Yo, uruguayo: crónica de una final del mundo en Buenos Aires 

escribe Federico Castillo 
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Faltan solo 25 minutos para que empiece la final del mundo y una de las pocas personas que parece no expresar ningún tipo de emoción a bordo de este barco que recién está atracando en uno de los muelles del Puerto de Buenos Aires es el cajero sentado en una garita de cambio de dólares. Está como apático, en otra. A veces, mirando al vacío. A veces, hundido en su celular, impertérrito ante el espectáculo de desborde que protagonizan al lado suyo un buen número de pasajeros argentinos devorados por la ansiedad. “La puerta”, gritan. “La puerta”, golpean. Que se abra ya eso que los haga desembarcar de una vez por todas delante de una pantalla en su tierra firme para entregarse al éxtasis o al sufrimiento del último partido de Catar 2022.

Después del enésimo cántico de hinchada con sus saltitos correspondientes, un oficial de a bordo se zambulle en lo imposible y trata de calmar los ánimos. “¡Ey, ey, ey, por favor!”, comienza. “Ya sé que ninguno de ustedes me va a hacer caso, pero en la maniobra de atraque el barco puede chocar y ustedes tienen que estar sentados”, implora. Y luego, resignado, recuerda que acá puede haber mujeres embarazadas, personas mayores, niños. Eso. Que tengan cuidado. Que sean responsables. La respuesta, después de un aplauso casi irónico, es otra canción de hinchada a viva voz. “Muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar. Quiero ganar la tercera. Quiero ser campeón mundial”. Ya la escuché muchas veces a lo largo de este viaje, pero algo me dice que la voy a oír unas cuantas veces más. Hasta el hartazgo. Después me entero de que es el tema éxito absoluto de este Mundial, récord en Spotify Argentina con más de 1.500 millones de reproducciones. Una canción que cantan los futbolistas, que cantan los hinchas y que se repite en loop en cada uno de los informes televisivos sobre la Albiceleste. Una canción que habla sobre la “tierra del Diego y Lionel”, de “los pibes de Malvinas”, de las finales perdidas y de los llantos y de la ilusión, de los “brazucas”, que son hijos suyos, y de “Don Diego y la Tota” alentando desde el cielo. Una obra compuesta especialmente para la ocasión por el grupo La Mosca. “Un moscardón”, pienso, mientras el estribillo me taladra la cabeza y me lleva a solidarizarme mentalmente con el funcionario que ruega una tranquilidad utópica y con el cajero del cambio con la mirada perdida.

Calles desérticas. Foto: AFP

Se abre la puerta del barco. Faltan 10 minutos para la final. Estampida. La gente corre hasta migraciones, donde surge un nuevo obstáculo al fervor. Hay que esperar un poco más para entrar a Buenos Aires. Hacer una fila ordenada. Mantener las apariencias antes de que todo explote. Estoy seguro de que no pasan más de dos minutos, que pocas veces el trámite de migración viene siendo más rápido que este. Ya estamos en Argentina. Y hay un reloj mundialista corriendo. Una señora empieza a tararear en modo épico la melodía del himno nacional. Varios la siguen. Algunos golpean frenéticos las paredes del corredor angosto. Llega una mujer policía y pide nuevamente lo imposible: calma, que cuánto más tranquilidad, mejor para todos, que más rápido pasamos. “A mí no me miren, yo, uruguayo. Yo estoy acá para ver cómo lo ven ustedes”, me digo. Me acuerdo de una cita de El viaje hacia el mar, el cuento de Juan José Morosoli. Quiero ver cómo lo ven ellos. Yo soy un observador desapasionado que está 99% convencido de que hay una fuerza energética imparable, un designio universal que ya talló en piedra que la Selección de Argentina será campeona del mundo. Y entonces quiero estar ahí. Quiero ver lo que pasa en el epicentro mismo de la intensidad más intensa. El funcionario de migraciones me despacha con la velocidad de un rayo. El sello más rápido del Río de la Plata.

El sol del mediodía de este domingo 18 de diciembre raja el pavimento de las calles desérticas de la ciudad. En los alrededores del puerto el movimiento es escaso. La poca gente que se ve está buscando llegar a algún lado. Un par de autos apurados por allí, un ciclista apurado por allá. Un ómnibus turístico con dos turistas, ¿extraterrestres?, paseando por la solitaria avenida Libertador. Los bares explotan de gente. El partido ya empezó.

Penal para Argentina. Foto: Juan Albores / adhocFOTOS

En el Mercado de San Telmo hay una interesante mezcla entre turistas y locales que se reparten en cualquiera de los puestos de comida o hasta verdulerías donde haya una televisión prendida. Hay varios recovecos en este lugar, que es lo más parecido al Mercado del Puerto en Montevideo. Cuando llego escucho un festejo. Los sonidos de las pantallas se superponen. Pero miro la tele que tengo más a mano y la pelota recién está en la mitad de la cancha. ¿Qué festejan? Penal para Argentina. Un minuto más tarde lo veo. Gol de Messi, que ya sé que es gol porque hay gente que está en el futuro y lo gritó bastante antes. Demasiado delay. Me voy hasta el televisor que está en tiempo real. Ahí me quedo. Al lado de un puesto de frutas y verduras que tiene a dos empleados veteranos absolutamente comprometidos con este partido. Son un festival de tics y cábalas. Una montaña superpuesta de nervios. Quiero ver cómo lo viven ellos. Llega el segundo gol. Di María. Fiesta. Vasos de cerveza que vuelan. Una mujer con la camiseta azul de Maradona en el 86 llora sin parar. Terminan los primeros 45 minutos.

Durante el entretiempo salgo a recorrer las calles cercanas al mercado. Ya no están tan vacías. Ya hay gente calentando los motores de la celebración con medias botellas de plástico rebosantes de fernet. Ya son campeones del mundo. Me dan envidia. ¿Es así de fácil? Dos a cero en el primer tiempo y ya están acariciando la copa dorada. ¿Y la parte de sufrir y todo eso? Vuelvo al puesto de frutas y verduras. Uno de los veteranos se consume su cigarro número 100.

Empieza el segundo tiempo. Pasan los minutos. Y siguen pasando. Y siguen. Le comento a alguien que esto me parece impresionante, que me resulta insólito que Francia no se haya presentado a jugar la final. Soy un visionario. Porque a los cinco minutos de ese comentario, el partido ya está empatado. Pasó la ráfaga Mbappé y dejó a todo el mundo helado. Algunos se hunden, se desploman. La mujer con la camiseta de Maradona llora desconsolada. Otros se miran incrédulos. A mí no me miren, yo, uruguayo. ¿No eran campeones del mundo hasta hace un rato nomás? Alargue. Y en el tiempo extra todos parecen resetearse. A empezar otra vez. Los hinchas argentinos se ponen de pie. Y ahora sí: a sufrir. Esto es una final del mundo.

¡Gol de Messi! Foto: Juan Albores / adhocFOTOS

Hay jugadas para los dos lados, aunque parece difícil que esto no termine en penales. Los alargues siempre terminan en penales. Hasta que de repente, Messi. La pelota entra un poco sucia, parece que la hubieran sacado pero pasó la línea. Gol. Gol de Messi. Como si esta final estuviera guionada. Gol de Messi en un alargue dramático para ganar la copa después de 36 años. Paroxismo. Delirio. Son campeones del mundo. Uno de los veteranos me abraza, otro revolea unas lechugas por el aire. La mujer de la camiseta de Maradona llora sin parar. Empiezo ahora sí a sumergirme en la fiesta de los campeones, a registrar este delirio colectivo. Y mientras tanto voy pensando en lo perfecto de este partido, en el cierre soñado de la historia de Lionel Messi, en que por fin se sacó de encima el peso muerto de Maradona, en todo el arco narrativo por el que atravesó. Y… ¿Penal para Francia? ¿En serio? Sí, penal. Y otra vez Mbappé. Gol. 3 a 3. Estoy agotado. Y si yo estoy agotado, no quiero ni pensar en los veteranos de al lado, en la mujer con la camiseta de Maradona. Los miro de reojo nomás. A mí no me miren, yo, uruguayo.

Decido ni ver los penales. Agarro el celular y me pongo a filmar al resto. Quiero ver sus reacciones, sus cábalas, esa tonelada de nervios frente a una pantalla. Me enfoco en los dos veteranos de la verdulería. Los veo invocar toda clase de supercherías. Le gritan a la tele, le hacen cuernos, sacuden hojas de lechuga. Ya pasaron los penales errados y atajados. Ya pasó la alegría moderada, contenida, cauta. Y llegamos al último penal. Agotado estoy. Los sigo filmando. El veterano que fuma está al borde del desmayo. ¿Van a ser campeones del mundo? Ya está. Va Montiel. Gol. Final. Ahora sí. La intensidad más intensa. Lechugas al viento, tomates por el piso. Vasos llenos de alcohol hacia los techos. El veterano me abraza y llora. Lo abrazo. Le digo que soy uruguayo, pero que, bueno, que lloro por vos, Argentina. Escucho que me alcanza a decir: “¡Si son los mismos colores!”. La mujer de la camiseta de Maradona, previsiblemente, es un mar de lágrimas. Hay mil grados adentro de este mercado y mil grados afuera. Es todavía temprano en la tarde y queda todo un día de fiesta que se desbordará hasta el Obelisco. Y ahí me voy a encontrar en vivo con la Argentina de los memes, de las redes sociales, con la vocación de los hinchas por escalar hasta lo más alto de algo, lo que sea, de un semáforo, de la parada de un ómnibus, de un farol de luz, del mismísimo Obelisco. El festejo, espontáneo y genuino, y la celebración, sobreactuada, intensa. Lo que quería ver de cerca. Y lo que ellos se han encargado de decirle al mundo: Argentina, no lo entenderías.

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2022-12-21T22:41:00