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El relato de Aue, novela de la neozelandesa Becky Manawatu (Forastera, 2023), arranca con la separación de dos hermanos, pero la historia comienza mucho, mucho antes. Cuando Taukiri (Tauk) deja a su hermano Árama (Ari) al cuidado de su tía Kay y su tío Stu, comienza a desenredarse una madeja confusa y enrevesada que se remonta a sus padres, incluso a sus abuelos, y que incluye una multitud de parientes, identidades, secretos y violencia, sobre todo violencia.
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La historia la cuentan a varias voces, en capítulos alternos, Ari y Tauk, separados, en primera persona y, juntos, Jade y Toko en tercera persona. Luego aparecen apuntes de un cuarto personaje que habla desde el más allá. Al principio todo parece transcurrir en un mundo abierto, inconexo, repleto de personajes secundarios sin conexión entre las dos líneas temporales (la de los dos hermanos y la de la pareja). Con lentitud, los cabos aparentemente sueltos se van conectando y las diversas identidades, parentescos y relaciones se van aclarando. No estamos ante un fresco general de habitantes de Nueva Zelanda, sino ante una historia familiar dura, compleja, trágica y violenta.
Todo empieza con los padres de Jade, Head y Felicity, que viven en una comunidad de pandilleros mayormente maoríes de los que Head es el jefe. Felicity es adicta, pero se las arreglan para criar a Jade con bastante contención y afecto hasta que Head es asesinado. Jade es reclamada casi que como propiedad por Coon, el nuevo jefe de la pandilla. En una fiesta conoce a Toko y comienza a hacer planes con su prima Sav para escaparse e irse a vivir con él. Todo termina muy mal, pero Jade logra huir y reunirse con Toko, quien le presenta a su familia (padres y hermanas) y amigos. Pasan los meses, ambos tienen un hijo y logran vivir felices, hasta que el pasado de Jade reaparece y hay más tragedias.
En el presente Ari, de ocho años y huérfano de ambos padres, se va a vivir al campo con su tía Kat (hermana de Toko) y su violento tío Stu. Su mayor consuelo es su mejor amiga Beth y su padre, el buenazo de Tom Aiken. Tauk, que ya pasó la adolescencia, lo deja con sus tíos y, aunque lo extraña horrores, se va a hacer su vida tocando la guitarra en otra isla del país. La música es un talento heredado de su padre Toko. En su nueva ciudad conoce a un músico callejero, a varios buscavidas y trapicheros minoristas de drogas, y a una mujer joven que lo atrae más que bastante. Y como le pasó a su madre, el pasado familiar, aunque él lo desconoce, vuelve para perseguirlo.
La novela se toma su tiempo para ordenar las líneas narrativas, para revelar sus secretos y para asignar a cada personaje el lugar que le corresponde en la trama. Al principio nada parece tener mucho sentido, cada narrador ve solo una parte muy chica del conjunto y los personajes no se conocen entre sí, incluso parecen no coincidir en sus respectivas identidades para cada uno. A medida que avanza la trama, que en su tercio final es prácticamente de novela negra, todo se va aclarando. El complejo árbol genealógico de Ari y Tauk se explica, los motivos de sucesivas decisiones de los personajes también y las identidades de cada uno quedan claras. Y el motor de todas estas confusiones, dramas y ocultamientos es siempre el mismo: como ya se dijo, la violencia. Antes que nada, Aue es una historia de violencia que ahoga diversos intentos de amor.
La violencia del relato es diversa y escalofriante en esa misma diversidad. Está la violencia de las pandillas, la del alcoholismo y el abuso de drogas, la omnipresente y naturalizada contra las mujeres, incluso la racista, que en un principio no parece evidente pero que en momentos de tensión emerge como una salpicadura de agua hirviendo. Muchos personajes son maoríes (como Ari y Tauk), otros son mestizos (como Jade), otros son pakeha, el término que define a los neozelandeses de origen europeo o no polinesio (como Beth y su padre). Todos parecen convivir armoniosamente hasta que saltan los insultos.
El retrato de la vida maorí de inmediato recuerda, para los que la hayan visto, a El amor y la furia (ridículo título local de Once We Were Warriors, 1994), la primera película de Lee Tamahori, basada a su vez en una novela homónima del escritor neozelandés Alan Duff, donde se ve la misma mezcla trágica de pobreza, violencia extrema, machismo hiperagresivo, racismo no tan soterrado y drama general que viven las comunidades maoríes. Como le pasó a Once We Were Warriors (la novela), Aue, publicada originalmente en 2019, fue un éxito rotundo en su país, vendió montañas de ejemplares y recibió los premios locales de más prestigio (y no sería raro ver una película que la adapte a la brevedad). Al igual que Duff, la autora de Aue, Becky Manawatu, nacida en 1982, es pakeha y maorí. Su apellido maorí viene de su esposo, jugador de rugby. Su apellido original es Wixon. Y también como en el caso de Duff, Aue es su primera novela.
Y no es cualquier novela. Sin tener mayores indicios sobre la fiabilidad de los premios literarios neozelandeses o el promedio de calidad de los libros más vendidos en el archipiélago, Aue es ciertamente una obra espléndida, tan tierna y dura como compleja, tan bien construida como atrapante, con una trama tejida con maestría y delicadeza. Es más, podría agregarse que es una de las mejores novelas que se pudieron leer en 2023, sin distinguir procedencia. El que busque una buena lectura para este verano y no le tenga miedo a la crudeza y la ternura, no va a encontrar mejor opción.
Notas sobre la traducción
La edición de Aue es una rareza. Sale por el sello local Forastera, que pretende dedicarse en exclusiva a traducciones. Editada a fines de 2023, es la segunda publicación de la editorial (la primera fue Divertimentos mecánicos, de la francesa Suzanne Doppelt), lograda gracias a la asistencia de los fondos estatales Creative New Zealand. La traducción es obra de Rosario Lázaro Igoa, quien ya había traducido Dinosaurios de otros planetas (2020), de la escritora irlandesa Danielle McLaughlin, para Alter Ediciones, otro sello uruguayo. Y si bien hay antecedentes de traductores nacionales trabajando para editoriales argentinas o españolas, esta patriada para Forastera, de casi 400 páginas, es meritoriamente singular.
La traducción en general es más que correcta y se nota que la prosa original en inglés de Manawatu es tersa y concisa. Lamentablemente, se tomó la decisión de traducir con localismos uruguayos, subiéndose a una moda que en la última década hace estragos en Argentina y que desde tiempos inmemoriales produce verdaderas atrocidades en España.
Hay varios argumentos a favor de una traducción neutra, que incluye no secuestrar el texto. El argot de cada rincón del mundo tiene sus propias raíces y es, justamente, local. Por ejemplo, hay un término coloquial en japonés, baka, que en todos sus significados y entonaciones corresponde al pelotudo rioplatense. Hasta puede ser empleado cariñosamente. Sin embargo, como bien explica Robert de Niro en un capítulo de la serie Nada, pelotudo tiene una raíz testicular que le da su propia sustancia y le agrega significados polisémicos. Baka no tiene nada de eso. Traducir una palabra por la otra es sumar significados que originalmente no estaban en el texto. Y a eso hay que agregar que es perfectamente natural que un japonés en Tokio diga baka, pero inimaginable y fantasioso que diga pelotudo. Para saltear ese bache es siempre mejor usar neutralidades como tonto o idiota, perdiendo color local (que por otro lado es intransferible) pero conservando intacta la locación original. En ese y otros casos, el lector mantiene así el pacto con el narrador acerca de que la historia transcurre en Tokio, Pasadena o un suburbio de Wellington y no en Barcelona, La Plata o Aires Puros.
La traducción de Aue es solvente y casi impecable, salvo unos pocos descuidos (un “Jade and Toko” por ahí) y un extraño momento casi al principio donde se menciona “la palabra con ‘F’”, “the ‘F’ word”, que es fuck, y no se entiende mucho la decisión de dejarlo así. Distinto es cuando se menciona un par de veces “la palabra con ‘M’”: se trata del insulto racista nigger y tiene sentido mantener la expresión como si se refiriera a negro, aunque particularmente en Uruguay no tiene ni de lejos el tono peyorativo del original en inglés.
Otro asunto es el de los localismos. Aparte de una acentuación general cuestionable, las expresiones uruguayas no abundan, pero cuando aparecen aniquilan toda posibilidad de credibilidad. Aunque lo que se cuente en el relato sea universal, nadie puede imaginarse a un maorí hecho y derecho tomando un bondi, usando conchuda como insulto de cabecera, o tratando de huevo a un compinche (cosa que es probable que un uruguayo tampoco haga desde hace al menos 30 o 40 años). Antes de las l00 páginas un personaje termina su frase con un “¿ta?” (habrá otros luego) y de inmediato las notas de una canción de Jaime Roos flotan lenta y melancólicamente por las playas y colinas de Nueva Zelanda.