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    El tenis argentino: un proyecto exitoso y que sirve como ejemplo

    Argentina derrotó el fin de semana a Kazajistán en Rosario, en su serie de Copa Davis

    Cuando el italiano Jannik Sinner se dejó caer de espaldas, extenuado y extasiado, luego de ganar el último punto en la final del Australian Open de Tenis contra el alemán Daniil Medvédev, en una remontada histórica, una sensación de alivio, felicidad y justicia se apoderó de millones de espectadores. Por un instante, en algo que se podría definir como un espacio-tiempo paralelo, alejado de las variables de violencia, odio, injusticia que se van derramando aceleradamente sobre nuestra civilización, el mundo pareció por un instante pertenecernos de nuevo, con ese aroma a lo cotidiano, a lo reconocible, que conecta existencias donde la amabilidad diluye las asperezas inevitables de la convivencia entre seres humanos, apartando verdades absolutas que caen con el peso de sentencias divinas, emitidas ya no por dioses sino por espectros rezagados de la oscuridad que arrastra la historia bajo el formato de nuevos líderes. He aquí el lado oscuro al que tanto temían George Lucas y David Lynch.

    Nos vamos fragmentando en nichos de humanidad, desparramados y disimulados, lugares donde la belleza frágil de lo no necesario aún tiene sentido simplemente porque no pretende ser más que eso, belleza frágil (e inútil) de lo no necesario. En este sentido, el triunfo de Sinner conmovió. El tenis es un deporte-arte que comparte la elegancia de la esgrima, el boxeo y las artes marciales, que son parte de una cultura zen, donde la obsesión por la perfección de un gesto en busca de la mimetización con el todo da espacio a la posibilidad y naturalización de lo inesperado, la improvisación, lo no pensado, el porque sí mágico que no se puede repetir ni calcular, ni programar ni detener, en definitiva, no se puede estandarizar ni enseñar… Nada más problemático y temido en la civilización actual. Esas apariciones infinitesimales de lo extraordinario en la realidad provocan profundos traumas en un sistema donde todo debe ser explicado y donde todo es apropiable, incluyendo el pasado.

    Entre los sesenta y fines de los ochenta se vivieron momentos donde la belleza, la experimentación, la búsqueda de un estilo propio parecían torcerle el brazo a un mundo que se encaminaba hacia un sistema de valores excluyente, donde todo tiene un fin y un precio (no un valor) y todo es sistematizable, reproducible, entendible, fungible y exportable. Solo fueron atisbos, que apenas eran detectados quedaban absorbidos disolviéndose en la gran matriz a la que querían combatir. Debajo del radar, por un periodo más prolongado y por factores desconocidos, el tenis, las artes marciales y el boxeo pasaron desapercibidos y se colaron en el sistema, regalando innumerables obras sublimes del arte popular. Son los años del tenis rebelde que gritó por los derechos civiles, la igualdad de género, la no discriminación racial. Son los años de Bruce Lee y de David Carradine, de Ray Sugar Leonard, Thomas Hearns, Mano de Piedra Durán y Mike Tyson. Todos compartían una especie de ética de lo casero, una apología del oficio, en el que las imperfecciones estaban a la vista y donde prevalecía la simplicidad y la ligereza de lo amateur, que es lo opuesto a la especialización, no a la seriedad. Luego el tenis evolucionó y se volvió mainstream, pasando a regirse por los códigos del negocio. Superhéroes de Marvel tan impenetrables como maravillosos, muy lejos de la autoironía del Chapulín Colorado, de los Monty Python y de los colosales humoristas uruguayos, personajes torpes y frágiles que entendían el arte sin miedo en su proceder de prueba y error, como hace la naturaleza. Este tenis de semidioses regaló momentos e imágenes donde la humanidad se impresionó consigo misma, donde lo físico y lo mental corrieron el límite de lo imaginable, como una novela de Julio Verne. Pero lo espectacular se volvió una obsesión y comenzamos a añorar al Cristo frágil en el monte de los Olivos y su agotamiento humano en la cruz, esa fragilidad divina de Dios hecho carne. Nietzsche toma esta última imagen de Jesús, que en el límite de sus fuerzas, ya casi sin sangre, traicionado, humillado, torturado, realiza el gesto sublime cuando pide a su padre que perdone a quienes le han hecho eso, porque no saben lo que hacen. Solo quien está más allá de todo, quien es un superhombre puede actuar de esta manera.

    El boxeo y las artes marciales fueron confluyendo en las artes marciales mixtas, en un proceso similar al tenis, creando superhumanos, donde la fragilidad y la ficción no tienen lugar. El mainstream de la cultura globalizada exige que la violencia tenga esta estética, sin rajaduras, simple de comprender y fácil de replicar. La brutalidad en las artes marciales mixtas esconde muchas virtudes. Es una disciplina muy joven, con una estética descarnada como el rap y el trap, pero también es un espacio de disciplina, valentía, respeto, humildad, con códigos muy sólidos. En el cine, Edward Norton y Brad Pitt nos regalaron el Club de la pelea, una sociedad harta de sí misma que se redime con ella a través de una forma de violencia física que opone su honestidad a la hipocresía de la existencia programada contemporánea. Como el tenis en el siglo XXI, ellos también corren los límites de lo imaginable. La ficción, la de Bruce Lee, la de la serie Kung Fu, pero sobre todo ese lugar de ensueño que era Titanes en el ring, con Martín Karadagian, quedó fuera de foco en un mundo sin el espesor necesario para que la fantasía hiciera su juego. El arte de Muhammad Ali es imposible en épocas de influencers.

    Pero ¿qué tiene que ver todo esto con Sinner y con el tenis argentino? ¡Todo! Porque Sinner también es el eco de un mundo que parecía perimido, donde lo real y lo imaginario se cruzan, un Yeti tan tierno como imponente que proviene de Tirol del Sur, esa región mágica de los Alpes italianos, que alguna vez fueron austríacos, cuna de una cultura que se reconoce como tal, independiente de órdenes o modas que le son ajenas. Sinner es un chico de montaña (exfigura del esquí italiano infantil y cadete), que además es un jugador descomunal de tenis, nuevo símbolo deportivo de un país adicto a sus figuras deportivas. Sinner es producto de su entorno, comenzando por su padres, y de un programa que la asociación italiana de tenis ha venido desarrollando desde hace más de 15 años, que ha convertido a Italia en una potencia mundial (es el actual campeón de la Copa Davis). No es un tema de dinero, de lo contrario los franceses serían las estrellas dominantes de este deporte, con la federación más poderosa y que más invierte en el mundo, mucho más que la española. Es el proyecto. Y uno de los cerebros del proyecto italiano es el argentino Eduardo Infantino, entrenador de jugadores como Nalbandian y Del Potro, y el cerebro detrás de esta explosión del tenis en Italia.

    Pero ¿por qué surge Infantino? Porque en sentido inverso de lo que ha ocurrido en la política, el tenis argentino supo qué hacer con lo que tenía y, sobre todo, siempre quiso hacer sin importarle la coyuntura. Desde un hecho fortuito, que fue la aparición de Guillermo Vilas (producto de una perturbación anómala del sistema, como el universo, tal como lo demuestran los estudios más recientes de la cosmología física), Argentina fue acumulando experiencia, generando espacios de debate, de aprendizaje, de evolución, forzando situaciones que le eran adversas, creando un lenguaje propio que va aprendiendo mientras hace o, mejor dicho, aprendiendo para hacer. Como escribía el extraordinario filósofo francés Gilles Deleuze en el primero de sus dos libros sobre cine, La imagen-movimiento (1984), refiriéndose al neorrealismo italiano, al cual consideraba la esencia del cine. Deleuze pensaba que ese movimiento inigualable se debió principalmente a dos factores: uno ligado a una política extrañamente poco invasiva y sin persecuciones sistemáticas por parte de Mussolini y el segundo que tiene que ver con que al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Italia estaba destruida, viviendo en la miseria, sin dinero, sin materiales, rodeada por la muerte y la destrucción, pero con la determinación de volver a ser. En estas circunstancias, los que luego fueron las grandes figuras del cine mundial, referentes casi excluyentes de muchas de las otras escuelas de cine, como la nouvelle vague, entendieron que para cada película debían crear su propio lenguaje, con los muy escasos medios con los que contaban, por ciudad, por región, produciendo cada vez una obra única, irrepetible, siempre distinta, y sin darse cuenta se iría conformando una forma de ser, un legado, que se continúa de manera ininterrumpida hasta hoy. Librado a su suerte, cada vez desde Guillermo Vilas, el tenis argentino fue reconfigurándose a sí mismo, aprendiendo solo, como postula El maestro ignorante de Jacques Rancière, siempre en el límite en un país que no da tregua. Una construcción que conecta lo individual con lo colectivo, que no para de producir jugadores y entrenadores de elite. Ciclos que se cierran, figuras que se retiran, inflación, cepo, dolarización, grieta no detienen el andar tozudo del ambiente del tenis. Sin dinero pero con mucha inteligencia, Argentina creó un ecosistema, como lo fue el cine italiano de la posguerra, una cultura que le permite exportar jugadores, entrenadores, preparadores físicos, psicólogos deportivos, nutricionistas, pero sobre todo que ha formado al público y con el público al periodismo crítico que necesariamente debe estar a la altura de este sistema virtuoso.

    Argentina en tenis es una voz respetada y legitimada con títulos y continuidad. Por supuesto que el camino ha estado y está plagado de conflictos, de todo tipo, algunos muy graves, de mezquindades, de traiciones, de ofensas y de brutales fracasos, pero al revés de lo que ocurre en la política argentina en el siglo XXI, el tenis le dio la espalda a soluciones mesiánicas e inmediatas, esas que derivan de un país donde los privilegios y los bienes no se ganaban, se heredaban en abundancia para ser malgastados en la obtención de más privilegios o de la riqueza inmediata, la que se hace especulando.

    El tenis argentino es un ejemplo de modelo virtuoso y también exitoso. Es un elemento profano en un mundo, el del deporte, cada vez más religioso, devoto creyente de que el deporte es un modelo económico que debe simplemente copiarse (un copy paste en el texto) y reproducirse.

    En definitiva, una contracultura dentro de una sociedad intoxicada e infectada de odio por lo distinto en términos políticos, donde cada supuesto cambio es solo la continuidad de lo anterior, degradado por el correr del tiempo, el aumento del deterioro del tejido social y la distancia abismal que existe entre la sociedad de a pie y el sistema político, algo que continúa.

    Para cerrar: Eduardo Infantino comenzó a asesorar a la Asociación Uruguaya de Tenis en un proyecto similar al que desarrolló en Italia (gracias al entrenador Diego Gatti por toda la información respecto al proceso del tenis argentino y en particular sobre Eduardo Infantino).

    El fin de semana pasado, Argentina derrotó a Kazajistán en Rosario, en su serie de Copa Davis, que es un elogio del triunfo de los no ungidos, el del hombre común, el que tiene paciencia y proyecta, el que sabe identificar prioridades, urgencias y debilidades, el que festeja la aparición de las grandes figuras que tan bien le hacen al deporte y a la sociedad, sabiendo que para que ello ocurra, es necesario un trabajo paciente, comprometido, compartido, eso que genera un ecosistema, eso que crea una cultura en la que los héroes son de carne y hueso, no Mesías iluminados, donde el triunfo se festeja y se vive como una excepción de la derrota.

    2024-02-07T18:59:00