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    Obama en Cuba y en Argentina

    La semana pasada la información y el debate político latinoamericanos estuvieron dominados por el viaje del presidente de Estados Unidos, Barack Obama, a Cuba primero y a la Argentina después. En Cuba, especialmente, se vieron cosas que hacía muchas décadas no ocurrían. En Argentina, en cambio, muchos observadores vieron los acontecimientos como parte del tránsito del kirchnerismo al macrismo: en última instancia, un episodio más de la tradicional ciclotimia política nacional. Pero también allí se observaron novedades significativas.

    Entre las más destacables: Obama reconoció (discreta pero claramente), tanto en Cuba como en Argentina, que en el pasado la conducta de los Estados Unidos hacia América Latina no siempre había estado a la altura de sus propios valores. Para él esas conductas no eran motivo de orgullo. Tal vez esto sea lo más cerca que ha estado nunca un presidente de Estados Unidos de aceptar lo que los latinoamericanos ven como imperialismo yanqui, al menos desde mediados del siglo XIX hasta fines del siglo XX (y no son pocos los que piensan que continúa hasta el presente).

    Obama también sostuvo que el futuro es una construcción colectiva de naciones soberanas, Cuba incluida: solo los cubanos pueden decidir el futuro de Cuba.

    ¿Cuál es la relevancia de estos acontecimientos? ¿Son un punto de inflexión histórico, como cree la disidencia cubana residente en la isla, o se trata más bien de una mini gira “histórica” (entre comillas en el original: no realmente histórica, sin comillas) de la que “pocos resultados concretos se esperan” (del copete de una sección de siete notas sobre el tema, “Obama al Sur”, en “Brecha”, 23 de marzo)?

    Como tal vez se podía esperar, las voces más críticas tienden a concentrarse en las puntas derecha e izquierda de la región (incluyendo los propios Estados Unidos, aunque allí con los rótulos “conservadores” y “liberales”). Ven el presente, gira de Obama incluida, esencialmente en los mismos términos que décadas atrás. Pero incluso entre esas voces se aprecian señales de cambio, a veces veloz.

    Por ejemplo: en su columna de “El País” del 20 de marzo (“Obama en Cuba”), Carlos Alberto Montaner, conocido intelectual de la diáspora cubana anticastrista, sostuvo que en Cuba “no habrá libertades, ni respeto por los derechos humanos, ni se le pondrá fin al antiamericanismo militante, hasta que no termine el régimen totalitario (…). Y eso difícilmente se conseguirá haciéndole concesiones a la dictadura. El apaciguamiento nunca es una buena política”. Una semana después, ya concluida la visita, escribió en el mismo lugar (“Obama en La Habana”, 27 de marzo): “los demócratas de la oposición interna (cubana) han resultado los más beneficiados. (…) El momento en que (Obama le dice a Raúl Castro) ‘no tema las voces diferentes de los cubanos que quieran expresarse libremente’ es y será por mucho tiempo un hito de la lucha contra la dictadura. (…) ¿Dará resultado la estrategia del engagement? El propio Obama se muestra escéptico y tiene razón (…). En ese caso, ¿tuvo sentido el cambio de táctica? Es difícil saberlo a estas alturas. Por lo pronto, los disidentes están animados. Creen que el viaje de Obama es un punto de inflexión. Esperemos con los dedos cruzados”.

    Puede que los dos textos no sean estrictamente contradictorios, pero el cambio de tono es notorio y su causa es lo que se vio, se dijo y se hizo durante la visita. Las certezas se transforman en dudas. Pero los opositores locales, los que viven en Cuba, “están animados” y “creen que el viaje de Obama es un punto de inflexión”.

    Algo similar puede verse en los juicios desde la perspectiva opuesta, los de la izquierda históricamente pro castrista. Entre las notas de “Brecha”, algunas expresan un anti yanquismo tradicional. Pero otras son bastante más cautelosas. Una de ellas (la de Jorge Bañales desde Washington: “América Latina en la visión del presidente de Estados Unidos: hacer negocios”) concluye, citando a Adam Isacson (experto de la WOLA, la muy liberal Oficina de Washington para América Latina), que aunque los Estados Unidos prefieran a Macri, están “dispuestos a dialogar con todos (…). El gobierno de Obama propone que el diálogo, los contactos, más que el aislamiento y las admoniciones, pueden espolear gradualmente a los regímenes para que den más espacio a la democracia. Cuba es una prueba de esta hipótesis”.

    Creo que Obama persigue lo que a su juicio es el mejor interés de los Estados Unidos. Todo sugiere que vamos hacia un mundo cada vez más multipolar, en el que la predominancia norteamericana seguirá debilitándose paulatinamente. En ese mundo, ¿es posible que las Américas, todas ellas, a pesar de sus intereses eventualmente conflictivos, estén aliadas flexiblemente, de modo tal que, “cuando las papas quemen”, estén unidas hacia afuera? Hoy esto parece lejano, pero en principio es posible (probablemente ya lo es para América del Norte) y sería una meta atractiva para Estados Unidos: una situación claramente mejor que la presente.

    ¿Por qué ahora? Porque en esta historia los intereses de Estados Unidos, tal como los ve la administración Obama, coinciden con los de su partido, diferenciándolo de lo que la población latina de Estados Unidos (y los latinoamericanos en general) ven como racismo republicano, gracias a Trump y a Cruz. Esto favorece a los demócratas acompañando los cambios en la dirección del viento; hasta la comunidad cubana de Miami está cambiando. Los intereses nacionales así definidos también coinciden con los intereses personales del presidente, sumando a la tradición política liberal de la que forma parte y, en definitiva, a su legado. Sin olvidar que hoy las posibilidades de Obama de ampliar su huella son limitadas.

    Este futuro buscado por Obama, ¿es realmente posible? Lo es; incluso algunos podrían decir que es probable. Pero aun si ocurriese, los plazos son muy inciertos. Es posible, e incluso probable, en primer lugar porque para llegar a esa meta favorable a los intereses de los Estados Unidos no hay caminos alternativos salvo el retorno al Gran Garrote. Retorno, a esta altura, probablemente indefendible e imposible en el marco de las democratizaciones latinoamericanas (aunque sean todavía problemáticas y sin consolidar).

    En segundo lugar, especialmente hacia adentro de Estados Unidos, es posible por el fin de la guerra fría, que vacía un argumento famoso: “serán hijos de puta, pero son nuestros hijos de puta”. No es sorprendente que en Estados Unidos los opositores más vigorosos a estas políticas sean, precisamente, los que piensan que la guerra fría no ha terminado y que Estados Unidos tal vez la esté perdiendo. La decadencia de este argumento (“nuestros” hijos de puta) ya es visible en el norte de América Latina, donde figuras y familias antes “intocables” están dejando de serlo.

    Estos son los dos grandes procesos (las democratizaciones del sur y el fin de la guerra fría) que podrían concretar ese futuro. Sin embargo, aunque demos todos los argumentos anteriores por buenos, solo abren posibilidades; a lo sumo, son factores facilitadores. Para concretar ese futuro posible son necesarias acciones políticas sostenidas en el tiempo y a contrapelo de muchas “verdades establecidas”, tanto en el norte como en el sur. En estas materias una administración Trump (o Cruz) seguramente no sería igual a esta administración Obama. Y América del Sur está aún más lejos de las decisiones que debemos tomar. Nadie lo hará por nosotros. ¿Qué clase de futuro queremos para las Américas?