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    Venezuela, los derechos humanos y los aprendizajes evidentes

    La Declaración Universal de Derechos Humanos fue el punto culminante de ese largo proceso de desarrollo del humanismo, abierto en 1789. Aprobada por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, significa mucho más que palabras o buenas intenciones: es el mandato que todas las naciones civilizadas aceptamos como punto de partida para construir un mundo más humano, obligándonos a integrarla como parte del derecho positivo nacional y mundial. La Declaración cerró un ciclo de luchas sociales y políticas por la libertad y la igualdad. El logro fue tan trascendente que se ha transformado en guía para las políticas particulares y globales, y a tal grado que resulta imposible refutar su texto y sus intenciones. Aquellos que vivimos dictaduras sabemos lo que significa la ausencia de garantías, el reino de la arbitrariedad y las violaciones a los derechos humanos. Si la lección no fue aprendida, significaría que todo fue en vano.

    El informe presentado el 15 de setiembre por la Misión Internacional Independiente de determinación de los hechos sobre la República Bolivariana de Venezuela es concluyente. La información recabada con seriedad y solidez no deja lugar a dudas sobre las violaciones de los derechos humanos. Recorriendo sus 443 páginas redactadas con precisión quirúrgica, no podemos dejar de sentir los ecos de aquellos informes sobre el Uruguay de los 70 que valientes militantes hacían llegar al mundo, denunciando torturas, prisiones políticas, asesinatos.

    El detalle es abrumador: la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGIM), dirigida por el presidente Nicolás Maduro, y el Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin), dependiente de la vicepresidenta Delcy Rodríguez, son los instrumentos fundamentales de la represión. En otro orden, la Operación para la Liberación del Pueblo (OLP) y la Operación para la Liberación Humanista del Pueblo (OLHP) unen en la represión social a la Policía y el Ejército, con la excusa de combatir el delito, aplicando el terror en las poblaciones. Los ataques contra personas y familias, la prisión arbitraria, acompañada de violaciones a las más básicas garantías, son habituales cuando ejecutan la “liberación humanista”. Madres y niños aterrados por amenazas, jóvenes torturados y ejecutados sumariamente son el resultado de las intervenciones sistemáticas contra las barriadas. El amedrentamiento opera como sanción ejemplarizante para aquellos que pretendan enfrentar a un gobierno que quiere ser todopoderoso. Pocos días después de presentado el informe, la alta comisionada de las Naciones Unidas para los derechos humanos, Michelle Bachelet, señaló cómo la represión social buscaba neutralizar las crecientes protestas populares contra una crisis que el gobierno es incapaz de solucionar.

    Así, el Sebin y la DGIM son responsables de desapariciones forzadas de corto plazo, de persecuciones por “delitos de opinión” contra el gobierno, de represión a la oposición, tanto la organizada como aquella que solo se manifiesta en las protestas. La asfixia con bolsas de plástico —en aquel Uruguay de los 70 lo llamábamos “el submarino seco”—, aplicando además gas lacrimógeno, la picana eléctrica y los apaleamientos son las prácticas habituales. La colgada de manos y pies y los tratos degradantes en su mayor extensión son el modus operandi de policías y militares. Y en el caso de la OLP las ilegalidades fueron tan graves que Nicolás Maduro tuvo que admitir que había “dedicado varias semanas a estudiar los logros y los errores, los abusos que hubo en algunos casos, y hemos retomado el concepto de humanismo de las Operaciones de Liberación del Pueblo”.

    Las muertes por tortura, las ejecuciones extrajudiciales, la ocultación de los hechos y de las estadísticas violan la propia legalidad “bolivariana” consagrada en su constitución, que se había presentado otrora como una de las más avanzadas del mundo. Cerca de 2.000 personas fueron abatidas este año en Venezuela durante operaciones a cargo de sus fuerzas de seguridad, denunció este viernes 25 Michelle Bachelet.

    No menor en importancia es el análisis de género que nos advierte la comisión de la ONU, donde se explica cómo los torturadores se ceban especialmente con las mujeres, aplicando los peores tratos, que dejo librados a la imaginación del lector.

    El informe, tan detallado como inapelable, abre un abanico de reflexiones. En primer lugar, prueba de manera contundente el autoritarismo venezolano, la falta de garantías, la arbitrariedad judicial, la aplicación sistemática del terror por parte del Estado y las responsabilidades individuales de los gobernantes. La condena a estos hechos debe ser firme, y la persecución de los responsables más aún. Nadie puede avalar esto.

    Sin embargo, el contexto político e histórico nos obliga a otras conclusiones. Hace 80 años las izquierdas democráticas condenaban los crímenes del estalinismo. En la década de 1980 las acciones paramilitares de los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL) dirigidas por el gobierno español interpelaron a Felipe González y al PSOE. Como era habitual, los hechos se negaban, calificándolos de calumnias, acusando a los denunciantes de enemigos o de aliados a lo peor. Con los años la condena se matizaba hacia una tibia admisión de excesos, para finalmente, más tarde, aceptar los hechos crudos justificados por un genérico análisis de época. Si las izquierdas no aprendieron de estos errores históricos, entonces no aprendieron nada.

    Ya se han escuchado, como antes, voces de condena al informe y de defensa cerrada al gobierno de Maduro. No vamos a esperar el paso del tiempo para ver cómo los defensores de Venezuela mañana van a aceptar lo evidente. En el siglo XXI no se puede discutir lo obvio.

    En Venezuela se cometen graves violaciones a los derechos humanos, probadas y documentadas ampliamente. No condenarlas resta toda credibilidad a aquellos que tenemos una opción humanista y de izquierda. La operativa política tiene límites impuestos por valores y principios, y este es un caso evidente. Lo político no puede estar por encima de lo jurídico. El pasado nos enseña sobre esos errores, el presente nos impone qué hacer, el futuro no nos perdonará no haber actuado en consecuencia.