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Con un protagonista excéntrico y una recreación truculenta, Napoleón cierra un año en el que el cine de Hollywood encontró, en figuras representativas de ideas mayores que sus representantes, vehículos narrativos ideales para que cineastas establecidos logren, con rienda suelta en su control y en sus presupuestos, fenómenos de taquilla inesperados. Al remordimiento nuclear de Oppenheimer y al descubrimiento feminista de Barbie se le suma, ahora, la megalomanía en una nueva biografía sobre Napoleón Bonaparte y con Joaquin Phoenix al servicio del renombrado director Ridley Scott.
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A todas luces, la película, que llegó a Uruguay en una temporada de estrenos cargada a medida que se avecinan los próximos Oscar, prometía la construcción del hombre en mito. Aquel emperador de los franceses que “vino de la nada y lo conquistó todo”, según lo anunció una de sus sinopsis oficiales, sería visto bajo una mirada diferente, gracias a la exploración, en profundidad, de su romance con Josefina de Beauharnais (Vanessa Kirby), el gran amor de su vida. En gran medida, la película no logra cumplir esa promesa, pero sí logra hacerse con algún que otro mérito en el camino.
Napoleón es un estreno de Apple Studios. Aún no deja de ser extraño ver el logo de la compañía fundada por Steve Jobs al comienzo de una proyección sobre la pantalla grande. La división de cine y de televisión de la empresa tecnológica ha financiado películas costosas como Los asesinos de la luna de Martin Scorsese, con el fin de atraer miradas hacia su servicio de streaming, Apple TV, que no se encuentra disponible en Uruguay. El eventual arribo de Napoleón a la plataforma, ya pautado, provocó en Scott una revelación: el director planea estrenar allí una versión diferente y más extensa de la película, con 4 horas de duración en comparación con las 2 horas y 38 minutos del corte estrenado en cines.
Para el director de Gladiador, la alianza entre Apple y el estudio Sony Pictures, que distribuyó la película en cines de manera internacional, le da lo mejor de los dos mundos del entretenimiento que han estado redefiniendo respectivamente sus negocios en la última década. “Lo que va a pasar es que vamos a proyectar la versión para cines primero con Sony, entonces tiene su estreno, y luego lo perfecto es que la versión del director va a pasar a streaming”, comentó Scott, en octubre, en una entrevista de la publicación Total Film.
Si bien no hubo, desde entonces, otras novedades al respecto, la idea de una versión más larga de Napoleón resulta más que contraproducente al enfrentar la que toca ver por estos lares. Y es que la película sufre, notoriamente, de un montaje errático, en el que la vida de Bonaparte es narrada, a los ponchazos, en tres clases de escenas: se lo ve en su rol como un excelso estratega militar, en su rol de figura pública como imperialista, y en el ámbito de su vida privada mediante su relación con Josefina. A excepción de las batallas históricas recreadas, donde Scott demuestra una destreza narrativa innegable, el resto de la película sufre de un apuro que hace que ninguna escena logre respirar lo suficiente para no sentirse asfixiada por la que viene a continuación.
Es un mal reconocible en cualquier otra biografía llevada al terreno del drama que intenta narrar una vida en viñetas. Un pantallazo veloz pero a fin de cuentas, insuficiente. En Napoleón, Scott comienza su relato de manera violenta. En 1789, una aristócrata de pelo blanco es separada de sus hijos y llevada a su ejecución pública. En plena Revolución francesa un texto advierte que los “antirrealistas acabarán violentamente con el rey Luis XVI y 11 de sus simpatizantes”, antes de enfocarse en ella, la mujer condenada a muerte: María Antonieta. Es su cabeza, desprendida de su cuerpo, la que un oficial alza bajo el vitoreo de un pueblo sediento por más sangre noble. En la muchedumbre, un oficial de artillería en busca de un ascenso, llamado Napoleón Bonaparte, mira con calculada frialdad.
Bonaparte no presenció la decapitación de María Antonieta, pero este cruce le sirve a Scott para dejar en claro que la rigurosidad histórica, aquella que seguramente llevó a varios estudiosos del emperador a las salas, no será una prioridad para el relato en cuestión. Lo mismo sucederá con el empleo del idioma de la producción, que descarta de primera el uso del francés. Todos los personajes principales, sin importar su nacionalidad, hablan inglés, acentuando algunas palabras bajo la pronunciación francesa sin una justificación coherente. Es el precio que cualquier estudio estadounidense exige pagar al momento de financiar una historia que no sucede en su idioma.
Scott encontró, en el crecimiento militar de Bonaparte, el verdadero impulso para narrar esta historia. Como un director de publicidad devenido en uno de los cineastas más inclasificables en actividad, con un rango que va desde Alien, el octavo pasajero hasta La casa Gucci, Scott sigue siendo un hombre del espectáculo. En Napoleón, los escenarios se perciben colmados por el peso de la historia que los rodea, y pese a que el trabajo de arte se ve bajo filtros que desaturan por completo los colores de la imagen, la película logra transportar con éxito al período histórico.
Son contadas las veces que Scott abandona el punto de vista de su protagonista y, sin embargo, es sorprendente cómo el relato jamás logra posicionar un retrato definido del emperador. Atormentados por cómo mostrar la complejidad de la figura, Scott y Phoenix se decidieron por una personalidad marcadamente dividida. Lo muestran como un ser vulnerable, mezquino y hasta infantil, mientras que en su “trabajo” es capaz de ocultarlo todo bajo la fachada de un coloso que revolucionó la historia de Occidente. En un afán por imbuirlo de complejidad y pintar un retrato bajo múltiples facetas psicológicas, la construcción actoral de Phoenix se pierde entre los impulsos del actor y el director por honrar su grandeza y mofarse de él en igual medida.
Por momentos, con un tono incómodamente cómico, el guion es capaz de mostrarlo en la cima del mundo como el ganador de la batalla de Austerlitz (la mejor secuencia bélica y dramática de la película previa a la batalla de Waterloo) y enseguida cortar a una escena de sexo explícito entre él y Josefina, en un coito despojado de toda idea de cariño. Lo afectivo se vuelve transaccional dentro de los aposentos de los amantes y la película intenta, aunque falla, reconstruir un amor entre ambos que no materializa ni siquiera en la solitaria muerte de Josefina que Bonaparte no presenció.
¿Vale, entonces, emprender este recorrido por algunas secuencias de batallas de impacto? Lo cierto es que quien busque algunas de las secuencias de acción mejor ejecutadas del año, aquí se verá satisfecho. Con sus 86 años, la meticulosidad y obsesión de Scott por su oficio encuentran el punto perfecto para reconstrucciones bélicas memorables. Es sabido que el director construye este tipo de secuencias en storyboards dibujados y pintados en acuarela por él mismo, donde demuestra la preparación que se toma para hacer que el espectador se sienta dentro de las batallas, ya sea levantando el rifle para disparar a un inglés o viéndose abatido junto a su caballo en las frías aguas de lo que ahora es Rusia.
Ante este destructor de pirámides (una escena lo muestra bombardeándolas en Egipto) y un amante torpe y cruel, no es difícil comprender la recepción que ha generado en Francia, donde el retrato de Phoenix ha resultado en críticas que tratan a la película como la burla de un cineasta inglés.
El actor ha decidido abrazar la extrañeza tras abandonar toda noción de estrella convencional que obtuvo con su retrato de Johnny Cash, y que destruyó en el falso documental I’m Still Here. Públicamente y sin revelar que se trataba de una película, anunció, barbudo y con sobrepeso, que se retiraba de la actuación para dedicarse a una carrera como rapero. Años después, Phoenix fue el ganador del Oscar a Mejor actor por su labor en Guasón. Desde entonces, también exploró una sensibilidad adulta en C’mon C’mon de Mike Mills y se prestó para la completa humillación en Beau tiene miedo de Ari Aster.
Algo del lastimoso Beau parece haberse arrastrado a esta personificación extraña de Bonaparte, cuya figura queda eclipsada en cada escena en la que Vanessa Kirby construye una Josefina más compleja de lo que el guion le permite explorar. La película la termina convirtiendo en una motivación por la que el emperador parece volver una y otra vez al campo de batalla. Es su incapacidad de darle un heredero legítimo la que lo hace compensar su masculinidad matando a miles, como deja entrever un texto, innecesario, sobre el final.
Napoleón es un ambicioso intento de capturar la complejidad de un personaje histórico monumental, pero no más que eso, una prueba. A pesar de sus notables logros visuales, la película se ve perjudicada por su falta de foco en el estudio del protagonista. La interpretación de Phoenix aporta matices, pero el director parece debatirse entre retratar a Napoleón como un ser vulnerable y mezquino o como un estratega maestro y revolucionario. La trama se desvía de una exploración más profunda, dejando al espectador con una visión fragmentada. Queda la puerta abierta a una versión extendida que podría abordar algunas de estas deficiencias, pero en su forma actual no logra plenamente cumplir con la promesa de desentrañar el mito detrás del hombre.