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    Dos grandes logros, de frutos todavía pequeños

    Un proceso gradual de baja de tarifas y moderación de las ganancias probablemente reportaría al Estado más ingresos por impuestos a la renta pagos por las empresas, y más IVA aportado por usuarios que gastarían algo menos en sus tarifas eléctricas y algo más en otros bienes, que probablemente podrían dinamizar la economía

    La reconversión energética de Uruguay es un logro de primera magnitud. Nos ha convertido en ese aspecto en la Dinamarca del hemisferio sur. Nos deja bien en cualquier conversación social o comercial con un extranjero.

    Podemos ser energéticamente intensivos sin aumentar emisiones, y el país se ahorra millones de dólares usando los gratuitos vientos y el libre sol en vez de comprar crudo a alguno de los tantos tiranos del mundo que sostienen sus autoritarismos perforando la Tierra y sacando el líquido negro y viscoso.

    Es bastante evidente que las energías limpias son mejores que las sucias. Y aunque se las acusa de ser poco estables, porque a veces está nublado y a veces no sopla el viento, y el cómo acumular estas energías es todavía un desafío técnico, esos problemas son relativos.

    Depender del precio del petróleo, tan impredecible por definición, no es una buena estrategia. Un misil disparado por cualquiera de los bandos en disputa hace subir los costos de producción de una forma inexorable.

    Gráfico Búsqueda_01102025

    Hasta ahí todo va bien. Pero a la hora de los costos, la mochila de la electricidad se mantiene con su peso sobre los hogares y las empresas. Es cierto que ha sido una política de Estado que suba cada año menos que la inflación, pero también lo es que en la comparación regional la brecha no logra achicarse.

    De acuerdo con los datos de SEG Ingeniería, el megavatio industrial tuvo en agosto un precio de US$ 141, contra US$ 115 de Brasil, US$ 96 de Argentina y despegado Paraguay, con US$ 39. Solo Chile es más caro: a US$ 174 (ver cuadro).

    En los hogares, la comparación regional nos deja últimos. Los hogares uruguayos pagan US$ 269 por megavatio, frente a US$ 258 de Chile, US$ 203 de Brasil y, despegados, Argentina US$ 112 y Paraguay US$ 68.

    Tomemos a Paraguay como un caso excepcional, por contar con una gran represa, como Yaciretá, y por ser un país de bajos impuestos y bajos servicios estatales. La paridad con Argentina y Brasil debería ser un objetivo. Competir en igualdad de condiciones y dar a los hogares la prestación de la electricidad al mismo precio de los vecinos.

    Más allá de que la paridad haría honor al espíritu de la integración regional, sería una demostración más trascendente de que salirse de las energías sucias es posible, sin incrementar los costos a los usuarios. Que ser “verde” no significa ser más caro. Que la sostenibilidad ambiental es compatible, o aun sinérgica con la sostenibilidad económica.

    Y si eso no pasa, no es porque la energía renovable no sea competitiva frente a la generación eléctrica a partir de petróleo o carbón. Las tarifas son altas por la gran cantidad de dinero que UTE vuelca a las arcas del Estado. Ese es el primer gran logro que por ahora da frutos pequeños. Al menos para los usuarios. Para el Estado, en el primer semestre de este año el ente estatal significó una ganancia de US$ 170 millones.

    Un proceso gradual de baja de tarifas y moderación de las ganancias probablemente reportaría al Estado más ingresos por impuestos a la renta pagos por las empresas, y más IVA aportado por usuarios que gastarían algo menos en sus tarifas eléctricas y algo más en otros bienes, que probablemente podrían dinamizar la economía.

    Esto podría redundar, por ejemplo, en más inversiones en aquellos sectores que tienen un uso intenso de energía, como tambos y productores arroceros. Y sería un engranaje clave en la adopción del riego.

    Pero, de nuevo, lo principal es que demostraría la superioridad de energías limpias y modernas ante las fósiles, que deben quedar obsoletas.

    En este período de gobierno hay una apuesta fuerte a convertir a Uruguay en un país con inflación del primer mundo. Tengo la impresión de que la meta ya alcanzada de 4,5% será solo una escala antes de ir a objetivos más ambiciosos, probablemente más cerca del 3,5%.

    Si el precio del petróleo se mantiene estable y no hay una disrupción climática que dispare el precio de los productos volátiles, como frutas y verduras, con este dólar planchado en $ 40 es una meta alcanzable.

    Como en el caso de la energía, puede ser algo que nos deje muy bien conversando con extranjeros al contarles que nuestra inflación es menor a 4%, pero para el sector agropecuario será otro gran logro de frutos pequeños.

    Eso no tiene por qué ser así. En particular, en el proceso macroeconómico de Uruguay, en el que tan destacable es bajar la inflación. Como en el logro energético, si la exportación no gana al menos el beneficio de la flexibilidad cambiaria, será una victoria pírrica, en la que no habrá mucho para festejar.

    Sin embargo, si la lógica del tipo de cambio pasa a ser la de Australia y Nueva Zelanda, donde la moneda incorpora las señales positivas o negativas de las materias primas para amortiguarlas, será un gran logro.

    Tanto en Australia como en Nueva­ Zelanda, el valor de la moneda se adapta a las circunstancias. Cuando para los productores y la economía la perspectiva es oscura, y de menor venta, el tipo de cambio se deprecia.

    Simplificadamente, en aquellos países el valor de la moneda actúa como un premio natural, que amortigua los malos tiempos, para valorizarse luego, cuando hay buen precio o buena producción, y a través del tipo de cambio.