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Así fueron los hechos verdaderos, según la crónica policial de la época. En blanco y negro, como es la realidad sucia, como son casi todos los casos feos estampados en papel de diario. Fines de los años 40, Estados Unidos. Martha Beck es una enfermera entrada en carnes con pasado ruinoso (trabajó en funerarias amortajando cadáveres) y vive con su madre senil. Un día recibe por correo una propuesta del tipo “Descubra la felicidad marital por solo cinco dólares”. Martha no lo duda, es un corazón solitario y quiere compañía, afecto, tener sexo. Se pone en contacto con Raymond Fernández, que se dedica a embaucar almas en pena, mujeres desesperadas, principalmente viudas, para sacarles dinero. Raymond, también de pasado ruinoso, ha estado en la cárcel donde conoció gracias a unos indios la magia negra y el vudú. Él cree tener poderes, una mirada irresistible, la cualidad del amor automático, directo, virósico, cuando en realidad es un donjuán de cuarta. Pero así son las cosas y muchas veces funcionan. Se conocen, ella descubre su truco berreta y no le importa. A él tampoco, y se transforman en amantes. Montemos el numerito: hagamos el amor y negocios juntos. Gritémosle al mundo nuestra pasión, como Bonnie and Clyde. Ahora, cada nueva víctima conocerá a Martha como “la hermana” de Raymond, la de apetito insaciable, la que come bombones sin parar y duerme en la habitación contigua.
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Se suceden mujeres solteras mayores que han juntado unos ahorros y buscan clemencia en el matrimonio, que tienen la religión como eje de su existencia, una viuda con una hija pequeña y una cuenta bancaria, todo un silencioso mercado de la soledad y los afectos rotos del que solo somos conscientes cuando la desgracia ya se ha consumado y sale en los diarios. En todos los casos Raymond es el galán que promete la felicidad, siempre adherida a algún negocio próspero y al dinero inmediato que se necesita para montarlo, pero por desgracia trae consigo a su insufrible hermana. Las casas son humildes, las paredes tienen empapelados curiosos. Hay que compartir las habitaciones e incluso la cama. A veces Raymond duerme con su futura esposa haciendo planes para ese prometedor y soleado mañana, mientras su hermana lo hace en otro cuarto con el oído alerta. Pero en ciertas oportunidades Raymond duerme en el sillón del living en tanto que la futura esposa debe compartir la única cama con su cuñada.
Para colmo, Martha es muy celosa. No soporta ver a su hermano acaramelado y a los besos con las señoras. Además, es una empastilladora serial. Como ha trabajado en un hospital de enfermera jefa conoce el paño, sabe de píldoras y pastillas y, lo que es más importante, las administra con autoridad. “¡Tragátela! ¡Claro que no te va a hacer mal! ¡Si te hiciese mal, no te la daría!”. Llegado el caso, también sabrá utilizar un martillo.
Los asesinos de la luna de miel (The Honeymoon Killers, 1970, se puede ver una buena copia en plataformas artesanales) iba a ser dirigida por Martin Scorsese, pero duró poco en la empresa: a la semana lo despidieron. Por lo visto, Scorsese demoraba demasiado con los planos, pretendiendo que cada uno fuera un encuadre maestro. Pasados los años el director de Taxi Driver reconocería que fue bien echado. La responsabilidad entonces fue para Leonard Kastle, un compositor de óperas que nada tenía que ver con el mundo del cine y como devoto episcopaliano tocaba el órgano en las iglesias… del Bronx. Y Kastle —también responsable del guion— fue expeditivo, claro y genial. Rodó la película en blanco y negro y le imprimió ese tono documental seco y tajante que caracteriza a las mejores producciones independientes, colocando en la banda sonora pinceladas de Mahler, como si los amantes asesinos viviesen su propia ópera negra, que inexorablemente terminaría en la silla eléctrica. Y supo administrar con mano maestra la violencia y el humor negro.
La presentación de los personajes es perfecta. Martha llega a su casa luego de un fatigoso día en el hospital. En la vereda hay un carrito de juegos para niños: lo aparta de una patada. Raymond se peina delicadamente frente al espejo… con un cepillo de dientes. Luego una de sus esposas le regala una parruqueta, que exhibe orgulloso como el colmo del embellecimiento para su cabello.
En otra escena tenemos a una de las víctimas, una vieja tilinga que dice hacer sus propios sombreros. “A ver, mostranos alguno”, le dicen Martha y Raymond. En la siguiente toma la mujer aparece con una especie de pingüino en la cabeza. Toda la experiencia de Kastle en materia de vestuarios operísticos se concentra en ese esperpento que inevitablemente provoca una carcajada en el espectador, un contrapunto con otros momentos de pesadilla y auténtico horror, como el primerísimo plano de los ojos aterrados de esa misma mujer que se mueven a izquierda y a derecha a toda velocidad cuando la mascarada matrimonial queda al desnudo y la pareja de asesinos decide liquidarla. En la historia del cine policial son pocos los momentos de semejante tensión.
Sublime es la pareja protagónica, ambos nacidos en Brooklyn. Tony Lo Bianco hizo varias películas, por lo general como actor secundario (Contacto en Francia, Nixon), pero este Raymond de parruqueta es, por lejos, su obra cumbre. Shirley Stoler, 110 kg de talento, venía del teatro underground. Debutó en cine a los 41 años, precisamente con esta maravillosa Martha. Debido a su físico estuvo confinada a los lugares comunes de la comadrona, la sádica funcionaria de cárceles, la prostituta. Murió en 1999, con 69 años.
Los asesinos de la luna de miel fue la única película que filmó Kastle. Recibida como un producto de clase B en su momento, hoy tiene con toda justicia el lugar de culto. Para François Truffaut, el hombre que amaba las películas, era una de sus preferidas. Y ocupa el sitial de las grandes confeccionadas por un director que hizo esa y después nunca más, como La Atalante (1934, Jean Vigo), La noche del cazador (1955, Charles Laughton), El carnaval de las almas (1962, Herk Harvey), Johnny cogió su fusil (1971, Dalton Trumbo) y Un elefante sentado y quieto (2018, Hu Bo), todas hijas malditas y únicas, todas obras maestras.