas?

    —En Uruguay la gente dice, por ejemplo, “Hay una exposición en lo de Xippas tal día” y el otro responde que ya fue ahí el año pasado, como si fuera un restorán o una tienda. Ya no interesa cuál es el contenido, sino el evento. Entonces, al final los que vienen a menudo son los amigos. En Uruguay terminás no movilizando a la gente, incluso con una propuesta gratuita, aunque a nosotros nos cuesta una fortuna. No puedo entrar en el ambiente cultural de acá porque o bien mucha gente se lo toma en broma u otra que se cree mucho más intelectual no quiere caer en la trampa de alguien que vino de afuera: “¿Quién es este? ¿Qué background tiene?”. Se ponen un poquito en estrellas. En este país una cantidad de cosas frenan la creación de una nerviosidad artística. Es un freno que no ves en Buenos Aires. Los argentinos dicen: “Somos chantas, mentirosos”, pero hay una vida artística muy importante.

    De todas maneras, ¿usted quiere quedarse en el país?

    —Trato de mantener esta galería con mucho cariño porque formó parte de una idea que tuve de viejo de mostrar acá cosas que traigo de afuera. Al principio venían por la novelería, pero no interesa ver la exposición de tal artista. Y eso no crea un mercado. Todo en la vida es un mercado, todo es oferta y demanda y para crearlas tiene que haber cierto movimiento y principalmente confianza, que en Uruguay todavía está radicada en los resultados de las subastas. Hay un conservadurismo muy clásico, de pequeñas sociedades. No es que el uruguayo sea conservador y tacaño. Es que el mercado es pequeño: hay tres millones de habitantes. París, solamente, tiene seis.

    ¿Para usted los uruguayos no son conservadores?

    —El uruguayo no se atreve a entrar en problemáticas artísticas que puedan alterar un poquito su modo de vida. Es un pequeño miedo de que entender algo diferente, interesante, puede cambiar su punto de vista en muchas cosas. Y si eso sucede, le alteraría la relación con sus hijos, con su mujer, con el trabajo y un montón de cosas que considera peligrosas. Quizás hasta algún día le den ganas de sacarse el traje gris con la corbata: el uruguayo le tiene miedo a eso, porque está en un pequeño mercado, con su pequeño restorán, con su pequeña parrilladita, con su chorizo siempre de la misma marca. El uruguayo le tiene miedo al arte contemporáneo porque le interesan las obritas que son como íconos o trofeos: no quiere entrar a comprender cómo funciona alguien que vive paralelamente a él, como una alternativa de crecimiento o una investigación estética, política, social o sexual. Para no mezclarse con todo eso va al trofeo, al artista fallecido, establecido, y que vio en una subasta en Nueva York vendido a U$S 25.000. Y él, como es flor de vivo, lo compró en una subasta local a 14. Cuando te lo muestra te está mostrando su viveza.

    Según su punto de vista, ¿qué es lo más valioso que aporta el arte contemporáneo?

    —Tenés que entrar a un universo que en algún momento dispara unos chispazos que te pueden hacer captar un millón de otros chispazos. Sirve para despertar sensibilidades internas que ni sabías que tenías. Cuando ves lo que el artista te ofrece, recordás que hay otro mundo que no es el tuyo, clásico. Trabajo con mucha gente diferente a mí y me gusta que me sorprendan y propongan cosas en las que jamás pensaría. Tampoco soy un juez o fiscal que diga “esto es bueno” o “esto es malo”. Podría decirse que soy un abogado decente: no puedo defender a alguien que no me interesa. Hago casi un trabajo ético. Si algo me interesa invierto pasión, si no, no. Hay muchos artistas muy buenos que no me interesan, porque los temas me aburren; me interesa que me cambien la vida. He creado inconscientemente un hilo conductor en mi trabajo: en los artistas que defiendo hay una línea que no fue premeditada sino que con cada obra que veo me sorprendo como un niño chico, quedo con la boca abierta.

    ¿Trabajó siempre con artistas contemporáneos?

    —Trabajé con obras más clásicas y gané bien, pero me quedaba la espina de trabajar con artistas en vida, con quienes puedo ir a comer, tomar un vino, odiarlos, desmitificarlos, estudiarlos. Llega un punto en la vida en que con solo ver a un artista a 10 metros ya sé si me va a interesar, si es un mentiroso, si es estratega, si tiene o no talento. En el encuentro, el hecho de que sea maleducado o violento me entra por un oído y me sale por el otro. No tengo la actitud burguesa de que el otro tiene que tener los mismos criterios que yo en cuanto a la pulcritud, el orden o la puntualidad, de lo contrario no estaría en el arte. Siempre me interesó conocer al autor de las cosas. Me paso 20 horas por día viendo cosas desde hace más de 40 años. Hay gente que me fascina desde un primer momento, gente que lo hace en un segundo momento y otra después de mucho tiempo, porque al principio no los entendí: también cometo errores.

    ¿Cómo ha sido su trabajo con los coleccionistas?

    —El ego que tengan determina si están aptos para lanzarse en una aventura de comprender o si piensan que lo saben todo. Estudiar te da información, no fórmulas de comprensión que son personales o derivadas de que alguien te inicia en arte a través del diálogo. La religión judeo-cristiana busca esconder la información, pero en la Grecia antigua el filósofo tenía que transmitir lo que sabía para que no muriera con él. Sucede lo mismo con el artesano, que pasa la sabiduría de una generación a otra. El coleccionista está obligado a ser iniciado, porque si no, no puede entender ni meterse ahí adentro.

    ¿Quiénes compran obras de arte hoy?

    —Con la mediatización y las redes sociales se hace un nudo fantástico de información que vuela a diestra y siniestra. Los precios alucinantes que hemos visto en ventas de galerías o subastas de arte contemporáneo son consecuencia de que el coleccionista es una persona que ganó plata en todo. ¿Hoy en día quiénes son los que tienen poder adquisitivo elevado? Los grandes jugadores de fútbol, tenis y golf, los grandes rockstars, la gente del cine, la gente de Internet, donde hay fortunas colosales, y el mundo de las finanzas con los golden boys de Nueva York, que hacen una operación y se meten cuatro millones de dólares en el bolsillo. Esa gente va muy rápido, quieren hacer colecciones rápido y compran los nombres de los que se habla.

    ¿Cómo le ha ido con los clientes de este tipo?

    —Es una situación bastante embarrasing, porque en general el tipo viene con un consejero que sabe un poquito más pero solo piensa en la comisión que va a ganar. El consejero te llama 10 días antes para que tú prepares las cosas, el comprador no tiene más de un minuto para estar adentro de la galería y quiere ver 10 cosas. Cuanto más conocido y caro es el artista, más lo quieren. Hoy en día el coleccionismo es parte del espectáculo y el show off, comparándolo con lo que era el coleccionista de hace 40 años, que era como un profesor que se interesaba en el arte, estudiaba al artista y volvía después de dos meses preguntando por una obra de otra época.

    ¿Cómo está viviendo la crisis en Uruguay y qué opina de lo que sucedió en Grecia?

    —Uruguay es un caos, se ha convertido en un país surrealista desde hace 60 años, lo que también puede motivar un renacimiento en algún momento. Alguien puede decir: “Basta, chicos: vamos a organizarnos”. Lo vi en Grecia, donde se vivieron 30 años de surrealismo en los que se sentía que “the sky is the limit” y pensaban que tenían un terreno que valía un millón de dólares o te vendían unos zapatos a 10.000 dólares, porque “los usé yo”. Vivieron más allá de una realidad que es germánica y claro, se fundieron: le hicieron un buraco así a toda Europa y ahora viene la gente a decir que les imponen austeridad a los pobres griegos. No vamos a culpar siempre a los alemanes. Digo que el surrealismo en las sociedades despierta muchas veces aspectos más constructivos. Que el Uruguay se haya convertido al surrealismo en los años 60 puede redundar en algo fenomenal hoy en día. Los griegos de ahora en adelante van a vivir una experiencia nueva, bien o mal, porque habrá un cambio en el comportamiento, en los valores, en la forma de encarar la vida, en la arrogancia.

    ¿Usted cree que algo de eso pasará en Uruguay?

    —Ahora que el país va a entrar en una pequeña fase más frágil de lo que fueron los últimos 10 años, habrá muchos pensadores que dirán: “Esto no funciona más”, y saldrá gente del arte haciendo interpretaciones bastante interesantes. Las sociedades lisas en general tienen muchos problemas de creatividad y las sociedades con enormes altibajos sociales y morales sacan genios. América Latina es una fuente artística alucinante, porque tiene sociedades que viven con unos altibajos muy grandes, con violencia y criminalidad.

    Se fue de Uruguay a los 20 años, ¿cómo llegó a vivir en varias ciudades?

    —No tengo ninguna raíz. Toda la estructura del mundo y su gestión me parecen ilógicas: la posesión de la tierra por razones económicas, las fronteras, las aduanas, me parecen completamente aberrantes. Son cosas que hoy existen y dentro de 10 años ya no más: hace siglos que las fronteras se mueven matando al que está del otro lado. Los derechos impositivos de las aduanas me parecen como de ciencia ficción, como si fueran niños que se están divirtiendo. Pasás con un bolso y el aduanero uruguayo te pregunta: “¿Y ahí qué hay?”. Vos decís: “Es un vaso”. Y él responde: “Ah, ¿lo puedo ver?”. Empezás a romper el nylon y te dice: “¿Y eso qué es?”. Seguís explicando que lleva una patita que anda por ahí, etc. Por un lado es divertido y por el otro te preguntás con qué derecho un tipo te mete las manos adentro de tu valija.